martes, 28 de diciembre de 2021

El Día de Muertos de Cromwell Murray

 

El Día de Muertos de Cromwell Murray

Por Adán Salgado Andrade

 

Murray Cromwell Morgan (1916-2000), fue un historiador y escritor estadounidense, que también se dedicó al periodismo, al activismo social y a la política (ver: https://en.m.wikipedia.org/wiki/Murray_Morgan).

Además, viajó mucho a México, lo que le permitió conocer detalles culturales del país, los que plasmó en su novela Day of the Dead, (Día de los Muertos), publicada en 1946, sobre las festividades que se llevan a cabo en la celebración anual del 2 de noviembre en Pátzcuaro, Michoacán, en donde, para la gente, “el festejo comienza con la preparación de los alimentos preferidos para sus difuntos, en las calles, los festivales alegran el día con cánticos y música tradicional, en la que destaca la danza de los pescadores, que es toda una tradición en la región. En esa danza, se realiza la caza del pato sagrado, criado en el lago de Pátzcuaro, la cual se realiza exclusivamente con lanza” (ver: https://www.allianztravel.com.mx/blog/dia-de-muertos-lago-patzcuaro-e-isla-de-janitzio.html#:~:text=En%20esta%20danza%20se%20realiza,madrugada%20del%202%20de%20noviembre.).

Justamente, Murray aprovecha todo ese escenario, para plantear un original thriller, ubicado a finales de los 1930’s, cuando gobernaba a México el general Lázaro Cárdenas del Río (1895-1970). En la novela, se destacan a los sinarquistas, personas guiadas por el sinarquismo, que buscaba reimplantar los “valores religiosos”, pero pacíficamente, no de manera violenta, como cuando se trató de hacer eso durante la Guerra Cristera (1926-1929), que los católicos recurrieron a la violencia armada, con tal de que se respetara en derecho al culto, que había prohibido Plutarco Elías Calles (1877-1945). En el caso de los sinarquistas, siguiendo esa ideología surgida en Guanajuato, con la apariencia de un movimiento pacífico, de todos modos, como plantea Murray, en ocasiones, recurrían a la violencia, sobre todo, cuando lucharon contra las reformas de Lázaro Cárdenas, de repartir tierras e impartir una educación  considerada “socialista”, pero que solamente hacía hincapié en los derechos de la clase trabajadora, tanto obrera, como campesina.

La novela da inicio cuando el protagonista principal, Ángel O’Brien, hijo de un revolucionario irlandés y de madre Cherokee, de bronceada piel y azules ojos, rescata a un chico que llamaban El Presidente, de unos golpeadores, sinarquistas, cerca de Pátzcuaro, en donde se lleva la mayor parte de la acción. El Presidente, le queda muy agradecido y le dice que cuando necesite ayuda, lo busque en el pueblo.

Ángel había estado antes en el lugar, ayudando a los ejidatarios a combatir las constantes incursiones de violentos sinarquistas, quienes trataban, así, de infundirles miedo y de que retiraran el apoyo a Cárdenas y a sus reformas agrarias.

Por lo mismo, estaba advertido de que si regresaba, los sinarquistas, encabezados por un tal Juan Potes, lo asesinarían, como casi habían hecho un año atrás, que lo habían herido de bala.

De todos modos, Ángel, no se amedrentaba fácilmente y por eso, había regresado. Su experiencia militar en España, en la guerra civil, peleando al lado de los republicanos que habían luchado contra el dictador Francisco Franco (1892-1975), le había inculcado que pelear por las causas justas era un noble fin que, incluso, podría pagarse con la muerte. A la derrota de los republicanos, decidió trasladarse a México, en donde, justamente, la guerra de los ejidatarios contra los sinarquistas implicó un nuevo objetivo para él.

De camino a Pátzcuaro se encuentra con el sinarquista Félix von Trelsberg, quien quería disputarle el poder a Juan Potes en Michoacán. Iba acompañado de Kay-Kay, una turista estadounidense, hija de un millonario, ávida de aventuras. Iban en un convertible último modelo, un Packard 1939. Le preguntan si iban hacia Pátzcuaro y Ángel se ofrece a guiarlos, si le daban un aventón. “Claro, sube, muchacho”, le dice Félix. Iba haciendo su acento en el estilo de los nativos del lugar, con tal de no levantar sospecha alguna. Sin embargo, sufren un atentado, que casi acaba con la vida de Kay-Kay, pero gracias al cristal blindado del parabrisas del auto, la bala no la mató.

Ángel le asegura a Kay-Kay que la bala iba contra ella, pero la chica se niega a creerlo. “Deben de habernos confundido con alguien más”, replica ella.

Y no se habló más del asunto.

Llegan a Pátzcuaro y Ángel, se baja del auto, agradeciendo el aventón. De inmediato, se pone en contacto con sus viejos conocidos. Uno de ellos, Tata Venancio, quien es alfarero y que le informa que lo buscan los sinarquistas, esta vez, para matarlo definitivamente.

Como Kay-Kay le había dicho que la fuera a buscar al hotel, donde se hospedó con Félix, Ángel acude, al día siguiente, al encuentro. La lleva a su “guarida secreta”, un abandonado hotel que un pintor quiso construir, pero que fue asesinado y la obra quedó a medias. Allí, Ángel le muestra los cuadros que él pintaba, casi todos de escenas mexicas antiguas. Kay-Kay queda admirada. El encuentro, se vuelve algo romántico y la chica lo besa, dejando el sitio, rápidamente, luego de hacerlo.

Mientras tanto, en Pátzcuaro, Félix es asesinado, cerca de la estación de ferrocarril. Ángel trata de averiguar quién lo hizo, pero nadie se atreve a darle información, por temor. Sin embargo, alguien insinúa que fueron los sinarquistas, lo que confunde a Ángel, pues Félix lo era.

Va a buscar a Kay-Kay al hotel y encuentra que la habitación de la chica está en completo desorden, como si hubieran buscado algo. Kay-Kay está en la habitación del occiso Félix y al entrar a ella, Ángel se encuentra con que la chica le apunta con un arma, sospechosa de él, pensando que, en efecto, él habría asesinado a Félix y que la quería asesinar a ella.

Ángel le asegura que nada tiene que ver con eso. Ella, se convence, se asoma a la ventana y ve a un tipo robusto que, le dice a Ángel, siempre la sigue a todas partes. Logran evadirlo y Ángel le dice que, para que esté más segura, la llevará a la casa de unos misioneros estadounidenses. Éstos, de muy buena gana, se ofrecen a tenerla allí el tiempo que sea necesario.

Regresa a Pátzcuaro, para hablar con Venancio y preguntarle sobre el líder de los ejidatarios, pues tiene un plan qué comunicarle. Venancio le dice que es Manuelo.

Como el jefe de policía local era controlado por un tal Pablo Ortiz, líder sinarquista local, culpan a Ángel de la muerte de Félix. Ya le seguían los pasos y cuando se dirige a la Cantina Rosita, lo aprehenden y lo encierran en la cárcel de Pátzcuaro.

Pero por los sobornos pagados a los policías que cuidan dicha cárcel por un tal Gus Brown, estadounidense, dejan libre a Ángel. Gus, le dice que lo sacó porque quiere información sobre Kay-Kay. Ángel, suspicaz, logra alejarse del hombre.

Murray conoce varios detalles de la cultura del sitio. Se refiere a los sarapes, las tortillas, al pulque, a las gasolineras de Pemex, a las costumbres de los pescadores de Pátzcuaro, que cazaban patos con lanzas y a los estragos que dejó el Paricutín cuando estalló y los que siguió dejando, como la expulsión de cenizas por muchos meses (aunque aquí, hay que señalar un error en la cronología, pues cuando el Paricutín surgió y estalló, en 1943, Cárdenas ya no era presidente. Probablemente, Murray quiso agregar un tono dramático a la novela mezclando ese evento volcánico).

Va a buscar Ángel a Manuelo a su casa y le dice que deben de enfrentar a los sinarquistas, sin miedo, pues son más los ejidatarios y, además, tienen armas. Manuelo le dice que sí, pero que Ángel debe de ayudarlos.

“Claro que te ayudaré, pero antes debo de hacer algo”.

Lo que debía de hacer era ir en búsqueda de Kay-Kay a casa de los misioneros. La encuentra en estado de profundo shock, sin que pueda emitir palabra alguna, y con una leve herida de bala en un costado. A los misioneros, los habían asesinado, por órdenes de Juan Potes. Chuchu, su pistolero, lo había hecho. Como Kay-Kay había presenciado los asesinatos, era lo que le había provocado honda impresión.

Van hacia donde Manuelo ya había colocado a todos los ejidatarios en posición para defenderse de los sinarquistas, lo que logran hacer exitosamente.

Ángel, va a ver a Venancio, quien le aconseja que huya con Kay-Kay al ficticio pueblo de Panaban, en un par de mulas que les consigue una maestra rural. Pasan a un lado del Paricutín, en donde el calor aumenta por la lava que, aunque en pequeñas cantidades, sigue lanzando.

Luego, las mulas recorren caminos llenos de cenizas, hasta llegar a Panaban.

Por el camino, se encuentran con Gus, quien deja su auto, para alquilar un caballo y perseguirlos.

Pero las mulas, más diestras en caminar por difíciles veredas, logran perderlo.

Cuando, por fin, llegan Kay-Kay y Ángel a ese pueblo, cubierto de cenizas y casi desocupado, Mario, muy buen viejo amigo de Ángel, se ofrece a ocultarlos en una especie de sótano.

Su amigo El Presidente los alcanza allí y le dice que Venancio le reveló el sitio en donde se ocultarían.

Ángel tiene un plan para el Día de Muertos, que consiste en que El Presidente, que se parece mucho a Cárdenas y hasta se apellida así, robará de la casa que el mandatario tenía en Pátzcuaro (otro ficticio sitio) uno de sus trajes, se lo pondrá e irá a la ceremonia que se hacía en la isla de Janitzio, pues Potes y sus sinarquistas querían asesinar al carismático presidente. “Si los campesinos se dan cuenta de ese intento de asesinato, más odiarán a los sinarquistas”, confía Ángel.

Tata Venancio estaría listo para disparar a Chuchu, el pistolero de Potes, antes de que diera muerte a El Presidente.

El plan se lleva a cabo.

Ángel y Kay-Kay, contemplan la escena desde lo alto de la colina de la isla. Sin embargo, Juan Potes les llega por la espalda, pues el sarape que usó Ángel, no era del color del que vestían el resto de los campesinos. “¡Por eso, te reconocí!”, le grita Potes y está por dispararle a Ángel, cuando Kay-Kay, lo empuja. Descontrolado, Potes huye hacia la estatua de José María Morelos y Pavón (1775-1815), que se encontraba cerca de donde estaban Kay-Kay y Ángel. Entra y sube por las escaleras interiores, seguido por Ángel, a quien dispara varias veces, fallando todas.  Ángel lo alcanza. Potes se dispone a saltar por una ventana. “Quiero morir como mártir por la causa sinarquista”, grita, pero Ángel, lanza el cuchillo que siempre carga consigo, logrando que se clave en el marco de la ventana, luego de atravesar la chamarra de Potes, quien por tal razón, no alcanza a saltar. Ángel lo coge a tempo y lo retira de la ventana, pues lo quiere vivo. En ese momento, llega Gus y aprehende a Potes, al que coloca unas esposas.

Y ya se revela todo, que era un policía secreto, contratado por el gobierno mexicano, para que les siguiera los pasos a los sinarquistas, que le develaran su plan de asesinar a Cárdenas y que los atrapara. “Yo fui al que viste en el hotel y también, registré la habitación de Kay-Kay, para ver si no estaba dando apoyos a los sinarquistas, pues su padre es un hombre rico. Como ella sabía mucho, Félix quiso matarla, cuando tú viajaste con ellos en su auto, pero el tonto no contó con que el cristal del parabrisas, era blindado. Potes mandó matarlo, porque Félix quería quitarle el liderazgo. Y los seguí en el caballo, porque quería hablar contigo. A Kay-Kay, la seguí en un principio, pues sospechaba de ella, pero está limpia. Y a ti te ayudé a salir de la cárcel, para que me ayudaras a desentrañar el plan de los sinarquistas”.

Además, Gus había matado a Chuchu, quien había disparado a El Presidente un primer tiro, que sólo lo hirió. Y antes del segundo, Gus lo eliminó.

De Pablo Ortiz, el otro violento sinarquista, dieron cuenta los pescadores a quien “cazaron” como a un pato cualquiera con sus lanzas.

“El presidente está bien”, le dice Gus a Ángel, quien, reconfortado y aliviado de que su plan había salido bien y de que Gus estaba de su lado, va a buscar a Kay-Kay, quien le dice que “mi madre siempre quiso en su casa a un mexicano”. “Esperemos que le caiga bien”, le responde Ángel, sonriendo, sellando con un beso la relación de amor que ya se estaba dando entre ambos.

Y así termina esa historia, de sinarquistas y sus fútiles intentos de desestabilizar los grandes logros que impulsó Cárdenas.

Una muestra de que, por muy bueno que pueda ser un líder social, como lo fue Cárdenas, siempre tendrá enemigos acechando.

 

Contacto: studillac@hotmail.com

 

 

   

sábado, 18 de diciembre de 2021

Clemencia, novela en donde las apariencias, engañan

 

Clemencia, novela en donde las apariencias, engañan

Por Adán Salgado Andrade

 

El escritor mexicano Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), no sólo escribía, sino que fue periodista, maestro y político liberal, defendiendo, en todo momento, a México y a su derecho a conducirse independientemente, sin intervención de cualquier potencia extranjera que deseara tener al país bajo su control.

Particularmente, vivió de cerca la infame invasión francesa, que se desarrolló entre 1862 y 1867, cuando Francia, liderada por el aventurero militar Luis Bonaparte, conocido como Napoleón III (1808-1873), sobrino de Napoleón Bonaparte (1769-1821), quiso extender sus dominios. Ese bufón, pensó que la anexión de México, le anotaría un triunfo para su prestigio, muy bajo por tantos fracasos militares que había tenido. Pero fue un rotundo fracaso que, si bien, en un principio, pareció una segura victoria, de inmediato, los mismos militares franceses advirtieron la inutilidad de ese intento invasor (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2020/01/la-intervencion-francesa-el.html).

En su novela Clemencia, publicada en 1869, considerada como la “primera novela moderna mexicana”, da cuenta de lo que, socialmente, implicó la malograda invasión francesa (ver: https://en.wikipedia.org/wiki/Ignacio_Manuel_Altamirano#Bibliography).

La novela, se desarrolla durante los inicios de la invasión, cuando, por desgracia, mexicanos apátridas se unieron a las tropas francesas, con tal de que el país de nuevo fuera un imperio, gobernado por un príncipe rubio, como lo fue Maximiliano de Habsburgo (1832-1867).

Y es la que acabo de leer, en la edición de 1986, de Editorial Porrúa, de su colección “Sepan cuántos…”.

Clemencia, es un relato que un doctor L (no lo identifica Altamirano) platica a un grupo de amigos, en una velada, pues por ser la noche muy fría y lluviosa, los invita a quedarse más tiempo en su casa, mientras los deleita con bebidas calientes y esa historia.

El doctor les describe a militares que conoció cuando él andaba entre las filas de los regimientos que combatían a los franceses. Uno de ellos, Enrique Flores, un modelo de militar, carismático, guapo, blanco, buen conversador, muy conocedor de todas las personas de la alta sociedad de la ciudad de México, refinado, de clase alta, quien había estado, incluso, en varias capitales europeas. Por lo mismo, las mujeres caían rendidas antes sus encantos. Y Flores, sabiendo lo que poseía, usaba sus cualidades para conquistarlas, usarlas y desecharlas.

El otro personaje, era Fernando Valle, todo lo contrario a Flores, callado, introvertido, moreno, antipático, hosco, sin suerte con las mujeres, que hasta el mismo doctor había despreciado alguna vez, pues le había reclamado, soezmente, que una medicina que le había dado para una fiebre, ocasionada por una herida, no le había funcionado. “Pues si no le hace a usted provecho, arrójela”, platicó el doctor que le había contestado, muy enojado. Muy probablemente, el físico descrito de Valle, haya sido el del propio Altamirano, quien por su ascendencia chontal (nació en Tixtla, Guerrero, entre tal comunidad), tenía rasgos indígenas, los que para mucha gente mestiza de la “alta sociedad” de entonces, eran sinónimo de gente mala o tramposa, que fue, por desgracia, el prejuicio dejado contra los “indios” durante toda la dominación colonial y los siglos que siguieron.

Sin embargo, Flores, era el único que podía entablar una conversación con Valle. El regimiento se dirigió a Guadalajara, antes de que las tropas francesas y las apátridas mexicanas, la tomaran. Allí, Valle tenía a una tía y a una prima, Isabel, la hija de tal tía. Flores, como siempre, buscando cuál sería su siguiente conquista, no disimuló sus ganas de conocer a la prima. Para su gran sorpresa, resultó ser una beldad, rubia, bella, bien formada, perfecta para él.

Cuando fueron para que la conociera Flores, la hallaron en compañía de Clemencia, una morena tapatía de negros ojos y cabello, de sensual belleza, que a Flores le pareció mejor partido que Isabel.

Los amigos convinieron en que Isabel sería para Valle, pues, finalmente, era su prima y Clemencia, para Flores.

Sin embargo, para su desasosiego, Flores notó, desde el principio, con qué ojos su prima miraba a Flores, al igual que Clemencia.

Así que cambiaron sus planes y Flores se enfocó en conquistar a la prima, en tanto que Valle, a Clemencia.

Como Clemencia era bastante orgullosa, vio como un insulto que Isabel se quedara con Flores, así que se dijo que iba a hacer todo lo posible para conquistarlo y que la amara.

Debo de notar que el lenguaje de la novela es muy florido y perfectamente adecuado para las circunstancias. Podría decirse que Altamirano lo adaptaba muy bien para cada historia que narraba. Por ejemplo, es algo distinto del que empleó en “El Zarco”, una historia sobre los bandidos que asolaban Morelos en los 1860’s, póstuma novela publicada en 1901, de la que hice también una reseña (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2019/04/la-historica-novelesca-violencia-en.html).

Así que Clemencia, se propuso darle celos a Flores, flirteando con Valle. Este joven tan introvertido se sintió tan feliz y maravillado por los lances de Clemencia que, en pocos días, quedó profundamente enamorado.

En tanto que Isabel, estaba muy feliz de haber, según ella, conquistado a Flores.

Sin embargo, pronto salió a relucir la verdad, cuando Valle descubre que entre Clemencia y Flores ya había una relación. Su brutal decepción volvió a hundirlo en su taciturna forma de ser.

Quiso batirse en duelo con Flores, pues éste le reclamó que cómo habría pensado que los lances de Clemencia habrían sido reales si él, Valle, era un estúpido don nadie.

Pero Flores, fue a denunciar con sus superiores el intento de duelo y éstos, lo sofocaron, reprendiendo a Valle, diciéndole que si quería mostrar su valor, debía de hacerlo frente a los franceses, no contra ellos mismos. Y lo encarcelaron, como precaución, por unos días.

Hasta ese  momento, el lector, realmente se la toma contra Valle, a quien hasta se considera que hará una muy mala acción, pues así lo ha mostrado Altamirano desde el inicio de la historia.

Llega el momento en que la tropa debe de moverse de Guadalajara, pues están por arribar las tropas francesas y las apátridas.

Fue cuando Isabel, se desengaña de Flores. Llorando, le platicó a Clemencia cómo se había presentado, para que se le entregara, como “muestra de mi amor por él”. Obviamente, no había consentido y aunque lo seguía amando, su decepción era profunda.

Clemencia, en su interior, celebró eso, pues significaba que tenía el camino libre con Flores, a quien idolatraba y consideraba muy recto, incapaz de hacer algo malo. Incluso, no lo culpó por haber tratado de deshonrar a la prima, pues, finalmente, así era él, pero a ella, estaba segura, sí la amaría de verdad.

El padre de Clemencia, un gran nacionalista, así como ella y toda la familia, prefirieron huir a Colima, en donde las tropas mexicanas estaban fuertes.

Cuando, una  noche, huían en el carruaje, seguido de carretones y mulas, en donde transportaban sus cosas, una rueda se rompió a causa de un tremendo agujero. El vehículo volcó, pero nada pasó a sus ocupantes, entre los que estaban Clemencia, sus padres, Isabel y la madre de ésta.

El padre de Clemencia, el señor R (tampoco le pone nombre Altamirano, quizá porque se haya tratado de un personaje real, como el doctor, que los inspiraron, pero para no ponerlos en evidencia), mandó a uno de los mozos a que buscara un  nuevo carruaje en uno de los pueblos por donde debían de pasar.

En su camino, el  mozo se encuentra con Valle, quien dirigía a uno de los regimientos.

Por la descripción que le hizo de las personas que requerían el carruaje, supo que se trataba de Clemencia y sus parientes.

Y es allí en donde la historia da un vuelco importante, pues accede a ayudarlos, sin rencores. Incluso, va al pueblo en cuestión, junto con el mozo, y consigue un carruaje, además de que paga por él. Como su caballo muere por agotamiento, le compra al mozo su propio caballo, dando dinero y un reloj de oro.

El mozo, muy contento, regresa con el carruaje, manejado por el conductor, a quien ya había pagado Valle y nada les pide a las necesitadas familias.

Clemencia y todos piensan que el alma caritativa es Flores y ansían verlo pronto, sobre todo, ella, que lo ama perdidamente. Isabel, se había percatado de la relación entre Clemencia y Flores, pero se resigna, pues “ella, es mejor que yo”. El padre de Clemencia, hasta reprendió al mozo, diciéndole que no debió de haber aceptado el dinero que, al que creía Flores, le había dado para comprárselo.

Mientras tanto, Flores, que odiaba a muerte a Valle, es informado de lo que había hecho éste. Incluso, recibe una nota de agradecimiento de Clemencia y sus padres y decide adjudicarse el noble acto.

Sin embargo, se descubre que Flores ya tenía tratos con los franceses, para pasarse a su bando.

Trata de inculpar a Valle, por la “sospechosa acción” de cuando se había ausentado de su tropa, para conseguir el carruaje. “Es un traidor”, escribe a sus superiores.

Sin embargo, cuando llaman a Valle, éste, comprueba lo que había hecho, de conseguir un carruaje a la familia de Clemencia. Sus superiores, verifican lo que les dijo y, en cambio, arrestan a Flores, acusado de traición a la patria.

Clemencia, Isabel y sus respectivas familias se enteran de que a Flores lo arrestaron y que sería ejecutado en pocos días.

Clemencia le pide a su padre que mueva todas sus influencias y hasta dé la mitad de su fortuna, con tal de salvarlo. Y se entera de que Flores está allí por las directas acusaciones de Valle y que seguramente las habría hecho como un desquite hacia el “bondadoso Flores”.

Su ira hacia el noble Valle, no tiene límites y va a verlo, para decirle cómo lo desprecia y que siente mucho haberle flirteado. “¡Usted es un hombre despreciable!”, dice la airada tapatía.

Valle se entristece y no quiere llevar en su consciencia la muerte de Flores. Va a verlo a la cárcel y le dice que se vista con sus ropas, para que salga de la prisión, y que todos piensen que es Valle.

No para el apátrida, hipócrita, traidor Flores en agradecimientos, que son parados en seco por Valle, quien, simplemente, lo urge a irse.

Así, con las ropas de Valle, llega Flores a la casa en donde están viviendo Clemencia y los suyos. Clemencia se maravilla de verlo y al preguntarle que cómo ha salido, le dice que Valle le había ayudado, que era un “gran hombre” y que sólo iba por ella, para llevársela de regreso a Guadalajara, en donde se uniría a las tropas francesas. Cuando Clemencia escuchó eso, no podía creerlo, que, en efecto, Flores fuera un traidor y un miserable apátrida, por el cual, ella lo había dado todo, hasta ese profundo amor.

A urgencias de Flores de que se fueran, Clemencia le dice que, en su vida, quería verlo de nuevo. Y ese cobarde, no muy afectado, se va.

Debido a que Valle había permitido la evasión de un traidor, sus superiores, como escarmiento, deciden fusilarlo a él.

Clemencia, habiéndose dado cuenta del craso error de haber mal juzgado a Valle y de que era el que realmente les había ayudado con el carruaje, intenta detener la ejecución. Pero, muy tarde, pues, cuando llega con su padre, su madre, Isabel y la madre de ésta, escucharon las detonaciones de los fusiles, que acabaron con la vida de Valle.

Clemencia, casi enloquece y reconoce que, realmente, era a Valle a quien quería o, más  bien, había comenzado a querer. Como le había dicho alguna vez a Isabel, “quizá al hombre que realmente quiera, tendría que ser ejecutado”.

Se refiere la historia de porqué Valle había sido tan introvertido, por la razón de que, por su pacifismo, su padre, opulento industrial, nunca lo había aceptado. Pero cuando reciben la misiva de que lo habían matado, el padre, desmaya por la tristeza.

Quizá, en el fondo, nunca había dejado de querer a su hijo. Por eso, siempre debemos de demostrar el afecto (o el odio, si fuera el caso) en vida de a quien vayan dirigidos esos sentimientos.

Y Clemencia, quien pidió a su padre que cortara un mechón del cabello del cadáver de Valle, terminó haciendo un relicario con él, conservándolo como una muy valiosa posesión. “Espero que él me habrá perdonado desde el cielo”, le dijo al doctor, refiriéndose a Valle. Se había convertido en hermana de la caridad en la Casa Central. Luego, irónicamente, había partido a Francia, quizá para congraciarse con el enemigo.

Así que, como moraleja de la historia, es que no debemos de juzgar por la apariencia a alguien.

Puede ser más sincero, amoroso y sensible un moreno que un güerito.

Contacto: studillac@hotmail.com