domingo, 28 de diciembre de 2008

Sorteando la crisis

Sorteando la crisis

Por Adán Salgado Andrade


Tiempos difíciles estos que transcurren. Una vez más, el decadente capitalismo salvaje ha puesto en grave peligro las estructuras económicas que rigen este mundo tan materializado. Los bancos están todos quebrados porque quisieron ganar mucho más dinero del que era realmente posible. Las corporaciones, como las automotrices estadounidenses, igualmente están quebradas, tanto porque quisieron sobreproducir para ganar más, como porque debían de pagarles a los banqueros el capital que les pidieron justamente para aumentar ilógicamente la producción (finalmente no se puede exigir a la sociedad, por muy de consumo que sea, que compre todo lo que los fabricantes produzcan). Los grandes comerciantes (como Wal-mart, por ejemplo), también están siendo afectados debido que ya no venden igual que de costumbre (ver mi artículo por Internet: “El convenenciero capitalismo salvaje)… y por si todo eso fuera poco, incluso los gobiernos, gastándose el dinero del pueblo, están yéndose a la quiebra con tal de “rescatar” a los salvajes, explotadores, inmaduros capitalistas, para que sigan haciendo sus buenos negocios. Nunca, como ahora, es tan válida la afirmación marxista de que el Estado es un simple garante y defensor de los intereses de la clase capitalista, por sobre todos los demás.
Y evidentemente, quien resultará más afectada (y de hecho ya lo está siendo), es la clase trabajadora, a quien el gobierno de ninguna manera está auxiliando, como hace con los corruptos barones del dinero, sino que, al contrario, está presionando aún más a obreros, campesinos, empleados, comerciantes en pequeño… con alzas de alimentos, de servicios, de combustibles, de transportes, de impuestos, despidos… todo ello a la par de mantener deprimidos constantemente los salarios de todos, con tal de que el dinero extra que se obtenga de alzas y de sueldos de hambres, vaya directamente a las arcas de aquellos barones del dinero para que, ellos sí, resuelvan sus problemas y salgan avante.
¿Y cómo se trata de sortear la recesión económica, que ya es mundial, en estos días aquí en México? Bueno, pues los que siguen son algunos ejemplos.

El restaurantero.
No, en realidad no llega a restaurante. “La casita del chef” no es más que una pequeña fonda en donde su propietario, Juan, un hombre fornido, moreno, de unos 45 años, sirve almuerzos, comidas corridas, tortas, quesadillas… que él mismo cocina. El local está digamos que aceptable, cuenta con seis mesas y aunque Juan no se pule en la limpieza, por lo menos no se ven cucarachas o hay malos olores. El sazón es bueno, “lo mejor del rumbo”, debido a que Juan lleva ya muchos años cocinando. “Mira, pues ya tengo casi doce años en el negocio”. Platica que antes estaba en otro local, pero que le subieron demasiado la renta y por eso se cambió al sitio en donde actualmente conversamos. Aunque está al borde de una muy transitada avenida, Juan platica que no hay muchos clientes, sobre todo porque aun cuando hay algunos negocios cercanos, por los sueldos tan bajos que prevalecen, no mucha gente puede darse la libertad de pagar los 30 pesos, moderado precio, que cuesta la comida corrida que ofrece Juan, consistente en sopa, arroz, guisado, frijoles y postre. Y ya si el comensal desea huevo o plátano en el arroz, son otros cinco pesos, digamos que un “lujo” que pocos podrían darse. “En serio que muchos traen lo exacto, treinta pesos, y ni propina dejan”, comenta, refiriéndose a que las propinas son el salario extra de su único empleado, Roberto, un hombre de unos 35 años, a quien le paga cien pesos por día. “Lo necesito mucho, de verdad, porque no puedo hacer yo todo solo… cuando he estado solo, hasta se me van los clientes porque tardo en servirles. Pero no le puedo pagar más, en serio… muchos piensan que porque luego están las mesas llenas, no siempre, gano mucho dinero, pero no saben cuántos gastos debo de hacer… nada más de lo que necesito para preparar la comida, fácil me estoy gastando de 300 a 400 pesos diarios… así que échale”, declara, también en tono de queja. Dice que cuando bien le va, vende de 40 a 45 comidas, además de tortas o quesadillas que durante el día le va pidiendo la gente, sobre todo aquélla que no puede pagar una comida corrida y debe de contentarse con una quesadilla de diez pesos o una torta de jamón o de huevo de quince pesos… pues aunque parezca difícil de creer, hay personas cuyos magros ingresos les permiten acceder sólo a esas alternativas o, de plano, a llevar de sus hogares sus alimentos. “Más o menos vengo sacando 1200, 1400 pesos por día… pero de allí, como te digo, pago lo que necesito, que la carne, las verduras, el pollo… le pago al mesero, pago la renta, la luz, el gas… fíjate, de puro gas, me gasto un tanque de 20 kilos a la semana, son 210 pesos. Pero cuando hace frío, nada más me dura cinco días, imagínate. Y el agua de garrafón con la que preparo el agua de sabor… de esa me gasto dos garrafones por día, 44 pesos, De luz pago 300 pesos por bimestre… en serio que no está fácil la cosa”. Por el local paga 3200 pesos mensuales y ya está también advertido por el dueño que le subirá 200 pesos el año entrante. Así que, estima Juan, le quedan unos 500, 600 pesos libres por día y de eso todavía debe de pagar impuestos (230 pesos, como “cuota fija”, pues se le considera pequeño contribuyente), además de los 300 pesos que le cobra el contador por hacerle la declaración mensual. “¡Pero es un abuso eso… ahorita ya hasta voy atrasado, a ver si no me cobran multa, pero es que el gobierno no ve todo lo que te debes de fregar para medio irla llevando!”, reclama. Lo que le sobra es el dinero que requiere para mantener a su familia actual: su segunda esposa y los cuatro hijos que tiene con ella, el mayor, un niño de diez años y la menor, una nena de apenas dos años de edad. “Los hijos de mi primera esposa, pues ya están grandes, tienen 26 y 24 años, así que ya ni me preocupo de ellos, pero a veces les doy algo de dinero, sobre todo en su cumpleaños. Pero con mis hijos de mi segunda esposa, me las veo negras, imagínate, todos chicos, apenas voy empezando, como quien dice”. Su esposa es ama de casa y tienen la suerte de vivir en la casa de los padres de ella. “Sí, mis suegros nos dejaron hacernos un departamentito arriba de su casa… es lo bueno, que no pago renta… no, si tuviera que pagar dos rentas, la verdad que no la haría… de veras que está bien difícil. Luego me dice mi empleado que le suba el sueldo, pero le digo que no la muele, que no le puedo dar más, que vea cuánto me gasto”. Dice que un día le dijo a Roberto que si quería fuera a ver si se conseguía un trabajo mejor. El hombre fue a Wal-mart (esas cadenas de tiendas norteamericanas, famosas por los sueldos de hambre y la sobreexplotación a la que someten a sus empleados) y le dijeron que sí había trabajo como acomodador de mercancía, con un salario de 500 pesos semanales, o sea, ni 72 pesos diarios, menos de los cien pesos que le da Juan, además de que por propinas, Roberto se gana otros 50, 60 pesos diarios. Ante eso, mejor decidió seguir con Juan. “Yo por eso, cuando Roberto se va a entregar comidas, le digo a la gente que le dé su propinita, porque luego le dan exacto y pues no se vale, porque él tiene que irse hasta donde están a dejarles la comida y luego ir por los trastes… pero eso la gente no lo ve”. Sí, y si de esas propinas Roberto saca casi la mitad aparte de los cien pesos que Juan le da, se comprende por qué son tan importantes las propinas para él. “A mi esposa le doy mil pesos a la semana para su gasto y échale todos los gastos de los niños, que la escuela, que la ropa, que los pañales de la nena, que se me enferman… apenas si la libro con lo que gano aquí. Antes de verdad que hasta buena vida me daba, me iba de vacaciones seguido, iba a comer a buenos restaurantes, iba a bares… ahora no, llego a mi casa y me la paso viendo la televisión”. Dice que procura comprar todas las verduras que necesita en un tianguis cercano a su casa, la que está ubicada en ciudad Netzahualcoyotl, uno de los municipios mexiquenses más densamente poblados, con un marcado índice de pobreza, altos niveles de delincuencia y creciente conflictividad social, conurbado ya con la ciudad de México. “Me gasto como 400 pesos para toda la semana”, agrega. El pollo y la carne los compra en establecimientos en que, por conocido, le dan precios un poco más bajos.
Explica Juan que la mayor parte de sus comensales son fijos, así que por lo menos tiene aseguradas ventas mínimas con ellos. “Mira, pues casi todos mis clientes son fijos, vienen todos los días… de repente uno que otro diferente llega… y pues debes de cuidarlos. No les puedo subir mucho la comida, por ejemplo, porque si lo hago, protestan y ya no vienen… hace poco daba la comida a 29 pesos… y le subí un peso, ya la doy a treinta, pero hubieras visto que luego luego me reclamaron, que por qué, que a ellos no les suben el sueldo… como te digo, no se ponen a ver que todo está subiendo… el arroz ya me sale en trece, catorce pesos el kilo, y me llevo dos kilos y medio, tres… la carne, la verdura… las tortillas, ya ves cuánto ha subido el kilo”, se queja. Aclara que antes, hace doce años que comenzó, se gastaba para toda la semana 1000 pesos de alimentos y que le iba muy bien. “No, si entonces, sí me vendía cien o más comidas al día… a las tres de la tarde, en serio, ya no tenía nada… ahora, son las seis, las siete, y todavía puedes encontrar comida o tortas”. Cuenta que antes de dedicarse a lo de las comidas era mesero. “Sí, hasta de mesero antes te iba muy bien. Yo trabajaba en un local que estaba en la calle de Ayuntamiento y Bucareli, que era un restaurante en donde tocaban grupos cubanos o tropicales. Le decían ‘papá Jesús’. Y en ese entonces, te estoy hablando de hace 14, 15 años, me ganaba hasta 250 pesos diarios, entre sueldo y propinas… ¡no… ése sí que era mucho dinero, en serio!”. A pesar de todo, Juan se ve contento. “Me gusta mucho cocinar y más cuando la gente te dice que está buena la comida… pues más gusto te da”. Cuestionado sobre si considera que seguirá en ese negocio mucho tiempo, contesta que eso depende del dueño del local, pues “estás al capricho del dueño… a lo mejor un día ya te pide el local porque piensa que te va muy bien y él quiere poner también una fonda… o de plano te sube mucho la renta y ya no puedes pagarla… aquí ya llevo dos años y pues hasta ahorita no he tenido problemas… a ver si no pasa otra cosa, porque mientras el local no sea tuyo, no estás seguro”, concluye. Le agradezco la entrevista y la sabrosa comida que ingerí. Sí, pienso, es el problema de estar a merced de la caprichosa naturaleza humana.

El mecánico
Como muchos otros, Martín es el típico mecánico de banqueta, de aquéllos cuyo “taller” es un local al borde de la carpeta pedestre. Ubicado sobre la conflictiva avenida Ignacio Zaragoza, ahora se le complica más a Martín, de mediana estatura, de unos 36 años, ejercer su oficio debido a que el al “diligente” gobierno de la ciudad de México se le ocurrió, casi a finales de año, cuando la actividad popular y comercial suele incrementarse, arreglar las banquetas, así que el lugar parece una verdadera zona de guerra, toda bombardeada y hecha pedazos de concreto diseminados aquí y allá, revueltos con tierra y arena sueltas y raíces de los pobres árboles que allí existen (muchos de los cuales seguramente morirán al ser expuestas tales raíces)… ¡un verdadero caos vial y peatonal! El gesto de Martín es de enojo cuando le pregunto cómo le afectan esas inseguras y mal planeadas obras. “¡No, pues fíjate que les tuve que decir a esos cuates que me quitaran todo el cascajo de enfrente, que porque si no, no iba a poder trabajar!”, cuenta que protestó, y con toda razón, pues unos mal encarados tipos que se dicen trabajar para “servicios públicos” – una obscura denominación de la burocracia citadina, cuya finalidad es, supuestamente, coordinar y/o prohibir todas aquellas actividades que tengan lugar en la así llamada vía pública –, pasan por su “mordida” semanal, cien pesos, para “permitirle” a Martín trabajar en la calle – lo que, por reglamento, está prohibido – y que no tenga “problemas” con la autoridad. “¡Les dije que yo les pagaba a esos cuates para que me dejen chambear y que así no iba a poder trabajar ni a pagarles!”, exigió. Y ya fue que los albañiles le despejaron algo el lugar. Al otro día, un trascabo fue a recoger el cascajo y libró el frente del “taller”, pero las banquetas siguen sin hacerse y todo es un polvaredón que le sigue dificultando sus tareas a Martín (por cierto que en una muestra de mal planeadora, negligente prepotencia de la perredista delegación Venustiano Carranza, en donde había banquetas, aún en buen estado, actualmente sólo hay montones de tierra suelta – que están ocasionando enfermedades respiratorias –, cascajo y peligrosas zanjas, las que ya han provocado un sinfín de accidentes, como el de una chica que cayó en una y se rompió un brazo. La compañía constructora dice que las autoridades de la delegación salieron de vacaciones y no le pagaron, así que no tiene presupuesto para seguir con la obra, ni para pagar a sus trabajadores. Todo porque en sus prisas por gastarse el presupuesto del 2008 dichas autoridades autorizaron, irresponsablemente, obras que no están ni a medias y que constituyen un serio riesgo de salud y seguridad peatonal y vial). Un improvisado atril metálico muestra botes vacíos de lubricantes, así como un letrero de “Mecánico: ajuste de frenos $20 pesos”. “Antes, cobraba 10 pesos, pero todo está subiendo, en serio, ya no me salía. Yo empecé haciendo cambios de aceite, pero le ganas muy poco, dos, tres pesos por litro… o cuatro, al que más le ganas, no es negocio, pero debo de tenerlo, para que atraigas a los clientes, si no, ni se paran”. Por ello mismo, en los cinco años que lleva allí, ha diversificado sus actividades. Cambia el “clutch”, juntas, repara cajas, cambia balatas y tambores de frenos, revisa suspensión… todo cuanto pueda hacer entre las nueve de la mañana, que abre, y las ocho de la noche, que se supone que cierra. “Aunque a veces me dan aquí las once, doce de la noche, arreglando un carro”. Y es así porque no tiene dónde guardar los autos que repara. “No los puedo dejar en la calle, no, cómo crees, no se podría, se los robarían o no sé”. Y sólo si es una reparación que lleve días, Martín queda de acuerdo con el dueño en desarmar el auto frente a su taller y guardarlo en la casa de aquél. Dice que ahora que está tan mal la cosa, a veces 60, 70 pesos obtiene en todo el día. “Mira, gracias a Dios, nunca me voy sin nada, pero por lo menos, para que me salga, me debo de sacar unos 300 o 400 pesos por día… y luego pasan varios días en que nada más me voy con 70, 100 pesos… aunque luego ya me repongo y tengo un día bueno, cuando cambio clutchs o frenos, y ya me quedan 1000 pesos… y ya con eso, pues compenso los días flojos”. Pero no es fácil su trabajo, pues además de lidiar con la grasa y la suciedad de los motores y las piezas mecánicas, Martín también debe de vérselas con sus clientes, la mayoría de los cuales son taxistas, peseros o microbuseros. “En serio que esos cuates son redifíciles, casi quieren regaladas las reparaciones y luego ni te pagan”. Platica que muchos, a pesar de haber convenido el costo de la reparación desde el principio, al final, le salen con que sólo tienen tanto y que no le pueden pagar todo o, de plano, que no tienen dinero. “¿Y qué haces?”, pregunto, perplejo. “Ah… pues les busco a ver qué traen, que herramientas, que celulares, que gatos, que relojes… y me quedo con eso y no se los devuelvo hasta que me paguen… ¿¡pero me creerás que la mayoría me dejan aquí sus chácharas… se hacen güeyes y no vuelven a pasar!?… y a’i me tienes, vendiendo todas esas mugres”. Increíble, razono, que, por lo que me cuenta, esas personas prefieran dejar por deudas de 50, 100 pesos, objetos que valen tres, cuatro veces más. Me pregunto si será a causa de la crisis económica o de una creciente indolencia social que se está provocando entre la gente una especie de apática indiferencia que, incluso, los hace desinteresarse hasta en los objetos materiales de los que se valen para sus labores. “Por ejemplo, un cuate de un microbús, una vez vino para que le cambiara la banda. Le dije que le iba a cobrar 50 pesos y aceptó. Y ya luego llegó y el muy cínico, a la hora de pagar, me dijo que se había echado una torta y un refresco y que ya no tenía dinero… ¿¡cómo ves!?... y que como no tenía nada, que me cobro a lo chino y que le quito un espejo… y nunca regresó… mejor vendí esa madre en cien pesos. Otro día, a otro tipo de un microbús, le cambié un balero… a mí ya me daba flojera, pues era sábado, bien tarde, y lloviendo, pero como me insistió tanto, le dije que le iba a cobrar 500 pesos, a ver si se iba. Pero me dijo que sí y se fue a comprar el balero. Luego, me dejó arreglando el camión. Y ya al rato que regresa, cuando había terminado, y que me dice que ni me había tardado, que había estado refácil… y al cobrarle, que me dice que nada más tenía 200 pesos. No, pues que me encabrono, y que me dice que no tenía nada, que le buscara, pero que le busco y que le encuentro su caja de herramientas y su gato y que me los quedo. Y ya me dijo que le había cobrado muy caro y la manga, pero yo le contesté que habíamos quedado en ese precio, que para qué había aceptado. Y no, que lo iba a dejar sin herramientas, que qué tal si se le descomponía el camión… pero no le regresé nada. Le dije que no había problema, que lo esperaba al otro día con los 300 pesos que me había quedado a deber… ¿¡y me creerás que tampoco volvió a pasar ese cabrón!? ¡En serio que sus herramientas y su gato valían como mil pesos, pero se hizo güey y nada, no volvió a pasar!”. Como dije arriba, crisis, indolencia o una combinación de ambas, quizá provoquen ese tipo de comportamiento tan dejado, tan “me vale madres perder las herramientas”. Pero también, el que se rehúsen a pagarle a Martín por sus servicios, me hace reflexionar que tal vez dicha combinación – crisis e indolencia, agregando, además, un pernicioso materialismo y un deplorable individualismo de “sálvese quien pueda”, el cual nos está deshumanizando cada día más y más – esté generando una inconciente prepotencia social, la que lleva a ese tipo de comportamientos, con tal de violar las normas legales o sociales establecidas. Si, la intención “me voy a fregar a este cuate y no le voy a pagar”, sería algo como el equivalente a pasarse un alto, insultar a un policía, tirar basura en la vía pública, no dar el cambio completo, no despachar los kilogramos correctos de producto, robar en el trabajo… así. La crisis, pues, está acentuando más profundamente el coraje y las frustraciones sociales que harán reclamar a casi todos “¡tanto que me friego, no me he hecho rico y ni comer y ni vivir bien puedo!”. Y por ello, la primera oportunidad que haya para desquitarse, será aprovechada. Esta deleznable conducta, por supuesto, se dará menos entre la gente cuyos esenciales valores humanos son la solidaridad, la compasión, la sensibilidad ante el dolor ajeno… en fin, todos aquellos valores que nada tienen que ver con el creciente materialismo e individualismo. Pero esta clase de personas cada vez es menor. En general, lo que prevalecen son los egoísmos fútiles y la ley de la selva de “sálvese quien pueda”.
Martín me sigue platicando sus problemas. Dice que por el local paga $3000 pesos mensuales, que por la luz, absurdo, paga $1500 pesos bimestrales, “¡oye, pero esos cuates de la luz se pasan, porque yo nada más tengo dos lámparas y ya, ni tele, ni nada, dicen que porque como es comercial, por eso pago todo eso!”. Seguramente si su contrato fuera doméstico, no pagaría más de 150 pesos cada dos meses. Pero así son las consideraciones de los agobiantes pagos por servicios, injustos muchos de ellos, que imperan en esta ciudad. “El agua la paga el dueño”, dice, aclarando que aquél desembolsa 900 pesos, también bimestrales, “pero es mucho, fíjate, yo nada más me lavo las manos y lo del excusado, ni me baño aquí, ni nada… es un robo también eso”. Sí, porque el agua la considera también el burocratismo citadino “comercial”, “agua para lucro”, y por eso igualmente se paga muy cara. Por lo que nos dice, si Martín pagara sólo por el agua que realmente gasta, no montaría la cuenta a más de 100 pesos cada dos meses. Además, el dueño también debe de pagar otros 200 pesos mensuales por el “uso de la bomba del agua”, ya que como el local es parte de un conjunto de condominios, la administradora así lo ha establecido. “Yo también le he reclamado a esa señora que yo casi ni uso el agua, que por qué cobra tanto, pero dice que ni modo, que por el régimen de condominios así debe de ser… imagínate, a todos los inquilinos les cobra eso…¡cuánto dinero se ha de sacar al mes!”. Y si ya tantos gastos resultan onerosos, todavía debe de pagar Martín impuestos. Para no tener tantas complicaciones, está en el régimen de “pequeño contribuyente”, cuya única ventaja es que se le aplica una cuota fija de 230 pesos mensuales. “Pero yo no puedo dar factura si me la piden”, aclara, así que algunos clientes, incapaz de darles Martín una comprobación de los gastos hechos por reparaciones, no pueden aceptar su trabajo. “Aunque, como te digo, casi todos mis clientes son taxistas o peseros, que tampoco necesitan facturas”. Dice que de todos modos es un problema lo del pago de impuestos, pues los contadores abusan por su labor contable, cobrándole ¡350 pesos por la declaración mensual! Eso es más de lo que Martín paga por la cuota fija. “No, si ya mejor voy a ir a un curso al SAT (el organismo tributario encargado de cobrar los impuestos) para aprender a hacer eso y quitarme de ese gasto, es mucho”. Y apenas si sale con los gastos. “Mira, ahorita, libres de todos los gastos, me quedan como 700 pesos a la semana… ¿a ver, dime, qué se puede hacer con eso?, nada, en serio”, exclama, molesto. Tiene la ventaja de que vive en la casa de sus padres, con su mujer y sus dos hijos, uno de 9 y otro de 13 años, así que no paga renta. Tampoco paga empleados, pues su mujer, además de abnegada ama de casa y madre, es diligente “chalana de mecánico”. “No, vieras cómo me ayuda mi mujer, que saca el aceite, que desarma una pieza, que me va a comprar refacciones…”, dice Martín. Aunado a todos sus problemas, tiene ahora la carga de que el dueño del local le quiere aumentar 400 pesos para el año entrante. “¡No, si ya le dije que eso no, que ni crea que la chamba es fácil… cree que porque a veces me ve aquí con dos, tres carros, me hincho de dinero, pero no, no ve lo de los impuestos, lo de la luz, lo de las mordidas, lo de que no me quieren pagar… no, en serio que está cabrón… y ya ves que dicen que para el año que entra va a estar peor!”, exclama Martín, entre molesto y resignado. “¿Y no piensas cambiar de giro?”, pregunto. “Pues no… porque eso de irte a trabajar a una fábrica a que te paguen 70, 80 pesos diarios… no sale, la verdad… no la haría”. Aclara que estudió la carrera de economía en la UNAM, pero que no terminó porque se casó y tuvo que enfrentar los gastos de su mujer, embarazada ya. “No… yo voy a seguir aquí de mecánico… es lo que sé hacer, es lo que me gusta y… pues así me gano la vida… ¿me entiendes?”

El talachero
Pedro acaba de cambiarse de local, pues en el anterior le habían subido la renta demasiado. En el que ahora trabaja paga 1800 pesos. Su ventaja es que está muy cerca de su anterior ubicación, así que sus clientes y quienes soliciten de sus servicios de reparación de llantas, no tienen problema para dar con él. Su negocio no tiene nombre. Sólo un tripié metálico que indica “Talachas” es suficiente para que los conductores con problemas en sus neumáticos se orillen y “accedan” a su taller, igualmente situado en la calle, como el del mecánico que arriba refiero. “Por revisar la llanta cobro diez pesos y ya si hay que parcharla, pues son treinta pesos, llanta chica, o sesenta pesos, llanta de camión”. Su trabajo es pesado, pues, por ejemplo, para que se gane diez pesos, Pedro debe de aflojar los birlos, subir el auto con el gato, sacar la llanta y revisarla sumergiéndola en un depósito de agua, en donde si hay alguna fuga, es denunciada por el burbujeo que el aire escapándose producirá entre el líquido. Es más duro el trabajo cuando se trata de camiones, pues las llantas son más pesadas y más difíciles de maniobrar. Por las mañanas le ayuda su padre, un hombre de unos 70 años, quien a pesar de su avanzada edad, debe de seguir trabajando allí, porque comenta que, como trabaja por su cuenta, cuando ya no pueda hacerlo, pues no podrá mantenerse. “¿Y sus hijos, no lo ayudan?”, pregunto. “Ay, señor… pus ellos tienen sus familias, sus hijos… ni modo que a estas alturas también me estén manteniendo”, contesta, resignado. No me parece apropiada su respuesta, pues de vivir en un sistema social justo, así como los padres nunca dejan de ver por sus hijos, éstos deberían de ver siempre por el bienestar de sus progenitores, sobre todo cuando éstos pasan a la tercera edad y son incapaces, muchas veces, de mantenerse por sí mismos. Pero más bien parece que nos conducimos por la ley de la jungla, según la cual los miembros más viejos y débiles de una especie simplemente son abandonados para que mueran. ¡Vaya mundo en el que coexistimos! Pedro sólo sonríe ante el comentario de su padre. “Yo le digo a mi papá que ya no trabaje, que frijoles no le han de faltar… pero él quiere seguir aquí, chambiando”. Dice que paga 600 pesos de luz cada dos meses, además del material que debe de comprar para hacer sus reparaciones, como pegamento, parches, cámaras. Y, como todos, igualmente debe de pagar impuestos cada mes. También está en el régimen de pequeño contribuyente, pagando 230 pesos mensuales, más el contador, el que le cobra 300 pesos. “¡Pinche gobierno, no se pone a pensar todos los gastos que tenemos… y el contador aparte, pero es que la neta soy muy malo para los números, por eso tengo que pagarlo también, pero es otro gasto. Dice que procura llevar siempre su comida, pues no le saldría comer diario por allí, pues mínimo se gastaría 40, 50 pesos por día. “Y ahorita está reflojo esto, en serio, luego me caen 60, 70 pesos nada más. Y ya en días buenos, que una talacha pa’ un camión o dos, ya me gano 200, 250 pesos… pero eso es raro”. Dice que seguirá en eso de la reparación de llantas hasta que pueda. “No, es que irse a trabajar de otra cosa, pues no… yo ya me acostumbré a que llego cuando quiero, nadie me manda… y pus es lo que sé hacer… pero en serio que está reduro… ¡y dicen que se va a poner peor!”

El aguador
Ignacio tiene 75 años de edad, pero a pesar de eso, el hombre está delgado, muy fuerte, correoso y con la suficiente constitución física como para seguir cargando los pesados garrafones de agua y llevarlos a donde la gente le indique. Su arrugado, muy quemado rostro, denota toda una vida de trabajo y penurias que un empleo que apenas si le permite sobrevivir, sobre todo ahora, le ha provocado. Se gana siete pesos por garrafón, cantidad no sencilla de obtener, pues debe de acudir al depósito por los envases, algunos plásticos, otros, de vidrio, cargarlos en una especie de diablito adaptado con seis celdas para seis garrafones, ir pregonando calle por calle “¡Aguaaaa!” y quizá subir muchas escaleras cuando los hogares que le piden su líquida mercancía están en pisos superiores. Platica que es de Ixmiquilpan, Hidalgo, que por allá tiene unas “tierritas” que ya ni siembra porque no costea ya hacerlo. “No, pus le mete usted más de lo que le gana a la sembrada”, afirma. Dice que desde los treinta años se ha dedicado a vender garrafones de agua purificada, que antes le compraban 80, 100 garrafones por día, especialmente en los meses calurosos. Pero ahora, con tanta competencia (hay muchas marcas de agua purificada), menos gente que consume agua de garrafón (pues prefiere hervir agua de la llave) y el precio del agua purificada muy alto, sus ventas han disminuido bastante. “Y pus hora, con los fríos, menos vendo… ocho, nueve garrafones diarios… y ya, en sábados o domingos, pus me vendo 15, veinte garrafones… a’i, nomás, pa’ irla pasando”, comenta. Así que su salario está en el rango de los 55 y 65 pesos por día o 130, cuando bien le va. A pesar de la precariedad de su labor, Ignacio se ve contento y platica acomedidamente sobre lo que hace. Dice que vive en Azcapotzalco, en una modesta vivienda que rentaba y que logró comprar hace como treinta años, con sus ahorros de aquellos días, cuando le iba bien y vendía muchos garrafones. “No, pus bien baratita la compré… como 3000 pesos en ese entonces pagué por ella”. La zona donde vive es popular, a las afueras de la ciudad (cuando compró su casa, la zona todavía era más pobre, sin servicios, calles sin pavimentar, por eso fue que le dejaron tan barata la casa). Dice que gracias a López Obrador, fue que pudo regularizar su propiedad y sacar sus escrituras. Y también por su avanzada edad, fue que aquél le concedió una pensión monetaria. “¡Uuuyy… pero de todos modos ni le alcanza a uno… ni pa’ comer bien alcanza!”, exclama, aclarando que vive sólo con su mujer, con la que tuvo cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres. “Pero ya todos están grandes… ya ellos se mantienen solos”, dice, en justificativo tono. Como no es un trabajo realmente formal, no tiene un sueldo fijo, pues sólo recibe comisión por los garrafones que venda (si no vende o no trabaja, no percibe salario). Tampoco tiene derecho a pensión, ni al seguro social, ni a servicios médicos públicos, ni a ningún tipo de prestación laboral, a pesar de su avanzada edad… su única ventaja es que no paga impuestos (sería demasiado que lo hiciera, considero). “Y pus a’i le seguimos… a ver hasta cuándo Dios quiere”. Sí, valga esa religiosa encomienda para que Ignacio todavía pueda vivir trabajando muchos años, pienso.

La locataria
Sara tiene 32 años, estudió la carrera de matemáticas en la UNAM, la que terminó hace ocho años, pero aún no ha podido titularse. “Es que desde que salí de la escuela, me puse a trabajar y la verdad no he tenido tiempo de hacer mi tesis”, se justifica. Estuvo trabajando en la Universidad Pedagógica, en el departamento de informática por algunos años, hasta que llegaron nuevas autoridades y removieron a todo el personal. Luego se dedicó a dar algunas clases de matemáticas en la facultad de ciencias exactas de la UNAM, pero tuvo algunos problemas con su jefe inmediato, así que también dejó eso. Hace unos meses logró conseguir trabajo en una empresa que supuestamente se dedica a la localización espacial y ubicación de barcos, para que puedan ser hallados en caso de naufragio o secuestro. Allí estuvo cuatro meses. Le encomendaron que desarrollara un programa para facilitar la ubicación que realizan los aparatos que la empresa usa, pero cuando lo terminó, le dijeron que ya no tenían trabajo. La liquidaron, dándole un mes de salario y su parte correspondiente de aguinaldo, todo lo cual montó alrededor de diez mil pesos, que se le fueron en un santiamén. “Te acostumbras a gastarte el sueldo casi luego luego”, dice. Y desde entonces, no ha podido conseguirse otro empleo. Pero para su, digamos, fortuna, tiene una forma alternativa de percibir modestos ingresos. La casa en donde vive, que comparte sólo con su madre, ubicada por el rumbo de Ecatepec (popular zona al nororiente de la ciudad de México), es de dos plantas. En la baja, hay tres locales que Sara renta desde hace años. “Sí, desde que mi papá construyó la casa, pensó en hacer locales para renta, y la verdad que sí te ayudan”, comenta. Son tres. Uno lo tiene rentado a unos tapiceros, otro es una tienda y uno más es de reparación de llantas. Por los dos primeros cobra 2500 pesos por cada uno y dos mil por el tercero, así que percibe 7000 pesos al mes. “Pero, fíjate, de eso yo debo de pagar agua, gastos de mi casa, la comida para mi madre y yo… y ahorita que no tengo empleo, ese es mi único ingreso, y la verdad que no me alcanza, ya estoy bien endrogada de tanto que he pedido prestado a mis amigos”. Por si fueran pocos sus problemas, Sara debe de pagar impuestos, pues tiene debidamente registrados los locales ante la Secretaría de Hacienda. “Es que si no lo haces así, además de que te pueden caer los inspectores por estar rentando de ilegal, y puedes hasta pagar más por mordidas, es mucho más difícil que saques a tus inquilinos cuando ya no te puedan pagar la renta o cuando ya no los quieras por problemas. Así, yo les hago un contrato anual y no hay forma de que hagan antigüedad o se quieran pasar de listos”. Sin embargo, el estar legalizada tiene sus fuertes complicaciones. Una de ellas es que Sara está considerada en Hacienda en el régimen de “empresaria”. “¡Imagínate, ya hasta me creo Carlos Slim!”, bromea, aclarando que casi está al nivel del hombre más rico de México. Por lo mismo, su contabilidad es sumamente complicada, la que, para su fortuna, aprendió desde hace algunos años a llevar por su cuenta. Pero si se atrasa, de inmediato la multan con 1500 pesos, más lo que de todos modos deba de pagar por los impuestos. “¡No podría pagar los 600 pesos que me cobraría un contador abusivo, no, por eso, aunque me lleva mucho tiempo, prefiero hacer yo sola mi contabilidad!”, exclama. Además, ahora que se incorporó un nuevo, más oneroso impuesto (el famoso IETU, con el que los mal administradores panistas han pretendido lograr una “equidad” impositiva, pero que lo único que ha provocado es mayores trámites burocráticos y una injustificada elevación de impuestos sobre todo para los sectores más bajos de la población. Muchos de los pequeños y medianos contribuyentes, como Sara, han buscado ampararse ante tan injusto, complicado, castigador impuesto), Sara dice que debe de pagar más. “Mira, yo antes, por año, cuando hacía mi declaración, debía de pagar unos cinco mil pesos, cuando mucho, aparte de lo que pago por mes, que era lo del impuesto sobre la renta. Ahora son entre quince y veinte mil pesos lo que voy a tener que pagar y aparte lo que pagues por mes, porque ahora ya es el impuesto sobre la renta, más el IETU, ¡pero ganando lo mismo, porque mis rentas no he podido subirlas porque se me van los inquilinos! Esas son fregaderas del gobierno”, protesta, muy molesta. Y como están las cosas, dice que no ve por dónde pueda hallar una alternativa económica. Para su desgracia, se le acaban de ir los tapiceros, así que es una renta menos. Y lo que hizo, como el local era muy grande, fue dividirlo en dos, para que así sean cuatro los locales que alquile y pueda ganarse otros 2500, 3000 pesos con la renta extra. “¡Uy, pero me está saliendo muy caro, de verdad, ya me endrogué por aquí y por allá… llevo gastados como 15,000 pesos y no acabo, porque construí una pared y un baño nuevo y remocé los dos locales, los dejé bonitos, para que le gusten a la gente y los rente… ni modo, es un riesgo que estoy corriendo, pero, dime, ¿¡qué otra cosa voy a hacer si no encuentro trabajo!?”. Sí, es cierto lo que dice. Es muy triste que una mujer con preparación, así como ella – y muchos otros, en consecuencia –, tenga un futuro laboral y económico tan incierto.

El ingeniero
José egresó hace más de quince años de la UNAM, de la carrera de ingeniería civil. Sus compromisos laborales de ese entonces, le impidieron titularse, aunque afirma que nunca se ocupó de hacerlo porque siempre tuvo muy buenos empleos, a pesar de no contar con el título. “En realidad no te hace mucha falta, sobre todo si te sabes colocar, pero más bien yo creo que es un pretexto para no contratarte o pagarte menos. Y de todos modos, si eres titulado, te dicen que no tienes experiencia y si tienes experiencia y no eres titulado, es lo mismo. Y si tienes experiencia y estás titulado, pues ya tampoco es garantía de que consigas trabajo”. Justamente en estos días José, a sus 47 años, está sufriendo la escasez de trabajo, y no porque no esté titulado, sino porque, sencillamente, no hay empleo. “No es porque no esté titulado, la verdad. Yo ya tengo mucha experiencia por todos los años que llevo trabajando en la construcción. Yo te puedo supervisar una obra completita, te puedo hacer el diseño, la ruta crítica, cuánto te va a costar, los materiales que vas a necesitar, te manejo programas de diseño… y todo eso, pero es que las constructoras prefieren contratar a chavos recién egresados, para pagarles poco, porque de todos modos, con eso de las computadoras, ahora ya se pueden hacer más fácilmente muchos cálculos. Tomas el archicad (programa de diseño constructivo por computadora), por ejemplo, y te hace el diseño completito de una casa, con vista arquitectónica en tres dimensiones y todo”. Comenta que hasta hace un par de años le iba muy bien, tenía un sueldo de 17 mil pesos mensuales y podía darse algunos lujos, como comer en buenos lugares, comprarse buena ropa, darle buen dinero para el gasto a su madre, con quien vive, llevar a la que era su novia a pasear a distintos lugares. “Pero desde que me quedé sin trabajo, hasta sin novia me quedé”, bromea, aunque considera que debe de haber influido el hecho de que, desde hace medio año que se quedó sin empleo, ya no podía invitarla ni al cine. “Yo creo que se aburrió”. Su último trabajo fue en el estado de Querétaro, en un municipio llamado Juriquillas. Allí, un grupo inmobiliario pretendió erigir un fraccionamiento de lujo, para muy acomodadas personas. Cada departamento costaría dos millones de pesos. Pero, al parecer, la crisis hipotecaria de Estados Unidos – una de las causas principales de la actual debacle económica mundial –, también alcanzó a esos empresarios y el proyecto se vino abajo. “Lo peor es que ya hasta habían vendido algunos… supongo que tendrían que regresarle su dinero a la gente que compró, pero no creo, pues el dinero se iba usando para construir”, dice José. A él, le estaba yendo bien, refiere, pues además de los 17 mil pesos mensuales, le daban viáticos cuando debía de venir al Distrito Federal. Hasta un auto pensaba adquirir debido a los constantes viajes que tenía que hacer a Querétaro para distintos trámites burocráticos. Pero un día le dijeron que el proyecto se suspendía. Le pagaron un mes de salario y ya… desde entonces, José no ha podido encontrar empleo, a pesar de que ha llenado solicitudes y dejado currículos en varias empresas y despachos relacionados con la ingeniería civil y a pesar de que aparentemente en la ciudad de México hay varias obras en construcción, como puentes, línea doce del metro, asfaltado con concreto hidráulico… y otras más. “Lo que pasa es que esas empresas ya tienen todo acaparado y los cálculos estructurales, como te digo, ya son por computadora, basados en estructuras tipo, entonces el trabajo del estructurista cada vez es menos demandado”, explica. Su situación es tan difícil, que todos sus ahorros ya se le fueron en sostenerse estos meses que no ha tenido empleo. Debe ya dos meses de renta y es gracias a la pensión que su madre recibe por pertenecer a la tercera edad y a los préstamos de amigos y de un hermano, que aún puede sobrevivir. “Pero no puedo seguir así… se me acumulan las deudas y tampoco puedo estar pidiendo prestado, además de que si no pago, pues menos me van a prestar”. Le pregunto que si estuviera titulado le ayudaría en algo. “No, eso ya no te sirve de nada… ¿para qué?... gastaría dinero que ni tengo… no… sólo me queda esperar, a ver si me resuelven en algún lado”. “¿Y si no?”, pregunto. José se queda reflexionando por unos segundos. “¿Si no?... pues me meteré de narcotraficante o de secuestrador”, bromea, sarcástico, dejando entrever que su futuro es cada vez más incierto… ¡como el de millones de personas!

Contacto: studillac@hotmail.com

viernes, 12 de diciembre de 2008

Los contrastes del Festival Cervantino

Los contrastes del Festival cervantino.

Por Adán Salgado Andrade


Ciudad de Guanajuato, México. Caminando por las calles de esta ciudad, apoderada de distintas actividades culturales cuando se lleva a cabo el Festival Cervantino, se tiene la idea de que sus habitantes comparten mucha de la buena vida y de los excesos que, pretextando esa celebración, el gobierno del estado despliega. Sólo hay que revisar, por ejemplo, los caros espectáculos que fueron ofrecidos como la oferta artística de este año, la cual se trata de superar con cada edición (en esta ocasión, por ejemplo, abrieron con Juan Manuel Serrat, quien debió haber cobrado caro por venir desde España con su actuación). Sí, no se piensa que exista marginación o pobreza entre los guanajuatenses, forzados testigos, muchos de ellos, de las pretensiones culturalizantes que ofrece el festival oficial. Ello mismo ha llevado a que, por los miles de visitantes tanto nacionales, como extranjeros, que llegan motivados por tal festival, Guanajuato se convierta en una entidad mercantilizadamente turística en la cual, por un lado, tales visitantes sean vistos sólo como una posibilidad de obtener un beneficio económico entre la mayoría de los guanajuatenses. Por otro, está el impacto materialista que los turistas atraen consigo, como los lujosos autos de muchos de ellos, ropa cara, asistencia a los espectáculos, restaurantes, antros costosos, hoteles cinco estrellas… inaccesibles para la mayoría de los habitantes del sitio, lo que, de alguna manera, evidencia todavía más la marginación en que se encuentran éstos, además de que sus propios resentimientos y frustraciones por no tener ese auto, esa ropa, entrar a ese espectáculo del Cervantino (muchos guanajuatenses jamás han asistido a un espectáculo oficial, por lo caros que resultan la mayoría), comer en ese restaurante, bailar en ese antro, beber en ese bar, hospedarse en ese hotel… en fin, el que tantas cosas materiales sean monetariamente prohibidas para una buena porción de los guanajuatenses, profundiza justamente sus carencias (y de paso sus resentimientos), que no son, precisamente, el acceder a espectáculos caros o tener un auto de lujo, sino que se trata de su cotidianeidad, es decir, que no tienen trabajo, no tienen un sitio adecuado para vivir, comen y viven precariamente, hacinadamente (sobre todo los alrededores de la ciudad evidencian el hacinamiento habitacional), los servicios públicos, como agua y drenaje, son deficientes… sí, y que no sería tan notorio si no se les pusiera enfrente de la ostentación y el derroche, sobre todo durante los días que dura el cervantino. Los visitantes, principalmente los jóvenes, sólo ven en Guanajuato un lugar muy bonito para “echar desmadre”, para tomar (en los bares), para drogarse (es posible conseguir droga), para bailar en las calles a ritmo de un disco compacto tocado por un reproductor, para ver las momias, para deambular por los túneles de la ciudad, para estar muy alegres… pero se olvidan del aspecto humano, cotidiano de la mayoría de los guanajuatenses, con todos los problemas de carencias y precariedad que sufren… no, esto, pobreza y marginación, no es el cervantino para el turista.
Un aspecto que explica la marginación de cientos de guanajuatenses es la crónica falta de empleo. De acuerdo con el censo poblacional más reciente proporcionado por las estadísticas oficiales (2005), el municipio cuenta con alrededor de 153,364 habitantes, de los cuales 73935 son hombres y 79,429 son mujeres, es decir, éstas exceden en casi 7% a la población varonil, lo que, de entrada, significa menores oportunidades de empleo para la población femenina, debido a la discriminación cotidiana a la que se le somete en muchos rubros del tejido social (menos empleos para ellas, malpagados, hostigamiento sexual, machismo laboral, familiar, escolar… entre muchos otros). Si además comparamos las cifras anteriores con el número de personas que tiene, digamos, la fortuna de tener un empleo, los contrastes son mucho peores. El censo económico de 2004, también información oficial, señala que las personas laborando son alrededor de 23841, o sea, sólo el 15.5%. esto significa que de cada 100 personas, menos de 16 tienen empleo. Pero un analista oficial objetará que de las cifras anteriores, se debe de considerar sólo a la población económicamente activa (PEA), o sea, la que está en edad de trabajar (se excluyen niños, adolescentes o personas de la tercera edad). Muy bien, tomando en cuenta ese factor, el INEGI ha considerado como aptos para trabajar a personas a partir de los catorce años (efectivamente, abundan en esa ciudad los adolescentes y los jóvenes), lo que de acuerdo con estimaciones recientes, da como resultado que al menos un 50% de los guanajuatenses estarían en situación de tener trabajo. Eso nos daría que unas 76,000 personas por lo menos podrían hacerlo. Si con esa cifra hacemos la comparación con los empleados, resulta que sólo el 31% tendrían trabajo, digamos que, en cifras cerradas, menos de un tercio de los guanajuatenses del municipio trabajan y más del 60% restante debe de contentarse con verlos trabajar. Pero, además, aquéllos perciben sueldos muy bajos la mayoría, de dos salarios mínimos cuando mucho (casi todos los trabajos se centran en el sector de servicios, que comprende alrededor del 80% de los negocios, según el censo económico citado, así que la gente labora como meseras o meseros, dependientes, mostradores, lavacoches, vendedores, despachadores, recamareras, porteros, cargadores, choferes, taxistas, cuidadores… entre otros).
Así, resulta muy grave esto, tomando en cuenta, insisto, los excesos en que el gobierno estatal (y el federal, en consecuencia), incurre para realizar el festival, el que, ha declarado, trata de superar con creces al anterior. Por ejemplo, se habla ya de que el cervantino del 2009, será inaugurado nada menos que por la Orquesta Sinfónica de Montreal, con todos los cuantiosos gastos que ello implicará, tales como la transportación de los instrumentos, su descarga, que muchas veces sólo puede hacerse mediante esfuerzo humano (modernos tatemes, pues), pues a muchos de los foros no puede accederse en vehículos pesados, como tráilers. También costará bastante el alojamiento de los músicos, los arreglos del escenario, el equipo de sonido requerido, la iluminación… y ya no se diga la edición 2010 del festival, que coincidirá con el bicentenario de la “independencia” mexicana, la cual, declaran triunfantes ya las autoridades, deberá de ser una totalmente distinta y deslumbrante en relación hasta lo que hasta ahora se ha visto… sí, ¡se amenaza con echar aún más la casa por la ventana, pues!
Pero siguiendo con el análisis económico, resulta que la mayor parte de las actividades laborales se concentran en el comercio, pues de las 4077 unidades económicas (negocios) reportados en el censo, alrededor de 2285, 56%, se refieren a ventas. En estos imperantes rubros laborales están empleadas 6566 personas, 27.5%, casi un tercio del total. Sí, los guanajuatenses tratan de venderle al turismo de todo: artesanías, ropa, tortas, aguas, garnachas, refrescos, golosinas, dulces, muebles, joyería, souvenirs, leyendas, tips turísticos, tours… sí, todo cuanto sea comerciable. Y esto porque el resto de la actividad económica da muy poco trabajo. De la minería, por ejemplo, sólo hay 17 negocios, apenas el 0.4% y nada más emplea a 1201 personas, 5%. De la construcción, sólo existen 343 negocios, el 8.4%, y únicamente da empleo a 1358 personas, 5.7%. En la construcción, únicamente hay 80 negocios, 1.96%, y da trabajo a 3251 personas, 13.7%, que sería de los sectores que más empleos dan, junto con los servicios de electricidad, gas, agua, hotelería y restaurantería. Éstos últimos, en conjunto, dan 6753 trabajos, 28.3%, que son considerados servicios también, todo lo cual indica la fuerte dependencia que el municipio tiene de turistas y visitantes.
Y quizá por ello es que el gobierno del estado pretende dar tanta importancia al cervantino, en cuanto a la afluencia de turistas (este año se considera que asistieron casi 437,000 personas). Pero eso sólo es durante los días que dura el festival, pues el resto del año los negocios medio funcionan, y menos ahora con la crisis, que ya comienza a golpear a muchos. Es el caso de doña Juana, dueña de un local de comida en el mercado municipal, de los muchos que hay en ese lugar, con quien conversamos. “Pues mire, la verdad es que las ventas están bajísimas, en serio, a pesar de que vienen muchos muchachos por el cervantino, qué le diré, como un noventa por ciento nos han bajado. Antes, a toda hora esto estaba lleno de gente, hasta en las noches… ahora es por ratos, pero con tanta competencia, nos tenemos que estar peleando a los clientes”. Dice que antes, incluso todas las noches de lo que duraba el festival, la gente iba a cenar, hasta las tres o cuatro de la mañana. “A veces ni cerraba, y mejor me seguía hasta el otro día”. Ahora doña Juana sólo se quedó hasta muy tarde el último sábado, pasadas las doce de la noche, y eso porque fue cuando más gente llegó a Guanajuato, con tal de atender a uno que otro cliente nocturno que deambulaba por su puesto en busca de un plato de arroz, un caldo de pollo, unas enchiladas mineras… algo que cenar, como nosotros hacemos en ese momento. Además, a pesar de que es el mercado, en donde se supone que los precios son más económicos, actualmente no lo son tanto, pues, por ejemplo, el plato de enchiladas mineras, regularmente servido, cuesta cuarenta pesos (compárese con el salario mínimo diario, que es de unos 53 pesos, lo que significa que ese platillo asciende a un 75% de dicho salario), lo mismo el caldo. Por el plato de arroz se pagan veinticinco pesos. “Pues es que todo ha subido mucho, y como no se vende tanto, pues lo poco que se venda, lo debemos dar un poquito más caro, pa’ que salga”, justifica doña Juana, efectivamente remitiéndonos mentalmente a la carestía de los alimentos que se está padeciendo desde hace meses, situación que se está dando en todo el mundo.
Y en cuanto a la poca clientela, sí, recuerdo yo mismo que hace años, a esa misma hora que estábamos cenando, las doce y media de la noche, en el lugar se veían a varios comensales comiendo en alguno de los puestos, de varios, que abrían regularmente hasta muy entrada la madrugada.
Para colmo, doña Juana platica que como este año las cerradas autoridades panistas trataron de impedir la realización del Festival Cervantino Callejero – ella y decenas de vecinos apoyaron mediante un documento, con la aportación de sus firmas, que sí se efectuara el festival –, durante varios días, a pesar de la celebración, tuvo pocos clientes, sobre todo porque, a falta de las tradicionales actividades culturales callejeras, casi no acudía gente a la plaza de los Ángeles, lugar en donde aquél se lleva a cabo, muy cercano al mercado de la comida. Digamos, de paso, que el Festival Cervantino Callejero, ha sido un bastión de lucha, a contracorriente oficial, de artistas independientes que han tratado de llevar la cultura a aquéllos guanajuatenses que no tienen dinero, muchos, para entrar a ver los caros, elitistas espectáculos oficiales y que este año, como señalé antes, se trató ilegalmente de reprimir, oponiéndose las autoridades locales – en forma prepotente y policiaca – al libre derecho constitucional a la manifestación cultural pública que tenemos todos los mexicanos, sin excepción, argumento esgrimido por aquellos artistas independientes para llevar a cabo el festival callejero, el cual, tras fuertes y nutridas protestas y negociaciones, con el apoyo de vecinos y comerciantes, por fortuna pudo realizarse (ver mi trabajo por Internet “Festival cervantino: elitismo cultural y represión policiaca”).
Y aprovechando mi estancia y mi participación literaria en el cervantino callejero, fue que logré conocer algunas historias de marginación, como la de Olivia, que a continuación refiero.
Ella es una mujer de unos 50 años, aunque los estragos de su dura existencia la hacen verse mucho mayor. Luce un vestido largo, tipo hindú, naranja, y un suéter beige, muy gastados ambos. Varios collares de cuentas y conchas rodean su cuello, así como pulseras que adornan sus muñecas. A primera vista, su, digamos que exótico atuendo, la hace destacable. De tez morena, su rostro está aún más quemado y arrugado debido al inclemente sol que debe de soportar por tantas horas al día que Olivia se la pasa caminando para vender su mercancía, consistente en joyería barata que ella misma elabora con cuentas de plástico, semillas, pequeñas conchas e hilo de nailon, similares a sus collares y pulseras. Por su forma de hablar, titubeante, y de comportarse cuando conversamos con ella, pareciera que está algo perturbada de sus facultades mentales. “Sí, mire… éstas las doy en diez pesos… y éstas a quince”, nos muestra sus pulseras y collares, que a pesar de ser de materiales baratos, lucen atractivas gracias a la combinación de vistosos colores que logra. “Yo, a veces, me saco treinta… cuarenta pesos… pero a veces no vendo nada, señor… como ‘hora, que no he vendido nada”, dice Olivia, cuyo rostro es resignadamente triste. “¿Y vende más en el Cervantino?”, le pregunto. Se encoge de hombros. “¡Pus siempre está jodida la cosa… ni compran nada, nomás vienen a emborracharse!”, exclama la mujer, protestando. “Y ni un peso pa’ un taco le regalan, señor… yo no sé pa’ qué quieren tanto dinero los que vienen, si ni se lo quieren gastar”, agrega, debido a que cuando no vende nada, trata de pedir alguna moneda por aquí y por allá. Cuenta que hasta hace poco vivía con un hermano que, “de lástima”, la dejaba dormirse en la cocina, pero que la corrió porque Olivia tiene la humanitaria costumbre de ir juntando perros callejeros. Un día llegó con ocho animales. “¡No… pus mi hermano ya no me aguantó y que me corre, con todo y perros… y ya luego que me quitan también a mis animalitos!”, exclama Olivia, su mirar un tanto abstraído y melancólico. La perrera del lugar, aparentemente avisada por vecinos, le quitó a todos sus perros, según refiere, y no se los quisieron devolver, a pesar de que trató de reclamarlos. Dice que pernocta en donde puede, normalmente en la calle, en algún callejón o a veces, cuando alguien le permite quedarse en su casa, en algún rincón, y que todas sus pertenencias, además de su mercancía, son una cobija y un par de vestidos todo lo cual, su ropa, lo acarrea en una bolsa de mandado que le encarga a una tendera del mercado. “¿Y qué le parece todo lo que el gobierno gasta para el festival?”, le pregunto por último. Olivia se queda pensando un momento. “¡Ay, señor… pus mejor ese dinero lo habían de repartir entre los jodidos como yo!”, dice sin mucha convicción, imaginando quizá que eso nunca pasará. Le compré un par de pulseras, lo que agradeció con un “¡Gracias, señor, que tenga buena mano!”, pues esa era su primera venta, a pesar de que ya pasaban de las siete de la noche del siguiente día de mi estancia. Por lo menos Olivia ya tuvo para comer algo, consideré.
Helena es una niña de nueve años. De pelo chino, tez apiñonada, estatura por debajo de la edad que declara tener, luce en ese momento un vestido claro y un suéter oscuro. Ella ofrece a los paseantes contarles la leyenda del callejón del beso, un estrecho espacio que obliga a pasar a las parejas que lo cruzan cuerpo a cuerpo, casi besándose, de allí su nombre. “Le platico la leyenda, señor… a’i me da lo que quiera”, dice Helena, lo cual acepté y de paso me puse a conversar con ella. “Mi mamá vende elotes… es esa señora que está allí” señala la niña a una mujer de unos treinta años, que se encuentra en una esquina de la plaza de los Ángeles con un bote de fierro galvanizado en el que están sus elotes. “Pero a veces no le alcanza y por eso me pongo a ayudarle… como soy la más grande, pus por eso le ayudo”, continúa contando Helena, muy dispuesta a ser entrevistada. Dice que se gana quince, veinte pesos… a veces hasta treinta, pero no siempre, pues tiene mucha competencia de otros niños que, como ella, también proponen al visitante contarle la leyenda del callejón del beso, con tal de ganarse unas monedas y aliviar en algo, igualmente, sus precarias condiciones económicas. “También lo puedo llevar a conocer la ciudad”, ofreció Helena, su mirada ansiosa, esperando que aceptara. Pero me excusé diciéndole que tenía otras cosas que hacer. Le di tres monedas de a diez pesos. Su rostro se ilumina. “¡Gracias, señor!”, exclama, tomando el dinero, luego de lo cual, gustosísima, corre hacia donde está su mamá, gritando cuánto dinero acaba de ganarse. Debe de ser bueno para ella, dada la alegría que acompañó su rápida carrera.
Y aprovechando la mermada economía tanto de muchos paseantes, como de los lugareños, algunos vendedores de alimentos ofrecen originales y relativamente baratas opciones para comer, como las “guacamayas”, vendidas por un hombre cincuentón, quien luce un percudido mandil, que pretende ser blanco, como medida sanitaria para vender su singular mercancía, la que acarrea en un pequeño puesto rodante, hecho de madera y metal. Las tales “guacamayas” son tortas elaboradas con el, de por sí, duro bolillo que se hace localmente (contiene mucha levadura, por eso es tan duro, según me explicó un panadero), y rellenadas nada menos que de chicharrón (así se le llama en México al alimento que se obtiene de cocer el cuero del marrano), aguacate, cebolla y chiles en vinagre. Las da a quince pesos y sinceramente resultan muy llenadoras. “¿Y qué tal se le venden las guacamayas?”, le pregunto, mientras espero la mía. “¡Uy… pus las acabo bien rápido, más ahorita que hay mucha gente!”, contesta mientras diligentemente prepara esta original especie culinaria. Platica que cuando no hay festival le va “más o menos”, pues la gente a veces ni sus tortas tan baratas puede comprar. “No… si esto está jodido, señor… y pa’ mí que se va a poner peor”, agrega. Recibo mi “guacamaya” y resulta con buen sabor, ya cuando le doy la primera mordida, no sin algo de trabajo, por la dureza tanto del bolillo, como del chicharrón. Sí, no cabe duda que aún en medio de la crisis, el ingenio de algunos les hace sortearla, como este “guacamayero” con sus singulares, baratas y regularmente nutritivas tortas. Claro, reflexiono, la gente puede no comprarse ropa, pero no deja de comer… ¡al menos los que aún tienen empleo!
Me dirijo luego al bar “Los pasos de López”, ubicado cerca de la Alhóndiga de Granaditas. Allí conozco a Teresa, quien resulta que ha sabido de mí gracias a mi trabajo periodístico. El lugar se llama así en honor a la novela de Jorge Ibargüengoitia del mismo nombre, cuya versión cinematográfica se filmó en esa ciudad años atrás. Teresa tiene unos 24 años, delgada, bonita y muy atenta. Viste pantalón de mezclilla, blusa roja y un delantal blanco. Trabaja de mesera en el lugar y me platica que su salario básico allí, laborando desde las tres hasta las doce o una de la mañana, es de quinientos pesos semanales, descansando un día. “Aunque a veces el dueño nos hace venir aún en nuestro día de descanso y si protestas, pues te corre. No, si aquí la gente es bien apática, a lo mejor porque les da miedo o no sé, pero no hacen nada. Fíjate, cuando fue lo del fraude en el 2006, algunos nos pusimos de acuerdo y fuimos a protestar al palacio municipal, que ahorita son panistas los que están, pero fuimos muy pocos, en serio, y ahí tenías a los policías, rodeándonos, pero no nos hicieron nada, porque estás en tu derecho de reclamar, ¿no?”, agrega, en tono de protesta. Y debido al salario tan bajo que percibe, son para Teresa tan importantes las propinas, como lo son para las personas que se dedican a servir en los restaurantes. “Mucha gente es bien coda y no te deja nada, otros te dejan que cinco, que diez pesos… y a veces me saco cien, ciento cincuenta pesos o, cuando me va muy bien, hasta doscientos pesos por día”, platica Teresa, mientras muy amablemente me sirve una limonada. Comenta que terminó la preparatoria y que le gustaría entrar a estudiar administración en la Universidad de Guanajuato, pero que le sería muy difícil hacerlo si siguiera trabajando en el bar. “Es que es muy pesado, sobre todo por las desveladas que te pones a diario… me voy acostando a la una de la mañana por lo regular… pero no hay trabajo, por eso me aguanto aquí”, declara resignada. Sí, pienso, en ese ambiente laboral tan escaso, la gente no puede darse el lujo de desperdiciar las mínimas oportunidades de empleo, aunque ello vaya en detrimento de su salud y de su tiempo y que sean sometidos a humillaciones y se les explote demasiado. Mientras me bebo mi limonada, se acerca otra chica, ofreciendo el tomarme una foto. Accedo y, más tarde, cuando me la entrega y pago su valor, cincuenta pesos, platico con ella. Se llama Natalia, tiene unos treinta años, de tez clara, “llenita”, y me cuenta que se dedica a fotografiar a los asistentes al bar y también a lo que, sonriente, denomina “BBC”. “Sí, bodas, bautizos, cumpleaños… me contratan para filmar esos eventos. Paso a la computadora la grabación y se las doy en un dvd”. Me dice que por evento cobra de 1000 a 1500 pesos, dependiendo del tiempo que esté filmando. “Mil pesos cobro si son dos horas y media, tres… y a veces hasta dos mil, ya cuando quieren que los filme desde que se están vistiendo… como los que se casan”, agrega. Animada, me platica algo de su vida. “Pues tengo cuatro hijos… la mayor es una niña, tiene doce años y el más chiquito tiene cinco”. Se embarazó muy joven, como parece ser la regla en muchas de las guanajuatenses, a los 18 años. La niña es de su primera relación. Los otros tres hijos, todos niños, son de su “esposo”. “Sí, pero no nos casamos, sólo vivimos juntos”, aclara y me confía que el hombre tiene 33 años y está en la cárcel desde hace dos años, purgando una sentencia de cinco años, acusado de robo. “Es que es un bueno para nada… y por eso me tienes aquí, tratando de ganarme la vida como puedo, por mis hijos… pero a veces, en serio que ya quiero tirar la toalla. Además, ya hay mucha competencia en lo de las filmaciones y luego tarda en haber trabajo… luego me paso hasta tres semanas sin conseguir algo”, dice Natalia, a quien la carga tan pesada de su existencia, debiendo mantener a sus cuatro hijos, la pone sentimental y se le ruedan unas lágrimas. Acepta comer algo mientras platicamos. “Sí te lo acepto porque, en serio, no he comido nada”, dice, algo apenada. Pasan de las diez de la noche y si aún no ha probado bocado, es evidencia de su precariedad económica. Le platico que estoy tratando de hacer un contraste entre la fastuosidad del festival cervantino y la realidad de la mayoría de la gente y está de acuerdo. “Sí, sí… pinche gobierno, se gasta un dineral y mira cómo nos tiene, todos muertos de hambre y sin trabajo”.
Más tarde, habiendo agradecido a Teresa su hospitalidad y dejado una buena propina, salimos de lugar Natalia y yo, y nos dirigimos nuevamente hacia la plaza de los Ángeles, en donde siguen presentándose los artistas callejeros en el Festival Cervantino Alternativo. Allí me presenta a su amiga Laura. Ella tiene 20 años. De complexión muy delgada, alta, morena, atractiva, la chica accede también a platicarnos algo de su penosa historia. Luce una especie de playera burdamente cortada, a propósito, del costado izquierdo de su cuerpo, desde la axila hasta la cintura. Una serie de “piercings”, ocho, hechos con aretes de plata, le “adornan”, digamos, esa parte de su cuerpo. Incluso en algunas áreas de la piel aún se ven moretones. “¿¡Pero cómo te hiciste eso!?”, exclamo ante esa escalofriante visión. Laura sólo se encoge de hombros, explicando que un “amigo” de ella le pidió hacérselos porque necesitaba realizar fotos “artísticas”. “¡Oye, pero debe de haber sido muy doloroso”. “Sí… pues todavía me duelen, cuando me baño, porque apenas hace una semana que me los hice… pero ni le dije a mi madre, porque, si no… ¡me pone una friega!”, exclama, entre risueña y resignada a portar para siempre en su cuerpo las cicatrices que esas infames perforaciones le vayan a dejar en su piel. Dice que ni dinero le dio el tal “amigo” (no me parece que sea de un “amigo” herir así a su amiga, con tal de sacarle unas cuantas fotos “artísticas”). Pero insisto en saber por qué lo hizo. “Pues por lo de las fotos que te digo… porque es mi amigo y las necesitaba”, responde, sin mayores aspavientos. Luego refiere que sólo estudió hasta el primer semestre de bachillerato, pero se salió. “Es que la verdad no me gusta estudiar”. “Luego de que me salí de la escuela, pus nada más me anduve con mi novio… y que salgo embarazada”, continúa. Eso fue a los 17 años, fruto del cual, Laura tiene un niño de tres años, que a veces le cuida su madre, como en ese momento o ella, “cuando tengo tiempo”. Y cuando no, pues “lo dejo con una amiga o con su padre”. Le pregunto por él. “Ah… pues ése es un pinche huevón, bueno para nada”, se queja Laura, que tiene 21 años de edad y está desempleado. “¿Y cómo te mantienes?”, pregunto. Se queda reflexiva un momento. “Ah… pues luego ha venido gente a filmar cortos, amigos de unos amigos, y me han contratado para actuar”, dice y platica que el más reciente que hizo se filmó en algunos de los túneles que cruzan la ciudad. “Pero es muy pocas veces eso y casi ni gano dinero”, agrega. “¿Y entonces… cómo mantienes a tu hijo…te mantienes tú?”. “Ah… pues es que mi mamá me ayuda”. Y platica que su madre es afanadora en una oficina y que gana “como tres mil quinientos mensuales”. Sí, el sueldo de la madre es el que ganan un buen porcentaje de los asalariados, o sea, hay pocos trabajos, como ya antes referí, y mal pagados. “¿Y no tienes papá?”. En esta pregunta, Laura me mira con cierto reclamo. “Mi papá se ahorcó en la cárcel cuando yo tenía tres años”, sorraja la brutal respuesta. Nos quedamos callados por un momento. “Sí… es que él era ratero y en una de ésas, lo agarraron… yo creo que por eso se mató, porque no le gustó estar en la cárcel”, agrega, un tanto reflexiva y filosófica.
Y por eso se va a ver a los artistas independientes del festival callejero en esos días, para ver si les puede ayudar en algo, como en la venta del material cultural, el boteo, comprarles la comida… cualquier cosa que le permita ganarse algo de dinero o, por lo menos, la comida. “¿Y no has pensado en trabajar?”, pregunto, a lo que Laura responde, sarcástica. “¿¡Trabajar!?... pero si aquí no hay nada qué hacer, en serio, en donde quiera que vas, nada más te dicen que no hay trabajo”, contesta, entre molesta y resignada. Por supuesto que, cuando días más tarde accedí a las cifras de la gente trabajando en el municipio, entiendo perfectamente la molestia de Laura, pues con un abierto desempleo superior al 50%, efectivamente, no hay nada que hacer allí. “¿Y al distrito, no has pensado en irte?”, pregunto. “No… allá no me iría, me da miedo todo tan grande… no”, contesta enfática. “A veces pienso en irme a Querétaro, a ver qué encuentro por allá”, dice, reflexiva. “Pero para irme, necesitaría dinero, para hospedarme en lo que encuentro trabajo… no sé qué hacer, la verdad”, dice, reflejando en su mirar una profunda tristeza, aquélla que nos embarga cuando el futuro es crecientemente incierto, como el de ella y el de muchos guanajuatenses, olvidados por los lujos y la fastuosidad del festival cervantino oficial.

Contacto: studillac@hotmail.com