Día de la Trinidad, el nacimiento de la
mortífera bomba nuclear
Por Adán Salgado Andrade
Desde el inicio de la
llamada civilización, algo que ha
caracterizado a la naturaleza humana es la búsqueda de la rápida y masiva
aniquilación de sus adversarios. Una excelente escena que nos permite imaginar
cómo el primitivo antecesor del ser humano, cuando éste era todavía un primate
semiinteligente, buscó deshacerse más rápido de sus enemigos, es la que se
presenta en la parte inicial de la cinta Odisea
Espacial 2001, del talentoso director Stanley Kubrick. Podemos ver a un
grupo de semihombres que luchan por un pequeño lago y que inicialmente lo hacen
con sus puras garras-manos. Sin embargo, con el tiempo, tras haberse topado con
un metálico monolito que, se supone, les da inteligencia, uno de ellos descubre
que el empleo del hueso de la pierna de un jabalí, que han cazado y engullido,
puede quebrar otras partes menos duras, como el cráneo del animal. Con ese
recuerdo en su memoria, en un nuevo enfrentamiento, golpea al líder de los
adversarios en la cabeza con el hueso, a quien, de inmediato, deja sin sentido,
en medio del agua, y lo remata con salvajes golpes. Pudiéramos pensar que esos
huesos golpeadores fueron las primeras “armas” empleadas por los prehumanos.
Y es sólo un ejemplo
de cómo, desde que se tiene uso de razón, lo vital ha sido, con todo lo que se va
descubriendo, la inmediata creación de un arma que sirva para matar al enemigo.
Así, casi siempre la primera aplicación
de los avances científicos es en la creación
y fabricación de armas.
Completa la bélica
ecuación el hecho de que la egoísta y mezquina naturaleza humana, siempre ha
buscado la autosatisfacción y perpetuación del poder, aun a costa de mantener
en la zozobra, la exclusión y la miseria a millones de seres humanos. Por ello
es que no es de sorprender, como señalo antes, que, entre otras infamias, las
guerras se sigan promoviendo, a pesar de estar viviendo en pleno siglo 21, pues sin ellas no existiría el muy lucrativo
negocio de las armas (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2014/10/la-materialista-individualista-mezquina.html).
Y de ello, no hay
mejor confirmación que la revisión de todos los pasmosos esfuerzos que se
efectuaron para diseñar y fabricar toda la tecnología que dio luz a una de las
“invenciones” más mortíferas y destructivas jamás diseñadas por el hombre
antes: la bomba nuclear.
Esa mortífera
aberración tecnológica, fue ideada por la apresurada medida de adelantarse a
los alemanes en el desarrollo de la bomba y de contar con ella mucho antes, en
caso de que se tuviera que emplear contra aquéllos para derrotarlos. Los
posteriores acontecimientos dejaron muy claro que la guerra se habría ganado,
como así sucedió, sin haber contado con el mortífero poder nuclear, como
veremos.
La nefasta bomba
nuclear, el legado más funesto de la “tecnología”, que ahora, más que nunca,
constituye un aniquilador peligro mundial, fue concebida en una aislada zona
rural de los Álamos, en el estado de Nuevo México. Uno de los relatos más
completos sobre esa infamia humana es el libro escrito por el periodista
estadounidense Lansing Lamont (1930-2013), publicado en 1965, veinte años
después de aquél terrible suceso, no sólo de la invención de la bomba, sino su
inmediata utilización contra un casi derrotado Japón (empleo la edición
estadounidense de 1965, publicada por Signet
Books).
Algo que resulta
irónico es que en un inicio, el gobierno de Estados Unidos (EU), particularmente el Pentágono, no estaba
interesado en el desarrollo de la bomba, pues consideraban que era una tecnología
muy difícil de lograr. Además, Franklin D. Roosevelt (1882-1945) tenía ya
bastante con el manejo de la crisis provocada por los primeros acontecimientos
de la segunda guerra mundial, como para estar pensando en fabricar tal cosa.
Fue un científico,
Leo Szilard (1898-1964), quien le envió una carta a aquél, urgiéndolo de que EU
debía desarrollar la bomba nuclear, pues temía que los alemanes y su belicismo,
lo hicieran primero. De hecho, se sabía que tenían una planta en donde
experimentaban con “agua fuerte”, es decir agua contaminada con radioactividad.
También dos científicos alemanes, Otto Hahn (1879-1968) y Fritz Strassman
(1902-1980), habían retomado un experimento realizado por el físico italiano
Enrico Fermi (1901-1954), quien había logrado bombardear con neutrones el
núcleo de un átomo de uranio, considerado hasta ese momento un material
inexpugnable, y había obtenido varios elementos radioactivos. Los alemanes
habían refinado el experimento de Fermi, bombardeando al átomo de uranio,
partiéndolo en dos (fisión nuclear), con lo que habían logrado liberar la
energía combinada de voltios, equivalentes a 200 millones de electrones. En
proporción, ese experimento significaba la mayor explosión provocada nunca
antes por el hombre. Al haber fisionado el átomo, esos “científicos” habían
abierto una fuente de energía tres millones de veces mayor que la de combustión
del carbón, con una fuerza explosiva 20 millones de veces mayor a la del TNT.
Lo que hizo entonces
Szilard, temeroso de que los alemanes, en efecto, pudieran desarrollar muy
pronto con la reacción en cadena un arma nuclear, fue urgir a Roosevelt a que
dedicara EU recursos y esfuerzos para desarrollar antes dicha arma.
Ya Fermi, habiendo
emigrado a EU y trabajando en la universidad de Columbia, había platicado con
los militares del Pentágono de su máquina que podía partir átomos para
explicarles en qué consistía la reacción en cadena, pero aquéllos, más
preocupados por las estrategias militares que emplearían contra los alemanes,
le habían dicho “nosotros lo llamamos”. Sí, es, como dije antes, irónico que EU
no se hubiera interesado al principio en el desarrollo de la bomba.
Pero la insistencia
de Szilard, quien, además, pidió apoyo nada menos que de Albert Einstein
(1879-1955), su buen amigo (no se habría pensado la participación del pacifista
de Einstein en eso, ¿no?), en la redacción de las cartas para Roosevelt,
terminaron por convencer tanto al presidente, como a los militares de que debía
de realizarse ese gran, titánico esfuerzo, como resultó ser.
Y lo que hicieron
rápidamente, fue asegurar las existencias de uranio 235, U-235, pues ya Hitler
había confiscado una mina de dicho mineral en la invadida Checoslovaquia, la
mina Joachimsthal. Ya algunos científicos de EU que habían experimentado con la
fisión nuclear, habían hallado que era más fácil fisionar el U-235, que el
U-238, y este mineral, abundaba en una mina ubicada en el Congo, por entonces
colonia belga. La mina, Shinkolobwe, perteneciente a la Union Minière du Haut Katanga, también empresa belga, era dirigida
por Edgar Sienger. Como Bélgica ya
estaba siendo también invadida por Hitler, Sienger tuvo la audacia de enviar sigilosamente
a Nueva York, 1200 toneladas de uranio en bruto de buena ley (o sea, que la piedra que lo contenía poseía mucho
uranio). El cargamento se empacó en 200 contenedores de acero y fueron
embarcados en un carguero que zarpó del puerto de Lobito en la Angola
portuguesa, rumbo a Nueva York, en octubre de 1940. Absurdamente, como era un
cargamento clandestino, tanto mineral permaneció oculto en una bodega en Staten Island durante dos años.
Eso, por supuesto,
aunque era una, digamos, buena previsión, fue apenas un detalle en todo lo que
se requirió para diseñar y manufacturar la bomba, una labor que necesitó tres
años, entre 1942 y 1945, además de $2000 millones de dólares (mdd) de los de
entonces, unos $26,000 mdd de los actuales, así como miles de “científicos”,
técnicos, personal de decenas de empresas, políticos y, sobre todo, militares.
Lo primero que se
buscó fue encargar a Vannevar Bush (1890-1974), ingeniero e inventor, director
del Instituto Carnegie, para que coordinara y organizara el reclutamiento de
las mentes más “brillantes” de la ciencia física, química y otras, para
emprender lo que se bautizó como el “Proyecto Manhattan”. Bush ya coordinaba
también el NDRC (National Defense
Research Committee), instancia gubernamental en la que aquél administraba a
más de 6000 “científicos” cuya única función era la de hallar aplicaciones
tecnológicas y científicas para la fabricación de armas. De hecho, gracias a su
vasta experiencia bélica Bush ya había fundado Raytheon, en 1922, empresa aun
vigente, que fabrica actualmente muy mortíferas armas y es de las principales
armamentistas de EU (como señalo antes,
es nefasto que la mayoría de los descubrimientos científicos, alrededor de un
80%, tengan como primera aplicación el desarrollo de armas). Por ello, no tuvo
problema en hacerse de “científicos” para llevar a cabo dicho proyecto. También
sirvieron para el desarrollo de la bomba las aportaciones de los ingleses,
quienes a través de lo que llamaban MAUD (Military
Application of Uranium Detonation), contribuyeron con algunos avances. Así,
decenas de científicos ingleses emigraron a EU para incorporarse al Proyecto Manhattan,
con tal de trabajar arduamente en el
desarrollo de lo que se llamó en un principio, simplemente, el artefacto (entre esos afanosos científicos, se hallaba Klaus Fuchs
(1911-1988), de origen alemán, quien tuvo el doble papel, tanto de brillante científico,
así como de espía para la URSS. Se estima que muchos de los secretos nucleares
que reveló a los soviéticos, contribuyeron para que éstos avanzaran algo más
rápido en su propio desarrollo de la bomba nuclear).
Dado que se
requerirían cantidades aun inestimadas de U-235, de antemano se echaron a andar
todos los reactores productores de plutonio (que era el material con que se
bombardearía al uranio), así como refinadores y separadores que convertirían el
U-238 en U-235. O sea, que toda la infraestructura nuclear existente se ponía a
disposición del desarrollo de la bomba. No sólo eso, sino que prácticamente
buena parte de la maquinaria industrial estadounidense, se puso a su total,
incondicional disposición, pues así de importante se consideraba el desarrollo
del artefacto. Incluso, se anuló en
una ocasión la entrega a Argentina, de dos barógrafos (aparatos para medir la
presión atmosférica), que la única empresa que los hacía, ya se los había
vendido. Una orden de los altos mandos militares, anuló el contrato. Fue más
importante seguir con el desarrollo de la mortífera bomba, que cumplir con ese
acuerdo comercial. ¡Así se las gastaron!
Obviamente se
requería de un militar para coordinar la acción de científicos y militares,
pues, a fin de cuentas, una vez concluida la bomba nuclear, serían militares
quienes la emplearían. La tarea recayó en el general brigadier Leslie Richard
Groves (1986-1970), quien aunque nunca había estado en el frente de guerra,
había realizado algún, digamos, “trabajo social”, como el haber reparado el
sistema de agua de un pueblo en Nicaragua que había sido afectado por un
temblor y otras cosas así. Pero, claro, que al embarcarse en el Proyecto
Manhattan, sus tareas ya no serían de “ayuda social”, sino de exterminio nuclear.
Y lo primero que
hizo, al enterarse del mineral de uranio que estaba embodegado en Nueva York,
fue arreglar su compra y que se transportara lo antes posible a los sitios en
donde se refinaría y separaría el U-235 del resto.
También contrató a
Robert Oppenheimer (1904-1967), científico hijo de inmigrantes alemanes, para
que coordinara toda la operación. Oppenheimer, junto con Fermi, habrían de ser
clave en todo el proceso, tanto de investigación, así como de fabricación de
muchas cosas que ni siquiera existían, tales como detonadores múltiples, que
pudieran realizar explosiones en millonésimas de segundo o sofisticadas lentes
explosivas. Durante su juventud, Oppenheimer simpatizó con las ideas comunistas
y alguna vez, incluso, participó en alguna marcha, pero fuera de eso, se
distinguía por ser totalmente apolítico. Rara vez leía el periódico y era tan
desinteresado de las cuestiones importantes, que se enteró de la depresión
económica de 1929 hasta meses después de iniciada. Por ello, no objetó poner
sus conocimientos al servicio de la ciencia destructiva (como sucede con miles
de “científicos”, cuya ética es poca o nula y no vacilan en aplicar sus ideas
al desarrollo de mortíferas invenciones).
De hecho, Oppenheimer
y algunos otros de tales “científicos”, ya sabían que era factible construir un
artefacto nuclear explosivo, pero ignoraban, por ejemplo, cuánta cantidad de U-235 se requeriría para lograrlo. Esa sería, a
partir del inicio del proyecto, la mayor incógnita, y por eso, de entrada,
Oppenheimer puntualizó que se requeriría realizar una prueba, con tal de estar
seguros, tanto de que la bomba explotaría, así como para medir su potencial
destructivo, el que se podía calcular teóricamente, pero, en algo tan
desconocido y nunca antes realizado, se insistió en que la prueba tendría que
realizarse.
También fue
Oppenheimer, quien, inspirado en un poema de John Donne (poeta inglés que vivió
entre 1572 y 1631), al que leía mucho, en el cual hablaba sobre la santa trinidad que formaba a Dios,
urgido por Groves de que bautizara con algún nombre el estallido de prueba que
se llevaría a cabo para ver si la bomba realmente explotaría, decidió llamarlo,
simplemente, Trinidad, sí, la
explosión nuclear de prueba se llamaría el Día
de la Trinidad. Y no fue, precisamente, un
bendito día cuando se efectuó.
Además, junto con
Groves, Oppenheimer se dedicó empeñosamente a buscar un lugar ideal para
establecer el laboratorio en donde se habría de fabricar el artefacto, así como
el lugar en donde se realizaría el estallido. Se decidieron por un poco
habitado estado, Nuevo México, en la frontera con México (supongo que para que
estuviera lo más alejado de las ciudades y zonas más importantes de EU, con tal
de que no sufrieran tanto los destructivos efectos, en caso de que el “experimento”
se saliera de control). Allí, un subalterno de Groves había elegido un desolado
sitio cerca de una aislada población, Jemez Springs, pero a aquél y a
Oppenheimer, les pareció un lugar demasiado accidentado y difícil de acceder.
En su lugar, tuvieron la desfachatez de confiscar una escuela rural, ubicada en
Los Álamos, que a Oppenheimer, quien ya la conocía desde hacía algún tiempo,
pues su propia familia tenía un rancho cerca, le pareció ideal. Un mes después,
a finales de 1942, la Los Alamos Ranch
School y sus casi 22 mil hectáreas que la rodeaban, fueron confiscadas, a
pesar de las airadas protestas de su director, maestros y estudiantes,
justificando que era “de vital importancia” ya que allí se construiría un sitio
para probar explosivos, que en esos tiempos de guerra, era muy urgente
desarrollar, con tal de emplearlos contra los nazis. Aquéllos aceptaron,
tristemente resignados. También se debió lidiar con los rancheros locales a los
que casi se expulsó del sitio si se negaban a “vender” sus tierras. A los más
reacios a hacerlo, se les comenzó a sabotear: hallaban sus tanques de agua
perforados y vacíos, sus reses muertas por disparos… sabotajes hechos por los
soldados, claro. Y, a no querer, los rancheros se fueron retirando gradualmente
He aquí que, hasta en
eso, no se escatimó ningún esfuerzo para la mortífera investigación nuclear, ni
siquiera para pasar por encima de elementales derechos humanos, como ese, el
haber confiscado una escuela que llevaba décadas asentada en ese sitio o
sabotear las posesiones y animales de los rancheros. Obviamente, tampoco se
informó absolutamente a nadie, pobladores cercanos, otros rancheros… a ninguna
persona, lo que se haría en ese sitio, incluso a pesar de que Groves,
Oppenheimer y sus secuaces estaban al tanto de que el estallido no sólo
provocaría una inmediata destrucción, sino que dejaría una letal huella
radioactiva, la que, de entrada, no tenían la más mínima idea de cómo se
comportaría y de hacia dónde se desplazaría (de hecho, el día del estallido, se
procuró que las condiciones climáticas fueran las ideales, o sea, que no
lloviera, ni hubiera fuertes vientos).
Una vez establecido
el sitio del laboratorio y del estallido, Oppenheimer, se dedicó a reclutar a
los más afamados científicos y técnicos, muchos, amigos personales, con la
finalidad de inventar y construir, prácticamente desde cero, la bomba. La forma
en que los contrataban, casi era forzada, pero, además, por el carácter “súper
secreto” de la operación Manhattan, sólo se les decía que se les requería para
un muy importante empleo en el que trabajarían para el gobierno, pero no les
daban más detalles. Lo que sí, es que les aseguraban que la tarea era vital
para la paz y la libertad, no sólo de EU, sino del mundo entero. Y fue así que
prácticamente a todos los que se “invitó” a trabajar en ese proyecto,
aceptaron. Investigadores de las universidades de California, Minnesota,
Wisconsin, Chicago, Rochester, Illinois, Stanford, Purdue, Princeton, Columbia,
Harvard y hasta del MIT se dieron cita en Los Álamos. Incluso, personajes tan
relevantes como Niels Bohr o hasta el mismo Albert Einstein tuvieron
participación en el proyecto.
Muchos de ellos eran
refugiados alemanes, judíos o italianos, huyendo de los nazis y de sus campos
de concentración. Irónicamente, las duras condiciones de Los Alamos, a muchos les
recordaron los terribles días que pasaron en campos de concentración (los que
habían logrado huir, claro), pues, como en tales campos, el “laboratorio”
estaba rodeado de alambre de púas, así como vigilado muy celosamente por
armados guardias militares, que, como dije antes, imponían severas
restricciones para todo, sobre esos empeñosos “hombres de ciencia” (terrible que
el 80% de los aportes “científicos” tengan como primera aplicación la bélica).
También llegó
personal de la Oficina de Estándares, del Instituto Carnegie, del Laboratorio
de Investigación Balística de Aberdeen, Maryland, así como de firmas
industriales y hospitales de Nueva York, Delaware, Saint Louis y otros puntos
hacia el oeste. Nada sorprendente, es que entre las firmas industriales
estuvieran nada menos que Union Carbide,
du Pont o Monsanto, la que proporcionó químicos. Esta nefasta empresa después
dio un giro total, para dedicarse a la creación de engendros transgénicos, como
su maíz Terminator, que se ha
demostrado que causa cáncer su ingestión
Y también Du Pont,
actualmente, se dedica a la investigación transgénica. Así que ambas empresas,
nunca han dejado de atentar contra el medio ambiente y la salud humana.
Y regresando a tantos
“científicos” y personal contratado, sucedió que no sabían que, al haber aceptado,
tendrían que soportar durante casi tres años, terribles condiciones laborales,
en medio de un ambiente desértico y hostil, tanto, que muchos se arrepintieron
de haberlo hecho. El agua escaseaba, por lo que muchas veces era difícil
bañarse (a veces, debían utilizar Coca-cola para “cepillarse” los dientes, de
tanto que escaseaba el agua), el calor era infernal, las viviendas pésimas,
invadidas frecuentemente por fauna desértica como alacranes o culebras. La
alimentación era casi toda enlatada y pocas veces fresca. Las tormentas de
arena eran frecuentes… pero, además, por el aislamiento, necesidades biológicas
como las sexuales, especialmente para los solteros o los que habían acudido sin
su familia, eran difíciles de satisfacer, así que generalmente se hacían a
“escondidas”, sobre todo mediante furtivas visitas clandestinas de los hombres
a las habitaciones de las mujeres. En cierto momento se volvieron tan
frecuentes esos sexuales encuentros, que uno de los generales encargados de la
vigilancia de Los Álamos, llegó a prohibirlos (que después, ante las protestas
de los “científicos” de que al menos eso les fuera permitido, ya que estaban
tan limitados y aislados, se debió de retractar).
Sin embargo, al
enlistarse, tenían que seguir hasta el final, pues, además de que debían de
cumplir con un férreo contrato, como se trataba no sólo de un proyecto secreto,
sino también militar, la vigilancia y el rigor eran mayores a cualquier
laboratorio que se dedicara a experimentos físicos. Para esos técnicos y “científicos”
(apodados allí como los “cabellos largos”), el tener que convivir con militares
(apodados los “plomeros”), igualmente puso a prueba su temple, ya que hasta las
cuestiones más simples, como salir del complejo que se fue armando, requería de
permisos expedidos por dichos militares. De otro modo, no podían hacerlo y
estaban recluidos allí, tanto ellos, como sus familias, los que las llevaron,
justo como el mismo Oppenheimer, quien llevó a su esposa e hijos al lugar. De
hecho, se construyó una escuela dedicada exclusivamente a los hijos del
personal que allí vivía. Y también las familias debían de cumplir con rígidos
protocolos de aislamiento y secrecía, amenazados en todo momento de que por
ningún motivo podían revelar lo que allí veían, so pena de sanciones legales
(no se les decían cuáles, pero con las amenazas bastaba).
La urgencia por
comenzar con la investigación y construcción era apremiante, pues se sabía de
lo que los alemanes estaban haciendo para desarrollar la bomba nuclear. Por
ejemplo, los servicios de inteligencia de los aliados, habían averiguado que
aquéllos habían gastado un millón y medio de dólares en la investigación del
uranio y en químicos especiales para producir plutonio. También habían invertido
en ciclotrones y aparatos de alto voltaje. Además, más de la mitad de sus
científicos habían sido puestos a trabajar en el proyecto, el cual se
identificó mediante el código 811-RFR-111.
Tanta actividad había
alarmado a los militares estadounidenses, así que el Secretario de Guerra Henry
Lewis Stimson (1867-1950) informó de ello a Roosevelt, con tal de que los
esfuerzos que se harían en Los Álamos para construir la bomba nuclear, se
aceleraran lo más que fuera posible, para que pudieran adelantárseles a los
alemanes en el empleo del temible artefacto.
Y eso del temible artefacto, era, en verdad, una verdadera preocupación para Los
Alamitas, como se dio en llamar al equipo de militares, técnicos y
“científicos” que fundaron en Los Alamos
el laboratorio donde se haría la bomba. No tenían antecedentes reales de la
magnitud explosiva y destructiva que lograrían, así que revisaron los
antecedentes históricos disponibles. Uno fue la explosión del volcán que se
hallaba en Krakatoa, en 1883, perteneciente a la zona vulcanológica al este de
Java. El estallido del poderoso volcán dejó 36000 muertos, lanzó el equivalente
a seis y medio kilómetros cúbicos de lava y piedras fundidas a la atmósfera,
provocó oleajes de 15 metros que surcaron todos los océanos, llegando a lugares
tan lejanos como el Cabo de Hornos, en el sur de Argentina y fue escuchado
hasta casi 5000 kilómetros de distancia. Científicos estimaron que ese
estallido fue equivalente a 10 mil megatones (un megatón equivale a un millón
de toneladas de dinamita, así que podemos imaginar la brutal fuerza de ese
estallido volcánico). El otro antecedente, digamos, que tenían los Alamitas,
era que en 1917, casi al término de la primera guerra mundial, el buque Mont Blanc, que transportaba 2600
toneladas de TNT y ácido pícrico, otro explosivo usado en ese tiempo, estalló
en el puerto de Halifax, en Nueva Escocia, matando 1100 personas y destruyendo
poco más de cinco kilómetros cuadrados de la ciudad. La onda expansiva se
sintió a más de 240 kilómetros de distancia.
Esos fueron los
antecedentes explosivos de que se disponía, así que los alamitas estimaron que
la bomba que ellos harían, debía de estar entre el rango de Krakatoa y Halifax,
esperando que estuviera mucho más cerca del último (claro, pues si era como
Krakatoa, ni ellos habrían sobrevivido. Habrían destruido EU).
Por otro lado, a
pesar de la secrecía, no pudo evitarse que se corrieran rumores de lo que se
hacía en Los Alamos: que si eran
colonias nudistas, que si allí vivían mujeres militares embarazadas, que campos
de reclutamiento para internos republicanos, que si partes para submarinos…
incluso, se dijo, muy absurdamente, que allí se construía un nuevo Vaticano, y
hasta uno que otro loco hubo que se propuso para ser el Papa… pero nadie se
imaginaba que allí se construiría la mortífera bomba nuclear, la que, incluso,
cuando estalló el 16 de julio de 1945, exactamente a las 5:29 AM, dejó una
estela radioactiva que, en efecto, afectó a mucha gente y animales, como reses
y caballos, además de que dejó un enorme cráter que cristalizó el material
pétreo del sitio y lo dejó radioactivo por muchos años.
De hecho, cuando fue
el estallido, por todos los medios posibles, tanto el gobierno, así como los
militares, no repararon en esfuerzos para censurar a periódicos o estaciones de
radio que trataron de difundir de lo que sucedió, pues muchos ya tenían
conocimiento de lo que se tramaba allí. La versión “oficial”, que se mantuvo
por varios días, es que había estallado un depósito de potentes explosivos. No
es de sorprender, pues en EU, sobre todo, muchos nefastos y hasta mortales
“experimentos” se han hecho sin que los ciudadanos lo sepan, incluso siendo
ellos mismos los “conejillos de indias” de tales infamias.
Como dije antes, para
evitar que nada se supiera, el personal era extremadamente vigilado, incluso,
se prohibía a los más importantes “científicos” hablar del proyecto con sus
esposas. Así que no tenían vida social alguna y debían de entregarse, tanto en
su total empeño, así como en su total secrecía a aquél.
Como medida
adicional, se emplearon palabras clave para referirse a cuestiones del
proyecto. Así, “tope” se refería a átomo; “bote”, a bomba; “bote tópico”,
designaba a la bomba nuclear; “moda de erizo” era como se referían a la fisión
del uranio; “girar” se refería a aplastar (sobre todo al deshacer los átomos);
“iglú de erizo”, nombraba al isótopo de uranio (eran juegos de palabras
inglesas que comenzaban con la letra inicial. Por ejemplo igloo of urchin, se refería al isotope
of uranium). Para desgracia de los “científicos”, también debieron aprender
ese código, so pena de amonestarlos severamente si se referían a los
experimentos por sus verdaderos nombres.
Nada absolutamente de
lo que ocurriera allí, tanto accidentes de trabajo, como viales, por ejemplo,
podían divulgarse. Hubo algunos muertos, por la naturaleza radioactiva de los
materiales que se empleaban, pero nada salió a la luz. A sus familiares sólo se
les informaba de su muerte y se les entregaban los cuerpos. Así de inhumana e
ilegal fue la reclusión en Los Alamos.
Como se ve, no
importó nada, ni incautar escuelas, ni mantener mortales secretos, ni los
muertos que dejó esa mortífera investigación.
Incluso, hubo contaminación térmica de un río, el Columbia, en Hartford,
Washington, debido a que “extrañas máquinas” (se trataba de los separadores del
U-235) llamadas “pilas” estaban generando calor que estaba aumentando la
temperatura del río. En ese entonces, Harry Truman (1884-1972), que era
entonces senador (y que sucedió a Roosevelt a la muerte de éste), exigió una
explicación. Stimson, el ya mencionado Secretario de Guerra, telefoneó a Truman
y le dijo que se trataba de un “desarrollo muy importante y secreto”. “Usted no
tiene nada más que decirme”, le replicó Truman y se acabó su intento de inspección.
Pues así se las gastaron los estadounidenses, permitiendo contaminación de todo
tipo, con tal de poner la “ciencia” al servicio de la industria de la muerte.
No hubo consideraciones del impacto ambiental que el engendro tendría. En Los
Álamos, se extinguieron a balazos los antílopes, se colocaron trampas para
culebras y tarántulas… en fin, se
eliminó lo que más se pudo a cuanta fauna animal pudiera intervenir con las
instalaciones, cables y todo lo que se requirió (aun así, no dejaron, por ejemplo,
los operadores de los tractores, de hallar culebras enroscadas en los asientos
o tarántulas en el piso. La naturaleza es perspicaz, a pesar de tanta
destrucción humana).
En cuanto a la forma
como se fabricaría la bomba, ya luego de muchas consideraciones, sobre todo
cuando los reactores nucleares generaron suficiente plutonio, aún más raro que
el U-235, se prefirió el diseño de aquélla basado en la implosión (Fat Man,
como se le llamó), en lugar del diseño llamado de “pistola” (Little Boy), que
era el original (de hecho, en Japón se emplearon ambos, “como prueba”. En
Hiroshima se empleó la Little Boy, en tanto que en Nagasaki, la Fat Man).
En la implosión, se
bombardearía simultáneamente con potentes cargas explosivas a un núcleo de plutonio, envuelto en uranio, lo
cual lograría, como así fue, la desintegración de dicho plutonio, generando la
brutal fuerza explosiva tan ansiada por “científicos” y militares. Por eso la
parte más complicada y difícil fue lograr que esos detonadores funcionaran en
milésimas de segundo y simultáneamente. La “solución” fue el empleo de lentes
explosivas, las que actuarían como una especie de lupas, que dirigirían la
explosión hacia el núcleo de plutonio (el diseño de pistola era “más simple”,
pero igualmente letal, consistiendo simplemente en bombardear con potentes
explosivos convencionales un núcleo de U-235).
Justo la construcción
de tales detonadores, fue lo más laborioso y frecuentemente eran rechazados
pues contaban con microscópicas imperfecciones que habrían impedido su “buen”
funcionamiento.
Y ya antes del primer
ensayo nuclear de la historia, un destructor fue cargado con las piezas para
que se ensamblaran las bombas que se emplearían contra Japón… en caso de que
diera buen resultado tal ensayo.
De hecho, se consideraron
cuatro escenarios posibles durante la prueba, los cuales se reportarían en un
parte de prensa (se asignó a un reportero oficial, que se encargaría de la
crónica periodística: William L Laurence (1888-1977), del The New York Times, quien ya había ganado un premio Pulitzer por su
trabajo periodístico y lo volvió a ganar por su crónica del horror nuclear).
Según resultara el ensayo, se reportaría que:
1. “Una fuerte
explosión fue reportada hoy. No hubo daño materiales, ni pérdidas de vidas
humanas”.
2. “Una
extraordinariamente fuerte explosión fue reportada hoy. Hubo algunos daños
materiales, pero no hubo pérdida de vidas humanas”.
3. “Una violenta
explosión ocurrió hoy, resultando considerables daños materiales y algunas
víctimas mortales”.
4. “Una gigantesca
explosión tuvo lugar hoy, resultando en grandes daños materiales y gran pérdida
de vidas”.
Obviamente, no se
consideró ningún reporte, en caso de que el ensayo concluyera con un rotundo
fracaso.
Y lo que no se señaló
en el reporte final fue que, aunque no hubo daños materiales, tanto durante la
construcción de la bomba, así como por los efectos radioactivos, hubo varios
muertos, pues, como ya señalé antes, el manejo de sustancias altamente
radioactivas, ocasionó que varios de los “científicos” y técnicos enfermaran
(Fermi murió de cáncer estomacal, ocasionado porque durante los “experimentos”
estuvo en contacto con sustancias radioactivas).
Por ejemplo, una de
las fases más críticas, el ensamble de la bomba, se hacía en el lugar más
apartado de los Álamos, llamado Omega. Allí, con un aparato llamado la
“guillotina”, se llevaba a cabo la operación llamada “rozándole la cola al
dragón”. Se cortaba un disco de uranio con dicha guillotina y se deslizaba
hacia abajo, hasta colocarlo en el centro, justo, de otro disco. El proceso
producía turbulencias, debido a que pequeñas reacciones en cadena ocurrían,
liberando rocíos de neutrones que los científicos medían. Esas emanaciones
radioactivas dañaron la salud de varios de los experimentadores, y antes de que
finalizara el año, cobró algunas vidas, como la de Harry Daghlian (1921-1945),
quien falleció el 21 de agosto, poco más de un mes después del estallido de
prueba. Fue tan dramática su muerte, que los doctores tomaron fotos de su
condición: sus manos se le hincharon increíblemente y la piel se le caía a
pedazos de su cuerpo. Así sucedió con otros “científicos”.
Tantos “experimentos”
y manejo de mortíferas sustancias radioactivas, contaminaron con radioactividad
el terreno circundante, pero hasta eso se consideró como el inevitable
“necesario costo” que se tenía que asumir, con tal de llevar a la luz al
engendro atómico.
Con todo, a pesar de
tanta seguridad y secrecía, hubo crasos errores, como aquél que contempló las
frecuencias radiales, cuando los pilotos encargados de volar los aviones B-29
que se emplearían para arrojar las bombas atómicas sobre Japón, se dieron
cuenta, para su horror, que la banda de radio con la que se comunicaban con la
base en Los Álamos, era la misma de la estación de radio pública “La voz de
América”, así que cualquiera que sintonizara dicha estación, podía escuchar la
conversación de aquéllos. Ese “error” nunca se arregló, y lo único que se hizo
fue cambiar la frecuencia de FM que empleaban los alamitas.
Más que temer, en
caso de que algo saliera mal, por las vidas de los rancheros y sus ganados
cercanos, temían los alamitas que se produjera una inversión y toda la nube
radioactiva cayera en el campamento.
A pesar de todos los
efectos que el estallido pudiera ocasionar, tanto en los alamitas, como en las
poblaciones cercanas, el 16 de julio de 1945, como ya señalé, exactamente a las
5:29 horas de una clara mañana (habían esperado hasta que hubiera buen tiempo,
pues los días previos habían sido lluviosos y con fuertes vientos) fue detonada
la mortífera bomba. Tenían los alamitas, además, la exigencia de que la
“prueba” debía realizarse antes de la reunión que Truman, ya presidente
sustituto del fallecido Roosevelt, sostendría en Potsdam, capital del estado
alemán de Brandemburgo (la derrotada Alemania sirvió para esa reunión), con Joseph Stalin (1878-1953) y Winston Churchill
(1874-1965). Truman no deseaba hacer partícipes a los soviéticos de lo que
estaba EU preparando, la bomba, y tampoco quería compartir con ellos el
“terrible secreto atómico”. De hecho, se considera que fue gracias a los espías
que informaban a la URSS que los soviéticos, más pronto de lo que hubieran
imaginado los estadounidenses, desarrollaron también la letal bomba nuclear. Entre
tales espías estaban el ya mencionado Klaus Fuchs, David Greenglass (1922-2014),
su hermana, Ethel Rosemberg (1915-1953), y el esposo de ésta, Julius Rosemberg
(1918-1953. Ethel y Julius fueron electrocutados por “traición a la patria”. Se
considera que su ejecución fue un exceso y, más bien, su muerte se debió a los
enfrentamientos que la confrontación entre EU y la URSS ocasionaron durante los
años de la llamada guerra fría). Los
espías soviéticos a quienes todos aquéllos informaban fueron Anatoli Yakovlev
(1913-1993), quien se desempeñaba como cónsul general de la URSS en Nueva York,
así como Alexander Feklisov (1914-2007), quien trabajaba para la KGB.
Pues bien, a pocos
segundos del brutal, destructivo estallido, se formó un temible hongo de fuego
que obscureció el sitio, con miles de cenizas y polvo radioactivo, varios
kilómetros a la redonda.
Excitados por su
demencial “triunfo”, varios “científicos” se quitaron los lentes protectores y
quedaron ciegos. Fermi calculó que su fuerza destructiva fue equivalente a
veinte mil toneladas de TNT. Así iniciaba la mortífera, infame y absurda “era
nuclear”.
La bomba de cinco
toneladas de peso había sido montada sobre una torre metálica de treinta metros
de altura que se evaporizó instantáneamente y un cráter de 360 metros de
diámetro y una profundidad de siete y medio metros al centro, había quedado,
cubierto por arena fundida en perlas, las que tomaron un tono verde jade, por
lo que fueron bautizadas como trinititas.
Los efectos radioactivos duraron años en desvanecerse.
Lo que más temían los
alamitas, que hubiera una inversión de vientos y la nube radioactiva cayera en
Los Álamos, para su, digamos, “buena suerte”, no fue así y dicha nube se
esparció sobre pueblos cercanos, ranchos y ganado, sin que la gente lo supiera.
Eso fue, en realidad, un acto criminal, pero Groves, a pesar de que tanta gente
se había afectado por los efectos radioactivos, no permitió que se difundiera
lo que había sucedido. Muy pronto los rancheros reportaron que su ganado
comenzó a perder pelo y las personas comenzaron a presentar también problemas
en la piel, así como pulmonares, digestivos, circulatorios y metabólicos, por
los efectos de la radiación, que en algunos sitios llegó a 35 roentgen,
altísimos y mortales (un roentgen es la medida que determina la exposición a la
radioactividad. Soportamos, normalmente,
cuando mucho 200 miliroentgen al año).
Sin embargo, las
enfermedades, mortales algunas, que se dieron en gente y animales, no pudieron
ocultarse y una lluvia de demandas siguieron durante meses y hasta años.
Bueno, y hasta allí,
no habría habido mayor problema, excepto porque al ser exitoso el estallido, no
se dudó en emplearlo contra Japón, a pesar de que el 13 de julio del mismo año,
1945, 500 bombarderos habían destruido con miles de bombas incendiarias, más de
la mitad de varias ciudades de dicho país, Tokio, entre ellas. Esas tres mil
bombas que se emplearon representaron menos de un sexto de la letalidad de la
bomba nuclear que se arrojó en Hiroshima.
Incluso militares
como Eisenhower (1890-1969) y George Marshall (1880-1959), se opusieron al
empleo del mortífero artefacto, pues Japón, consideraban, estaba ya
prácticamente derrotado. También varios científicos conscientes del temible
poder nuclear estuvieron en contra de que se empleara, entre ellos, el ya
mencionado Leo Szilard.
Sin embargo, se utilizó
la bomba, y la saña con que actuaron los militares y “científicos” a favor de
que se usara, fue desmedida, pues, en primer lugar, el “ultimátum” dado a Japón,
de sólo tres días, fue tan rápido, que ni tiempo les dio a militares y
autoridades japonesas de considerarlo. Ya el barco militar Indianápolis, que
transportaba las bombas nucleares que serían arrojadas sobre Japón, había
arribado a la isla de Tinian y estaba listo. Sólo faltaba recibir la orden, que
se dio en la mañana del 6 de agosto de 1945. El bombardero B-29, bautizado como
Enola Gay, piloteado por Paul
Tibbets, partió de dicha isla hacia Hiroshima, en donde fue arrojada la bomba Little Boy, del diseño tipo gatillo, menos
potente que la Fat Man, que era de
implosión. Esa bomba, la Little Boy,
dejó 78,000 muertos, cientos de heridos y destruyó tres quintas partes de la
ciudad.
Casi sin dar un aviso
preventivo de que se emplearía otra bomba, se usó una segunda, la Fat Man, sobre Nagasaki. El B-29,
bautizado como Bock’s Car, piloteado
por Charles Sweeney, arrojó el mortífero artefacto a las 12:01 horas del 9 de
agosto de 1945. Aquí, hubo 100,000
muertos, cientos de desaparecidos (los desafortunados que estuvieron en contacto
con el infernal hongo atómico) y dejó un cráter de casi 65 hectáreas de
extensión, borrando del mapa a cientos de edificios, casas, escuelas, iglesias…
doce horas después, lo que quedó de Nagasaki, aún ardía y las densas columnas
de ocre humo podían verse por pilotos a 320 kilómetros de distancia.
En conjunto, las dos
bombas dejaron más de 180 mil muertos inmediatos y se calcula que otras 247 mil
personas fueron muriendo con el transcurso de los meses y los años, pues luego
de diez, seguían muriendo japoneses, a consecuencia de las enfermedades
degenerativas ocasionadas por la radioactividad. A la fecha, aún persisten
males genéticos por causa de tal infamia. Si vemos las imágenes de la
destrucción, son pasmosas, pues fueron, literalmente, borradas del mapa vastas
zonas de ambas ciudades. Las bombas fueron detonadas a bastante altura, porque,
de acuerdo con la “prueba” efectuada en Trinidad, a mayor altura, mayor poder
destructivo
La única
“consideración” que se tuvo fue la de no bombardear Kioto, pues se le tenía
como la capital cultural y más antigua de Japón, ¡vaya magnanimidad!
En el libro “La
Campana de Nagasaki” (Editorial Oberón, 1956), se dan testimonios del terror
que experimentaron los sobrevivientes, antes y después del estallido nuclear.
Fue escrito por el doctor Paulo Takashi Nagai, uno de tales sobrevivientes, quien
a los pocos años, en 1951, también moriría a causa de la leucemia ocasionada
por estar en contacto con las nubes y los enfermos radioactivos. El título se
debe a que la campana de la catedral de Urakami fue desprendida violentamente
por la explosión de su atrio, pero fue hallada en perfectas condiciones por un
grupo de personas que la colocaron de nuevo en su sitio y usaron su tañido como
esperanzadora energía para seguir adelante (posiblemente el tesón de los japoneses,
los impulsó a continuar viviendo y reconstruir todas sus arrasadas ciudades).
Uno de tantos
testimonios es el siguiente, del señor Chimoto, que estaba cortando pasto,
sobre la colina del cerro Kawahira, a buena distancia del impacto principal de la
bomba, quien se arrojó al suelo al ver un B-29 arrojar un artefacto: “…Eché
cuerpo a tierra. Cinco, diez, veinte segundos. Un minuto, tal vez. Transcurrió
bastante tiempo, mientras trataba de contener la respiración. Un destello me
deslumbró repentinamente. Fue un enorme resplandor, más poderoso que la luz del
día, pero no oí ningún ruido. Levanté temeroso la cabeza. El objeto había caído
en Urakami. Por encima de la iglesia de este distrito y en sus cercanías
flotaba una enorme masa de humo blanco que se iba extendiendo exageradamente.
Pero lo que me sorprendió más fue el ver una ola que con fuerza incontenible
venía abalanzándose desde las colinas y laderas de Urakami y que nacía debajo
de la nube de humo. La ola derribaba cuanto encontraba a su paso, como piezas
de ajedrez: estallaban las casas, volaban los árboles y arrasaba y quemaba las
plantas, y mataba todo lo vivo. La demoniaca ola seguía avanzando
desenfrenadamente, y mientras yo trataba de hacer algo ante el inminente
peligro, la ola ya había arrasado el bosque que rodeaba a la montaña que tenía
al alcance de mis ojos y subía por las laderas del cerro Kawahira”.
A pesar de que el
señor Chimoto trató de esconderse en una zanja, la tremenda presión del aire,
provocada por la explosión, lo sacó de la zanja y lo arrojó cinco metros
adelante, hasta que fue detenido por el muro del jardín de su vecino. De la
vegetación cercana, sólo quedaban restos de árboles derribados y plantas
arrancadas. Tal fue la terrible fuerza de las abominaciones creadas por los
alamitas.
También se emplea,
como “justificación”, que la invasión a Japón (que ya estaba prácticamente
derrotado, hay que aclarar), habría costado medio millón de vidas de soldados
estadounidenses. A la fecha, no existe ninguna prueba de que eso habría
realmente ocurrido.
Y a pesar de tanta
destrucción, ni Fermi, ni Oppenheimer, los principales artífices de la bomba,
aunque tuvieron algún escozor de remordimiento, no se arrepintieron de que se hubiera
empleado contra Japón. Según ellos, y muchos otros, como militares y el propio
Truman, si ese infernal invento garantizaba en adelante la “paz duradera”, se
daban por bien servidos. Vaya aberración, pues, al contrario, nunca ha dejado
de haber guerras y la latente amenaza nuclear sigue allí, incluso en sus
aplicaciones “pacíficas”, como los peligrosos reactores nucleares, de los que
muchos países se valen para generar electricidad. Son, en conjunto con el
arsenal nuclear, bombas de tiempo, como el estallido del reactor de Chernóbil,
por ejemplo (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2012/07/el-mortifero-legado-nuclear.html).
La soberbia actitud
de esos “científicos” les valió recriminaciones. A Fermi, su hermana le dijo
que “sólo Dios puede juzgar tu moralidad”.
Igualmente,
Oppenheimer fue criticado por familiares y amigos muy cercanos, muchos de los
cuales se arrepintieron de haberlo tenido alguna vez de invitado en sus casas.
Y de nada le valió a
Oppenheimer su entrega en construir tan mortífero artefacto, ni estar
completamente de acuerdo en su empleo, pues un juzgado lo acusó de que por su
falta de cuidado, se había fugado el secreto atómico con espías como Klaus
Fuchs, lo que había facilitado que la URSS desarrollara también, muy rápido, la
bomba atómica. Irónicamente, EU deseaba guardar para siempre en secreto el
mortífero poder nuclear, pero cuando se enteraron en agosto de 1949, de que los
soviéticos habían detonado una bomba nuclear, Truman ordenó que Los Álamos
continuara con su letal producción de bombas nucleares, con lo que dio inicio
la guerra fría, absurdo periodo en que la “superioridad” militar de uno u otro
país, URSS vs. EU, consistió en ver quién de los dos tenía más armas nucleares.
Estúpida confrontación, pues una guerra nuclear, incluso a escala local,
dañaría severamente a todo el planeta. Se han hecho simulaciones computacionales
para ver qué efectos tendría una guerra nuclear entre la India y Pakistán y los
efectos al planeta durarían años, como una nube radioactiva que alteraría el
clima, más de lo que ya está, y disminuiría la entrada de luz solar, además de
que los efectos de tal nube durarían años y ocasionarían millones de muertos en
todos los países (ver: http://www.argenpress.info/2014/07/como-seria-el-mundo-despues-de-una.html).
Oppenheimer fue
vetado por algún tiempo de sus funciones “científicas”, hasta que, años
después, durante la presidencia de Lyndon B. Johnson (1908-1973), se le
“premiaron” sus (inmorales) esfuerzos.
Los Álamos, merced a
la carrera armamentista nuclear, tomó nuevos bríos y siguió funcionando como el
sitio en donde, a partir de entonces, se construyeron miles de bombas.
Como habría resultado
muy caro e inútil dedicar Los Álamos sólo para fabricar bombas nucleares, sobre
todo cuando la guerra fría terminó, se le han ido dando, desde entonces, otros
usos (pues, además, resulta costoso su sostenimiento y poco justificable, más
aún, cuando ha habido “accidentes” y fugas de informes secretos).
Uno de tales usos, es
que se encarga de dar, digamos, mantenimiento a los artefactos nucleares
existentes, mediante simulaciones de computadoras, pues, supuestamente, los
ensayos nucleares ya están prohibidos desde hace años, pero también es para ver
su vida útil, pues muchos de sus
componentes podrían reaccionar al tiempo y a la corrosión, así que tales bombas
podrían ¡estallar solas! ¡Vaya latente peligro!
De hecho, los países nucleares, EU, Inglaterra, Francia,
Israel, Rusia, China, India, Pakistán y Corea del Norte, gastan millones de dólares
anualmente, a pesar de la crisis económica, para “dar mantenimiento”,
modernizar e, incluso, fabricar más armas nucleares, no bastando con las miles
que ya poseen (ver: http://www.argenpress.info/2014/11/los-recortes-no-afectan-las-armas.html).
Pero también se ha
encargado Los Álamos de llevar a cabo algunos proyectos de investigación
médica, tales como el desarrollo actualmente de tres vacunas contra el VIH y
cosas así, sobre todo porque pueden alquilarse algunas de sus instalaciones
para ciertas investigaciones (ver: http://en.wikipedia.org/wiki/Los_Alamos_National_Laboratory).
De todos modos, el
inicial, mortífero legado que se creó en Los Álamos, sigue muy vigente, por desgracia.
Señala Lamont, al
respecto que “Los ocupados científicos habían restablecido a Los Álamos como el
principal centro para el desarrollo de armas atómicas. Más del 90 por ciento
del arsenal nuclear surgió de sus laboratorios. Sus 13 mil habitantes pescaban,
jugaban golf, procreaban, iban a la iglesia, se preocupaban por sus escuelas y
continuaron haciendo suficientes bombas como para incinerar su estilo de vida y
el de todo el planeta en un instante”.
Desafortunadamente es
una amenaza que, a 69 años de creada, está cada vez más cerca y latente de
destruirnos, junto con el planeta.
Contacto:
studillac@hotmail.com