lunes, 13 de enero de 2020

La Intervención Francesa, el aventurerismo militar que repudiaron sus soldados


La Intervención Francesa, el aventurerismo militar que repudiaron sus soldados
Por Adán Salgado Andrade

La historia de México está llena de infamias. Comenzando con la destrucción política, social y económica que provocó el genocidio colonialista hecho por España, seguido de su control territorial durante 300 largos años, lo que nos legó la herencia colonial maldita, causante de muchos de nuestros negativos rasgos, tales como el inconsciente racismo – que se ve en que se prefiere lo “güero” a lo prieto, como símbolo de guapura –, la enajenadora y manipuladora religiosidad – guadalupanismo, san judas tadeísmo, santa muerte, entre otras tóxicas, deformadoras idolatrías –, indolencia – despreocupación total por lo que pueda suceder y la consecuente falta de acción social –, subdesarrollo científico y tecnológicos, entre otros, que nos han mantenido en una soporífera, dominada condición. Ahora, estamos neocolonizados, pues seguimos siendo muy importantes por nuestras materias primas y mano de obra barata. Estados Unidos, hoy, hace el papel de España en el siglo 16.
Luego, vino la pérdida territorial, justamente frente al ya mencionado Estados Unidos, entre 1836 y 1853, comenzando con Texas y siguiendo con California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah y partes de Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma. No perdimos más porque aquél país entró en guerra civil (el Norte peleó contra los esclavistas del Sur).
Después, no terminábamos de recuperarnos de ese oprobio – impuesto por la superioridad bélica de Estados Unidos, no por la razón –, cuando Francia, pretextando una falta de pago de la deuda que México tenía con ese país, promovida por Benito Juárez (1806-1872), declaró la guerra y procedió a la invasión.
Francia estaba comandada, en ese entonces, por Luis Bonaparte, conocido como Napoleón III (1808-1873), sobrino de Napoleón Bonaparte (1769-1821). Sus deseos de extender sus dominios, lo llevaron a pensar en que la anexión de México, le anotaría un triunfo para su prestigio, muy bajo por tantos fracasos militares que había tenido.
Así, entre 1862 y 1867, Francia se embarcó en ese aventurerismo militar, debido, simplemente, a la torpe ambición de Napoleón III.
Podría pensarse que ese nuevo, infame suceso, tendría la total oposición de los mexicanos y que hubiera sido una acción que todos los franceses aprobaban, pero no fue así, como veremos.
Bastantes detalles de esa intervención son revelados en el libro “Yo, el francés. Crónicas de la Intervención Francesa en México (1862-1867)”, escrito por el gran historiador francés, nacionalizado mexicano, Jean Meyer, quien realizó un meticuloso trabajo de investigación, consultando archivos militares de esa época. Estos archivos contienen, no sólo cifras del ministerio de la defensa de entonces, sino cientos de cartas de los militares, de distintos rangos, en los que reflexionan acerca de esa infame, inútil intervención (el libro se publicó en el 2009, por Tusquets Editores).
Es a través de los testimonios de cientos de militares, desde soldados rasos, hasta oficiales de alto nivel, que Meyer muestra que, en efecto, no estaban de acuerdo, ni entendían el por qué de esa invasión. Cito a uno de ellos: “Se equivocan en Francia si creen en resultados inmediatos; sólo con mucha gente, mucho dinero y tiempo, se puede sacar algún provecho. No se asombre del deseo que tenemos todos (los militares) de volver pronto a Francia. La expedición, mi general, no le simpatiza a nadie en el ejército”, escribía un oficial a su superior.
Menciona, justamente, que con mucho dinero habría podido hacerse algo, pero eso era lo que Francia menos tenía, pues fue muy costoso para ese país llevar a tantas tropas, con sus respectivos arreos de armas, municiones, transportes marítimos, terrestres, caballos…
Sobre el “pretexto” para la invasión, se describía cómicamente entre los soldados franceses como: “Érase una vez un presidente de la República mexicana llamado Zuloaga, que era un viejo cornudo. Su joven y guapa mujer se enamoró de un hermoso muchacho llamado Miramón; consiguió que su marido lo hiciera general y luego obligó a su marido a abdicar en favor de su amante. Pero un malvado llamado Juárez pretendió que a él le tocaba la presidencia y corrió al joven y hermoso Miramón; entonces Miramón le firmó a un banquero llamado Jecker una letra reconociendo muchos millones, de los cuales recibió muy poco, utilizó ese poco para hacer la guerra a Juárez, quien lo derrotó y, por lo mismo, afectó a Jecker. Pero el emperador Napoleón tenía un hermano, el duque de Morny, que siempre necesitaba dinero; el tal duque, compró a Jecker su vale por unos centavos y llevó a Napoleón a hacerle la guerra a Juárez, para obligarle a pagar el préstamo conseguido por el rebelde Miramón para destruir al gobierno legítimo de su país”.
Eso sintetiza, burlonamente, el pretexto tan burdo que usó Napoleón III para invadir a México, con lo que esperaba también, como señala Meyer, “ponerle un alto al rápido desarrollo de la joven república de los Estados Unidos, tomando como base de operaciones a México. Napoleón esperaba una buena acogida por parte de los mexicanos, ‘raza latina’, como los franceses, gracias al rencor que guardaban a los Estados Unidos, que les habían quitado Texas y California. Dueño de México, o mejor dicho, en acuerdo con México, el Emperador soñaba con apoyar a los Estados del Sur (otra ‘raza latina’) contra los anglosajones del norte. La Unión captó inmediatamente la amenaza, y tan pronto como hubo acabado con los confederados exigió, invocando la doctrina Monroe, la pronta retirada de los franceses. Así fue. Napoleón tomó la amenaza muy en serio y anunció inmediatamente al mariscal Bazaine su decisión de poner fin a la Intervención”.
Achille Bazaine era el militar de más alto rango, encargado de las operaciones de la invasión. Napoleón, explica Meyer, le pidió discreción sobre el asunto de terminarla. Y por ocultar el secreto, Bazaine fue tomado por traidor, que estaba boicoteando las operaciones. Pero no fue así, pues, cuando en Estados Unidos concluyó la guerra civil, en 1865, con la presión que comenzó a ejercer para que Francia se retirara de México, los sueños de grandeza de Napoleón III, se frustraron.
Aunque no se debe de pensar que Estados Unidos actuó de buena fe, pues, en realidad, lo que deseaba era obtener mucho más territorio del que nos había robado. Quizá por guardar las apariencias no lo hizo, sobre todo si su reclamación a Francia era que no podía invadir y apoderarse de un país independiente. Como se ve, eran puras hipocresías. De todos  modos, es no nos quita que, actualmente, Estados Unidos nos domine en casi todo, como, por ejemplo, en el comercio, con el cual sostenemos casi el 85% de lo que compramos y vendemos.
Por tanto, siendo la justificación de Napoleón III muy absurda, puede entenderse el coraje de los militares franceses en llevar a cabo un aventurerismo militar que sólo beneficiaba a aquél. Otro general, un tal Du Pin, decía: “En cuanto a mí, estaría encantado de dejar este país en el cual he llevado una guerra atroz sin ningún resultado y, ¿para quién?, para un miserable Emperador que vino a enriquecerse a expensas de sujetos ya arruinados”.
A Du Pin, Meyer lo describe con un cruel, bárbaro militar, que aplicaba la regla de no tomar prisioneros, asesinarlos a todos, pues era una forma de someter a los mexicanos, con el terror, o sea, si no era por las buenas, lo sería por las malas. Y es que al principio, se trató de someter al país con las menores batallas posibles, que los mexicanos tomaran a Francia como su “salvadora”, como se describe arriba, para que se pudieran vengar de los estadounidenses que nos habían robado territorio.
Pero muchos militares franceses, la mayoría, se dieron cuenta de que estaban equivocados con los mexicanos, que no eran unos “pobres indios” que aceptarían la dominación tácitamente.
Muchos de tales soldados, admiraron el valor de Juárez de enfrentarlos y de no ceder ante los ofrecimientos de “paz” que hacían Maximiliano o Napoleón III. Y por eso fue que comenzaron a decepcionarse, explica Meyer, pues nunca derrotaron fácilmente a los mexicanos y, cuando lo hicieron, como en el largo sitio de Puebla, fue a costa de perder muchos hombres.
Ya se mencionó que había mexicanos que apoyaban la Intervención, para que se estableciera un Imperio, como así fue, el efímero de Maximiliano, pero era la parte conservadora del país, los pertenecientes al partido republicano. Incluso, hubo apoyo militar de varios generales mexicanos, pertenecientes a dicho partido, como Miramón o Mejía, quienes unieron sus fuerzas para combatir a sus compatriotas que estaban contra la invasión. Vergonzoso, pues ese colaboracionismo es lo peor que pudo haber, que un “mexicano” traidor combatiera a un mexicano leal (eso sucedió, por ejemplo, cuando los nazis invadieron Francia en 1941, que la policía y los militares franceses colaboracionistas, tomaban prisioneros a los franceses patriotas que nunca, siquiera, pensaron en unirse al enemigo).
Pero también hubo muchos mexicanos, sobre todo campesinos pobres, que se les unieron porque les prometían que, de tener un imperio, los favorecerían y les ayudarían a mejorar sus condiciones de vida, que ni Juárez había logrado o no se había interesado en hacer (de hecho, Maximiliano promovió leyes que favorecían a las comunidades, pues muchas de sus tierras les habían sido arrebatadas por las compañías deslindadoras, auspiciadas justamente por Juárez, las que retenían una tercera parte de todos los deslindes que hicieran de tierras “vírgenes”. Aquéllas, ilegalmente, tomaban a las tierras de campesinos como “vírgenes”. Maximiliano pretendió acabar con esa práctica).
Sigue el minucioso análisis de Meyer señalando otro dato muy sorprendente, que fueron las enfermedades, no las batallas, las que mataron a más soldados franceses. Dice que de los 38,493 soldados que ingresaron al país entre 1861 a 1867, 6,987 fallecieron. Pero de esos fallecimientos, sólo 2,152 fueron en batalla o muerte violenta y nada menos que ¡4,735! murieron por enfermedad.
Enfermedades como el paludismo o la llamada fiebre amarilla (vómito, como le decían) y otros males, provocados por picaduras de insectos ponzoñosos, sobre todo en la costa, en Veracruz, tierra caliente, atacaban a la soldadesca francesa y miles no sobrevivían a sus letales efectos. Describe cómo muchos, casi al desembarcar, enfermaban y en pocos días, morían. Por eso, trataban de avanzar lo más rápidamente posible al altiplano central, a la ciudad de México o a estados como Guanajuato, Puebla, Querétaro, para evitar el permanecer tanto tiempo en lugares que estaban tan infectos de mortales enfermedades.
Y todas esas cosas, decepción de la guerra, brutales encuentros que dejaban cientos de muertos, enfermedades mortales… llevaban a muchos a desertar. Varios, huían de los cuarteles y se perdían entre la población, la que los acogía con mucho gusto, pues un desertor era su amigo, ya que estaba huyendo de los enemigos, debió de haber sido el razonamiento.
Ni tampoco pudieron con las guerrillas que asolaron a los franceses entre 1865 y 1867. A pesar de que muchos de aquéllos habían combatido en lugares como África o Argelia, nunca pudieron dominar totalmente a los guerrilleros mexicanos, quienes los emboscaban letalmente con pequeños grupos.
Además, para muchos, venir a México sólo significó la posibilidad de recibir un rápido ascenso, pues entre más alto rango tuvieran, más ganarían. Y con un alto rango, a la hora de jubilarse, se obtendría una buena pensión.
Señala Meyer que la mayoría de los soldados pertenecían a las clases bajas, como hijos de obreros y/o campesinos, así como a las clases medias. Pocos eran los que provenían de familias adineradas.
En cuanto a su preparación, un 56% eran hechos en la tropa, o sea, por la experiencia, en tanto que un 46% era de escuelas militares.
Como quiera, tenían la mayoría preparación, además de sensibilidad. Entendieron a los mexicanos y no estaban de acuerdo con su sometimiento. Y eran los “historiadores” de la Intervención, como los llama Meyer, pues fueron tantos sus testimonios postales, que, por eso, fue posible que él reconstruyera con bastante exactitud cuál era el sentir del militar francés en estas tierras.
Muchos se quedaron en México y se casaron. Nunca regresaron a Francia. O tuvieron sus novias mexicanas, en lo que duró la Intervención. Así que es claro que ni franceses, ni mexicanos, se “odiaron a muerte”, pues hubo significativos porcentajes en ambas nacionalidades que congeniaron muy bien.  
Otro aspecto es que casi todos los soldados franceses tenían una opinión adversa de la iglesia, pues, decían, los sacerdotes eran los que les ponían a los mexicanos en su contra, desdeñando la conveniencia de establecer un imperio. A pesar de estar en contra de la invasión, muchos militares franceses pensaban que, en efecto, estarían mejor los mexicanos bajo un imperio y, sobre todo, más protegidos ante los embates de los estadounidenses.
Hace una interesante comparación entre los soldados franceses y los estadounidenses, pues éstos, veían al mexicano de una manera despectiva, como un “indio” que tenía que ser derrotado y conquistado, pues, estaban convencidos seriamente, que era su “tarea divina” la de conquistar tierras vírgenes ociosas, “pues es pecado dejar sin producir a tierras tan fértiles”. Por esa, digamos, “prepotencia divina”, fue que casi extinguieron a las tribus nómadas, nativas de lo que se convirtió en Estados Unidos, a las que llamaban, simplemente, “pieles rojas”, sin distinción de ningún tipo en su origen étnico, vistos como simples salvajes a los que tenían que exterminar. Eso muestra que los “salvajes” eran ellos.
Y por esa estúpida justificación fue que nos robaron más de la mitad del territorio, como ya señalé arriba.
Con los soldados franceses, eso no sucedió, pues al ser más sensibles y preparados, pudieron comprender por qué los mexicanos, sobre todo, los juaristas liberales, oponían férrea resistencia a la Intervención y deseaban, cuanto antes, la retirada de Francia.
También menciona Meyer que, en cierto modo, se dio una relación de mutuo beneficio, sobre todo, entre los mexicanos que sí querían un imperio y odiaban a Juárez o los que pensaban que estarían mejor. Eso, porque el país estaba en ruinas en varios aspectos. Los franceses lo describían como muy descuidado, con malos caminos, campos sin sembrar, ciudades en ruinas…
Claro, no podía esperarse menos, pues no hacía mucho que México se había “independizado”. La dominación española de 300 años, lo dejó endeudado, empobrecido, humillado. La pérdida territorial ante Estados Unidos, también le dio otra dosis de lo mismo, deprimiendo más el ánimo de los mexicanos de entonces. Por tal motivo, muchos veían a los franceses como los posibles salvadores, quienes habrían podido ayudarlos económica y políticamente.
Cuando ya se anunció la retirada, esos grupos de mexicanos que los apoyaban, tanto con recursos, así como militarmente, se sintieron decepcionados. Fue el momento en que todos los mexicanos, o casi todos, exigieron que se fueran los franceses, que sólo desgracias habían traído al país.
Y se fueron, dejando a Maximiliano a su suerte, la que se decidió con su fusilamiento en el Cerro de las Campanas, el 19 de junio de 1867. Todo mundo lo dejó solo. Para Napoleón III, ya era una carga, que no podía seguirse sosteniendo.
Y los colaboracionistas que ayudaron a los franceses, comenzaron a temer por sus vidas, sobre todo los que lucharon al lado de los ellos.
Federico Gamboa Iglesias (1864-1939) escribió un relato corto titulado “El Evangelista”, en el que el personaje principal, Moisés, era hijo de un hacendado venido a menos, que se une a los franceses para que su padre pudiera “recuperar sus pasadas glorias”. Al final, tiene que ser disfrazado y sacado sigilosamente de la hacienda, con tal de que no lo apresaran las fuerzas liberales y lo fusilaran.
Lo que nos lleva a pensar que, finalmente, nunca habrá totales lealtades, ni patriotismo ciego. Como puede verse en la cinta “La Huelga”, 1925, de Sergei Eisenstein, cuando a un grupo de indigentes que vivían en barriles enterrados, les pagó la policía para que boicotearan a una huelga de trabajadores, lo hicieron, sin importarles que dichos trabajadores eran tan rusos como ellos, que además estaban defendiendo, con su huelga, una causa noble, las de obreros contra patrones.
Así que el factor económico puede determinar el actuar de casi cualquiera, comprar su voluntad.
No puede culparse, por tanto, que los mexicanos pobres de entonces, dentro de su ignorancia, vieran una alternativa en los franceses, para mejorar su vida.
Y quizá si ahora ofreciera Estados Unidos mejorar la economía de México, ofrecer salarios mínimos de mil dólares mensuales si se anexara, sin lugar a duda, la mayoría de mexicanos lo aceptarían.
Puede concluirse, por tanto, que la mejor “invasión” es aquélla del dinero.
En este sistema capitalista salvaje, la promesa de súbito enriquecimiento, será la mejor de las invasiones.