martes, 31 de julio de 2018

Conversando con una maestra de natación



Conversando con una maestra de natación
por Adán Salgado Andrade

Liliana vive sólo con su madre y es el sostén de ambas.
Como muchísimos citadinos, diariamente, de lunes a sábado, debe de atravesar la ciudad para llegar a su empleo. Vive en Netzahualcóyotl, a la altura de lo que llaman El Salado, por el metro Acatitla, y debe de ir hasta las Lomas de Chapultepec, al balneario en donde imparte clases de natación. Se va al metro Tacubaya y, de allí, toma un camión que hace 45 minutos a su destino.
Estudió natación en la escuela superior de educación física (ESEF) y de dar clases de eso, en distintas escuelas, ha vivido.
En periodo vacacional, tiene un horario, digamos, cómodo, pues entra a las once y media y sale a las cuatro y media, cinco de la tarde, llegando a su casa a las siete y media u ocho de la noche, dependiendo de qué tan rápido sea el transporte o de que su novio la recoja en algún metro de la Línea “B”.
Tiene cinco años trabajando allí y, también como millones de mexicanos que laboran, no tiene las “prestaciones de ley”, excepto su sueldo, a pesar de que lleva cinco años dando clases en ese lugar. “¿Cuándo te enfermas, es el simi?", le pregunto, refiriéndome a la única alternativa, dado el pésimo servicio de salud público, que tienen muchos mexicanos, de recurrir a los consultorios médicos con los que cuentan casi todas las farmacias que venden medicinas “similares”. “Sí, tengo a mi doctora, pero, mejor, trato de no enfermarme”, dice, sonriendo. Aunque, en general, dice que goza de buena salud, sobre todo porque como su trabajo le exige constante ejercicio, lo atribuye a ello.
Cuando le pregunto sobre su salario, me responde, “Mira, no me pagan tan mal, es por hora, más o menos cien pesos”, me dice, evitando decir la cantidad exacta. La entiendo, pues muchas personas prefieren no decir cuánto ganan. Es una especie de prejuicio social muy extendido.
Así que es variable su sueldo, pudiendo ganar en un día de cinco horas, quinientos pesos. “Cuando hay clases, gano más, pues entro, por ejemplo, a las ocho, los martes, y hasta las siete de la noche”. O sea, son once horas las que está laborando, menos la de comida, que es de tres a cuatro. Lleva sus alimentos, para calentarlos allí, pues, hasta eso, tienen su comedor y su cocina “muy bien”.
Son cinco empleados los que trabajan en ese balneario, tres maestras, un maestro y la encargada, al que acuden mayoritariamente judíos. “Como un noventa por ciento son judíos. Y hay de Chile, de Argentina, de Canadá… pero, los que más, son de Israel, sí, judíos de Israel. Me dicen que les gusta mucho México porque aquí ganan muy bien”, abunda. Sí, supongo que la facilidad para hacer negocios en México, a pesar de tantas desventajas, como la violencia, la corrupción, la inseguridad… valen la pena. A pesar de tantos problemas, no ha dejado de haber inversiones extranjeras en el país y a pesar de la “incertidumbre” que está generando Estados Unidos en cuanto a si se mantiene o no dentro del tratado de libre comercio (ver: http://imparcialoaxaca.mx/economia/173689/aumenta-la-inversion-extranjera-en-mexico/).
Y, claro, en la zona en la que se ubica el balneario, las Lomas de Chapultepec, se justifica y es menester que se cobre caro. Dice Liliana que la mensualidad es de mil ochocientos pesos, una hora a la semana, distribuida en dos medias horas. “Sí, por ejemplo, pueden ir lunes y miércoles o martes y jueves o miércoles y viernes… como se acomoden”. Véase, la explotación a la que se le somete, pues ella recibe sólo cuatrocientos pesos por estudiante, o sea, poco más del veintidós por ciento. En tanto que el deportivo se queda casi con el ochenta por ciento de las entradas. Podríamos suponer que gasta mucho en mantenimiento, pero seguramente con el diez por ciento de las mensualidades se cubre ese rubro. Además, no está regularizado o no totalmente, por eso es que no les brinda prestaciones. Así, la dueña gana más, sin preocuparse de si tengan seguro social o fondo de ahorro… sólo su pago por hora. Pero con los esquemas actuales de outsourcing, que el pago es por hora, sin prestaciones y los contratos son de un mes o menos, con tal de no crear antigüedad (gracias a la impuesta “reforma laboral” de la mafia en el poder actual), es “normal” para muchas empresas trabajar así.
Las clases son de media hora y la mayoría de sus alumnos son niños pequeños, de entre año y medio a tres años. Me explica que un bebé podría estar aprendiendo desde la semana de nacido, pues “nos formamos en agua, así que es natural. Si todos tomáramos clases de natación, desde chicos, no tendríamos problemas para nadar”, afirma Liliana, quien, a pesar de estar a diario en contacto con el agua clorada de la alberca varias horas, luce su cara bien cuidada. Tiene 31 años, pero representa menos, unos 25, le digo. “Es que siempre me pongo crema y bloqueador, cada que salgo del agua, porque se te va cayendo”. La ventaja es que todo el balneario es techado, pero, de todos modos, emplea bloqueador.
También tiene mucho cuidado con sus ojos. “Mira, aunque el agua de una alberca esté muy clorada, no te irrita lo ojos, es la pipí la que te los irrita – dice, sonriendo, irónica –. Yo, como ya estoy acostumbrada a reconocer una alberca, sé muy bien cuando tiene muchos orines, y ni me meto cuando está así”. Me dice que no existe ninguna alberca libre de orines, pues mucha gente, niños, sobre todo, se orinan. “Fíjate, los bebés se orinan a cada rato y, ni modo, te aguantas, porque les estás dando clases”, agrega, suspirando.
Los primeros ejercicios que le pone a cada bebé que entrena, son los movimientos de brazos y piernas. Luego, los va sumergiendo poco a poco y les coloca un popote, una especie de flotador largo, de hule espuma, que se les amarra alrededor de la cintura. Y así, hasta que ya comienzan a flotar. Ya, cuando flotan, les va enseñando a desplazarse. “Sí, así como a los adultos”, afirma. Le pregunto que si todos los judíos llevan a sus bebés a que aprendan natación y me dice que es obligatorio. “Sí, porque, bueno, eso he leído, están esperando el regreso del mesías”. Con lo cual, esperan a que haya nuevamente un diluvio universal, y sabiendo nadar, tienen más posibilidades de salvarse. ¡Vaya si están atados a creencias bíblicas!, pienso.
Dice que son muy constantes, pues una vez que un bebé comienza a tomar clases, lo tendrá para los próximos dos, tres años. En general, se lleva bien tanto con los niños, así como con las madres, que son las que los llevan, es su obligación, al menos en las reales y muy tradicionales mujeres judías. Incluso, se casan muy chicas. “Cuando empecé con las clases, tenía alumnas de trece, catorce años. Y ya están casadas y ¡tienen hijos y me los llevan!”, exclama Liliana. Algo que me sorprende mucho, como a ella, cuando lo supo, es que las mujeres judías, a los quince años, se deben de ir a Israel a cumplir obligatoriamente con su ¡servicio militar! “¡Sí, yo me sorprendí cuando me lo dijeron. Imagínate, que así fuera aquí… no, yo me iría del país!”. Bueno, no sorprende, tomando en cuenta que los judíos tienen costumbres muy arraigadas, no sólo de años, sino de siglos. El problema es que se han vuelto una sociedad muy cerrada y soberbia en muchos aspectos, como el hecho de que ahora traten a los palestinos de manera autoritaria y hasta dictatorial, como en su momento lo sufrieron cuando los nazis los persiguieron con la consigna de exterminarlos (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2012/04/el-holocausto-palestino-manos-de-israel.html).
Y dice que, ya cuando regresan de su servicio militar, las chicas se deben de casar con quien ya les tenga asignada la familia. “En serio que, luego digo, pobres chavas, porque están muy lindas, de verdad, las judías son muy lindas, parecen muñequitas, y sus esposos están refeos”, exclama, haciendo mueca de desagrado. Le digo que el dinero, y no el amor, es el que “arregla” esos matrimonios por conveniencia, como siempre ha sido… ¡y seguirá siendo!
Los hombres, continúa Liliana, deben de cumplir, pero con su servicio religioso, en una sinagoga. “Es que los protegen más, pues puede estar el Mesías entre ellos”, dice, sonriendo. “Y luego hacen su servicio militar”.
Una “creencia” más, lo del “Mesías”, que da cuenta y ayudaría a explicar por qué, en muchas cosas, los judíos son tan peculiares y herméticos. Como en la situación de que se ayudan mucho entre ellos, merced a tal hermetismo. “Sí, yo veo que, como que se ayudan mucho, son como muy unidos. La hija de la dueña del balneario – extrañamente, la dueña del balneario no es judía, me aclara antes Liliana, pero vio una buena oportunidad de hacer un negocio allí con el balneario –, quiso poner un local de joyería, pues como su esposo es joyero y no andaba muy bien de dinero, lo quiso ayudar. Pero fíjate que no, no le compró nadie y mejor lo quitó”.
Pues muy mal que sean así, reflexiono, porque, al fin y al cabo, ellos han vivido de los mexicanos. Dice Liliana que le platican las madres que sus esposos, la mayoría, tienen sus negocios en el Centro Histórico, sean ferreterías, de ropa, telas, zapaterías, restaurantes… de todos los giros. Y a esa zona acuden cientos de personas, sobre todo de ingresos de medios a bajos (bueno, ya 80% de los mexicanos ganan debajo de los diez mil pesos mensuales), es decir, sectores populares. De ellos se alimentan. Allí, sí, no hay la excusa de que “¡Ay, no es judío, no le voy a vender!”, no, pues, a fin de cuentas, el dinero no tiene nacionalidad. Tampoco tienen reparos en contratar a mexicanos de sectores bajos, a los que pagan muy bajos salarios de cuando mucho dos salarios mínimos, que es la tendencia actual (ver: http://www.jornada.com.mx/2018/07/30/opinion/021o1eco).
Es, digamos, una doble moral. Hace años, trabajé para el Consejo de la Crónica de la ciudad de México. Había un proyecto que se llamaba “El exilio en México” y se hacían entrevistas a gente que había llegado de otro país y se había quedado a vivir aquí. Uno de ellos, era un judío que había llegado de Rusia, cuando niño, en los 1940’s. Platicaba que comenzó vendiendo calcetines en Jesús María, en el Centro. Y que se esforzó mucho, demasiado, supongo, pues le platicaba a la entrevistadora (su sobrina, y quizá por eso se sinceró bastante), que de cuando en cuando juntaba “centavitos” y compraba un terreno, hacía un piso, luego, otro, y así… hasta que ya tenía dos, cuatro edificios. Eso, en cuanto a su parte industriosa, pues también le platicaba que los domingos, “como todos estábamos chamacos, mis amigos y yo, nos íbamos en el Cadillac de un tío por todo Reforma. Y allí, subíamos a la fuerza a sirvientitas, pero, así, no por maldad, nada más de broma, para besarlas, ¿no? Pero, una vez, la gente nos vio y rodeó el auto y estaban con piedras, para que la soltáramos, y mejor que la soltamos”, recuerdo que fue una parte de su testimonio. Eso fue algo, para mí, increíble en ese momento, porque, entonces, me pregunté, ¿en dónde estaba la tal moral judía tan presumida?”. Y es algo que comparto con Liliana en ese momento, con lo que concuerda.
Dice que puede dar clases a niños hasta antes de los siete años, pues, arriba de esa edad, ya sólo hombres les pueden enseñar y se van con el maestro. Y cuando es clase de puras niñas o chicas adolescentes, no puede haber un solo hombre en la alberca. “De hecho, hay dos albercas, para cuando se dan esos casos. Y de todos modos, el maestro es el que les da clase a casi siempre a los niños”.
En general, dice que son muy amables casi todas la mamás de los niños a los que da clase. “Sólo dos veces he tenido problemas. Una, fue con una mamá que no quería sacar a su hijo y ya se había acabado su clase y me empezó a insultar y a decir que cumpliera con mi trabajo y así, y que me salgo y que le digo a la encargada ‘¡Dile que yo también sé insultar y gritar, pero que estoy en mi trabajo, y que ya se acabó la clase!’, y ya fue a decirle y que saca a su hijo, muy enojada… y ya no volvió a llevarlo. Y la otra fue que una chica, como de trece años, que no me quería hacer caso y que me empezó a hacer burla, así, me arremedaba todo lo que decía. Y, también, que me salgo a decirle a la encargada, porque, si te faltan al respeto, tú no puedes decir o hacer nada, sólo avisarle a la encargada. Y ya, que va y le dice que por qué no hacía caso y que me estaba haciendo burla. Y la chica lo negó, pero la maestra que estaba a un lado, dijo que sí se estaba burlando y no quería hacer las cosas. Y, ya, que se sale… pero, fuera de eso, me llevo muy bien. Una mamá, que su esposo es joyero, cada diciembre me ha llevado, una vez, una cadenita y, otra, unos aretes, de oro, sí, muy linda”.
Los martes, que es cuando comienza con las clases a las ocho de la mañana, debe de salir de su casa a las cinco, para estar, ya en la alberca, al cuarto para las ocho, pues deben de ser muy puntuales, ya que sus alumnos, lo son. Y toda la mañana del martes, sus alumnos son gente adulta, de todas las edades, sobre todo de la tercera, que practican natación como un deporte para tener buena salud. También les da media hora. Y allí, sí maneja grupos de tres o más. Con niños, también puede hacerlo, pero, máximo, tres. Afirma que podría tener bebés desde una semana, pero que la alberca no tiene condiciones para eso, como la temperatura, que tendría que ser mayor de 35 grados y no estar tan clorada. Dice que deben de estarla revisando diario, para asegurarse de que esté en buenas, si no, óptimas condiciones. “Hay un químico, que se encarga del mantenimiento y de revisarle los niveles. Si no le das diario mantenimiento a una alberca, de inmediato se cae, hasta se pone verde”, afirma categórica.  
Los domingos, sus únicos días libres, acude a la alberca de la Magdalena Mixiuhca, para practicar una hora la natación. “Es como entrenamiento, pues en las clases, casi te la pasas parado, y por eso lo hago, para no perder la condición”, dice.
De vacaciones, sólo tiene la Semana Santa, completa, y dos en diciembre. “Pues yo creo que porque, de plano, no va gente, pero si fuera, hasta esos días tendría que dar clase”, dice Liliana, sarcástica.
Agradezco la plática y le deseo mucha suerte a Liliana y que, al menos con ella, los judíos sean siempre amables y amistosos.
Es lo que requerimos hacer todos los seres humanos, ser amistosos, solidarios, sin importar la raza, si queremos que nuestro mundo perdure algunos años más.









sábado, 28 de julio de 2018

La no muy segura prueba criminalística de ADN


La no muy segura prueba criminalística de ADN
Por Adán Salgado Andrade

La actividad criminalística, encargada de investigar un delito, como, por ejemplo, un asesinato, ha avanzado mucho desde que se iniciaron los procedimientos para tratar de ubicar al criminal responsable. Aspectos como el análisis del cuerpo, el tipo de heridas, restos orgánicos y, cuando se evolucionó más, la búsqueda de huellas dactilares se han ido dando a la par de la evolución científica (en el Museo del Policía, se halla la exposición permanente sobre los asesinos seriales, en donde se detallan las formas científicas de identificar al culpable de un homicidio. Se los recomiendo ampliamente, ubicado en la calle de Victoria 82, Centro).
Por muchos años, las huellas dactilares fueron una supuesta, infalible prueba en la identificación del o los culpables de un crimen. Aun así, había fallas y a muchos, se les acusaba injustamente, sólo porque sus huellas dactilares, por razones desconocidas, aparecían en el lugar de los hechos (algunas, quizá, hasta “sembradas”, como es práctica policiaca común en México).
Por ello, la criminalística, siguió con su desarrollo, con tal de tener pruebas aún más fehacientes y seguras para acusar al responsable de un crimen. Y la nueva técnica para hallarlo es lo que se conoce como la huella genética de ADN, el material que nos define a cada quien como individuos únicos.
En los principios de los años 1980’s, cuando el análisis forense por medio del ADN estaba aún en pañales, se requería un líquido, tal como la sangre, saliva o semen para realizarlo. Sin embargo, eso cambió cuando el científico forense australiano Roland van Oorschot, publicó un estudio en el que afirmaba que no sólo podía detectarse el ADN mediante fluidos, sino también por medio de las propias huellas dactilares. De acuerdo con van Oorschot, todo lo que tocamos se “contamina” con nuestra huella genética de ADN. Incluso, sin tocar directamente, pues hay personas que tienen su huella genética tan fuerte, que equivaldría a que la fueran “regando” por todos los sitios en donde pasaran.
Y justamente ese nuevo paradigma ha sido el que se comenzó a emplear por la criminalística para hallar al o los culpables de una felonía. Sin embargo, hasta con esta “revolucionaria técnica” hay equivocaciones, como veremos.
En un reciente artículo publicado por la prestigiosa revista Wired, se da un ejemplo de cómo hasta esa “segura” técnica puede dar lugar a graves equivocaciones y, de nuevo, hacer lo que se trató de evitar al emplearla: mandar a prisión o a la pena de muerte, a gente inocente, sobre todo en países como Estados Unidos (EU), en donde es frecuente acusar falsamente a personas inocentes, sobre todo a los no blancos (ver: https://www.wired.com/story/dna-transfer-framed-murder/?CNDID=32248190&mbid=nl_041918_daily_list1_p1).
El hombre que fue acusado falsamente es un afroestadounidense llamado Lukis Anderson, un alcohólico en situación de calle, que tenía 26 años cuando el crimen del que lo acusaron, se cometió. Dicho crimen tuvo lugar la noche del 29 de noviembre del 2012, cuando tres delincuentes asaltaron la casa de Raveesh Kumra, un inversionista de 66 años que vivía en Monte Sereno, un fraccionamiento de Silicon Valley, junto con su compañera Harinder. Los delincuentes los maniataron, les vendaron los ojos y les taparon la boca con gruesa cinta adherible (mustache tape). Luego, se dedicaron a hurgar la casa en busca de joyas y dinero. Por la forma tan descuidada en que le aplicaron la cinta a Raveesh en la boca, abarcándole la nariz, éste, murió asfixiado. Ya, más tarde, cuando los forenses analizaron su cuerpo en busca del ADN de los asesinos, hallaron en sus uñas el de Anderson. El de otros dos hombres, DeAngelo Austin, fue hallado en la cinta adhesiva y el de Javier Garcia, en los guantes usados. Fue suficiente prueba para incriminarlos a los tres.
Lo peor de todo fue que Anderson, al ser entrevistado por su abogada defensora, Kelley Kulick, ni siquiera recordaba en dónde había estado la noche del crimen, pues, por su alcoholismo y la diabetes que padece, sufre muy frecuentemente de lagunas mentales. Además, hace años, al caminar muy ebrio, fue embestido por un camión, lo cual le dejó un fuerte traumatismo craneal, el que también le provoca lapsos de amnesia.
Kulick había revisado su historial y estaba segura de que Anderson no tenía las agallas para asesinar a alguien y que se trataba de un verdadero caso de falsa acusación. El crimen se consideró como muy alevoso y ventajoso, así que Anderson corría el peligro de ser ejecutado, por lo que Kulick se esforzó en demostrar su inocencia.
Recurrió a la ya citada investigación de Oorschot, quien, para probar su tesis de que el ADN de la gente se “desparrama”, hizo un experimento en el que veinte voluntarios compartieron una jarra de jugo y sus respectivos vasos. Al final, se tomaron muestras de vasos, jarra, la mesa, sillas y las manos, y se halló que, aunque nunca se tocaron, 50% de ellos, resultó tener en sus manos ADN de otros, así como un tercio de los vasos, los que tuvieron ADN de voluntarios que tampoco los tocaron. Por otro lado, se halló ADN que no pertenecía a ninguno de los voluntarios, el que se debía al beso dado a sus parejas por la mañana, el apretón de manos de un amigo o el café que la mesera de algún restaurante les había dado ese día. Eso es por la mencionada huella genética de ADN.
Además, de acuerdo con las investigaciones de Oorschot, existen personas cuya huella genética de ADN es más fuerte que otras, incluso, tiende a ser más duradera. Es muy famoso el caso del llamado “Fantasma de Heilbronn”, que mostró cómo el ADN de una mujer es muy fuerte. En una serie de asesinatos y robos, unos 40 en total, sucedidos entre 1993 y 2009, abarcando Austria, Francia y Alemania, los investigadores siempre hallaban el mismo ADN incriminatorio. Por ello, imaginaron que se trataba de un criminal y asesino serial, pero como ese ADN no existía en los archivos criminales, no daban con el responsable. Al final, luego de mucho investigar y deducir, resultó que los casos no habían sido cometidos por una sola persona, sino que se trataba de que las muestras de objetos tomadas de las escenas del crimen, estaban contaminadas por los cotonetes que se usan para recolectar tales muestras. Esos cotonetes estaban contaminados, a su vez, con el ADN de la obrera de una fábrica donde se hacían esos objetos. Eso demostró cuan fuerte y duradero puede ser el ADN de algunas personas en particular, como el de la mencionada mujer, una mujer polaca de la tercera edad (ver: https://en.wikipedia.org/wiki/Phantom_of_Heilbronn).
Incluso, Peter Gill, un investigador forense inglés, ha demostrado en un análisis del 2016, que tres cuartas partes del equipo forense que sometió a pruebas, estaba contaminado de ADN, incluyendo cámaras, cintas métricas y guantes. Esos objetos pueden trasladar ese ADN a cualquier sitio. Podría, incluso, incriminarse a algún investigador, si su ADN, acarreado en una cámara, contaminara la escena del crimen.
También se ha demostrado que en una lavadora, la ropa de la familia se contamina entre sí con el ADN de ellos. Por ejemplo, no sería concluyente que a un padrastro se le acusara de acoso sexual a su hijastra, tan sólo porque se hallaran huellas de semen de él en pantaletas de ella, dado que hay contaminación en el proceso de lavado, pero si se tratara alevosamente de incriminarlo, sería prueba suficiente.
Y de todos modos, según cálculos de los investigadores, cada persona desecha alrededor de 50 millones de células epiteliales por día. El fiscal Erin Murphy, autor del libro Inside the Cell (Dentro de una célula), calcula que en dos minutos a una persona se le desprenden suficientes células epiteliales, como para cubrir un campo de fútbol. También expulsamos saliva al hablar. Si nos quedamos quietos y platicamos por treinta segundos, nuestro ADN puede ser hallado a más de un metro de distancia. Y un fuerte estornudo puede lanzarlo a la pared más cercana.
Así que en todos lados, como puede verse, hay ADN mezclado de muchas personas, quizá cientos. Sólo pongámonos a pensar cuando subimos a un transporte público, como el Metro, que nos sostenemos de los tubos o nos sentamos. Muy seguramente si se hiciera un estudio genético de uno de tales tubos, se hallaría ADN perteneciente a decenas de personas. Y si lo hicieran a nuestra ropa y piel, allí estaría, sobre todo cuando en horas pico estamos tan fuertemente apretujados entre tantos pasajeros.
Investigadores holandeses investigaron la prevalencia del ADN y tomaron muestras de 105 objetos públicos, como escaleras eléctricas, manijas de baños públicos, agarraderas de bolsas para compras y monedas y hallaron que el 91% tenían ADN de al menos media docena de personas. Incluso, encontraron que la parte de una camisa o blusa que cubre las axilas, que es algo muy íntimo, también puede contener ADN de otra persona.
Ante tanta evidencia, es obvio que no se puede tomar a la prueba de ADN, en la criminalística, como algo irrefutable. Eso lo mostró el caso de un taxista inglés, David Butler. En el 2011, se halló ADN en las uñas de una mujer que había sido asesinada seis años antes. Al compararlo con la base de datos, coincidió con el de Butler, quien juró y perjuró que jamás se había encontrado o conocía a dicha mujer. Su abogado defensor alegó a su favor que Butler tenía una severa condición de descamación en su piel, por la que le habían apodado sus compañeros Flaky (escamoso). La teoría para su defensa era que quizá la mujer había tomado el taxi de Butler el mismo día en que fue asesinada y seguramente había acarreado escamas de la piel del taxista. De todos modos, se la pasó ocho meses en la cárcel y no dejó de señalarles que hacían mal en tomar como ciega evidencia el ADN, pues estarían enviando a la cárcel a personas inocentes, como él. En todo caso, su “culpa”, como la de millones de personas en el mundo, es la de tener una muy fuerte y duradera huella genética de ADN.
Justamente esa característica es la que tiene Anderson y el que su ADN se hallara en el hombre asesinado se debió a circunstancias totalmente ajenas a él (en lo personal, pienso que la gente de piel obscura tiene muy fuerte su huella genética de ADN, que estaría a la par de su olor corporal, también muy penetrante).
Al parecer, también los criminales ya saben lo del la huella genética, y son más “cuidadosos” al cometer sus delitos. En un estudio canadiense del 2013, se halló que de 350 homicidios, en un tercio de ellos, los perpetradores, tuvieron mucho cuidado y no dejaron huellas genéticas, lo que supondría que prefieren asesinar a sus víctimas de forma más “limpia”, evitando estrangulación o golpizas. Lástima que también los criminales evolucionen.
Volviendo a la historia, el que los ladrones hubieran elegido la casa de Raveesh para asaltarla, fue debido a que Katrina Fritz, sexoservidora que varias veces fue a la mansión de aquél a proporcionarle sus servicios sexuales, era la hermana mayor de Austin, y le hizo detallados mapas de dicha mansión. Seguramente les describió toda la fastuosidad y lujos con los que vivían los Kumra. Por cierto que esta parte me recordó el libro In cold blood (A sangre fría), del escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984), sobre la historia real de dos asesinos que, en 1959, robaron y mataron a toda la familia Clutter, asentada en el tranquilo pueblo granjero de Holcomb, Kansas, tan sólo porque, cuando estaban en la cárcel, habían platicado con otro prisionero, quien trabajó por unos meses como ayudante en labores del campo para el padre de dicha familia, Herbert Clutter. Sólo porque la casa era muy grande, tal prisionero supuso que habría mucho dinero y eso atrajo codiciosamente a los ladrones, Robert Hickock y Perry Smith (ver: https://en.wikipedia.org/wiki/In_Cold_Blood).
En fin, regresando a Anderson, su coartada fue que el mismo día del crimen, un equipo de paramédicos lo había llevado a un hospital público, pues por andar tomando demasiado, veintiún cervezas, se había colapsado de lo ebrio que estaba en un supermercado. El encargado de éste, les avisó que fueran a recogerlo. Los paramédicos le midieron sus signos vitales con un oxímetro, un aparato que sirve para eso, y que cuenta con un pletismógrafo y un sensor. En el pletismógrafo se inserta un dedo de alguna mano del enfermo, y se determina su condición. Una hora y media antes del crimen, fue cuando rescataron los paramédicos a Anderson, insertaron uno de sus dedos en el pletismógrafo y lo llevaron al hospital. Esos mismos paramédicos fueron los que recibieron la llamada de la policía, para que acudieran a la escena del crimen y determinaran la condición de Raveesh. Y, la teoría de Kulick, la abogada defensora, fue que insertaron el pletismógrafo, contagiado por la muy fuerte huella de genética de ADN de Anderson, en uno de los dedos del fallecido y eso sirvió para que ese dedo se contagiara del ADN de aquél.
Por fortuna para Anderson, sí se comprobó que estaba hospitalizado a la hora de los hechos.
Y los que sí se condenaron, sin dudas de por medio, fueron Garcia, Austin y Marcellous Drummer, el tercer participante, a quien un exhaustivo análisis de ADN y de todos sus movimientos de ese día, también mostró como culpable. A Garcia, su abogado defensor quiso aplicar lo mismo, de que se trataba de un contagio de ADN, pero una minuciosa investigación de las llamadas que hizo en su teléfono celular y sus ubicaciones, cerca de la casa del asesinado, consideraron irrefutable su condena a 37 años, en tanto que sus cómplices fueron sentenciados a cadena perpetua. Fritz, gracias a su confesión de que había ayudado a su hermano menor (¡vaya consentidito!), sólo estuvo cuatro años en la cárcel.
Anderson se pasó medio año en prisión, en lo que se demostraba su inocencia. Tuvo suerte, en realidad, pues se especula que muchos inocentes han ido a parar a la cárcel o, peor, han sido ejecutados con crímenes que no cometieron.
Lo peor de todo es que el inestable mental Trump desea que haya un “banco de ADN”, sobre todo de latinos y afroestadounidenses, a los que, absurdamente, dado el llamado “perfil racial”, son a los que se considera los más culpables de crímenes de cualquier índole. De hecho, en Los Ángeles, se ha instaurado un absurdo método computacional para “predecir” en donde habrá crímenes, llamado PREDPOL (predicting policing), en donde, una de las variables, es el tipo de barrio del que se trata, siendo aquéllos en donde predominan migrantes, latinos y afroestadounidenses, los más proclives a la criminalidad, según sus sesgadas premisas.
En cambio, los estudios enfocados a mejorar la técnica forense del ADN, para que no se confunda a inocentes con culpables, como le sucedió a Anderson, al menos en Estados Unidos, tienen muy poca importancia y casi no se les otorga presupuesto.
Vaya si estarán perdidos todos los que no sean blancos en Estados Unidos, pues si a su raza, se aúna su archivo forzoso de ADN, serán los primeros que se culpen de un crimen, si por muy mala suerte su huella genética es hallada en un robo o en una balacera, por eso de que nuestras fugaces células epiteliales muertas, nuestro sudor o nuestra saliva, se desparraman por todas partes.