sábado, 14 de julio de 2018

Visitando una casona de los 1930’s


Visitando una casona de los 1930’s
Por Adán Salgado Andrade

Por la fachada, tan aparentemente conservada, uno podría pensar que el interior de esa casona, ubicada en la calle de Orizaba, número 8, estaría en iguales condiciones, muy original. Pero, al entrar, hay una especie de desilusión. No está ruinosa, mas, sí, demasiado modificada. Es difícil imaginar cómo debió de haber sido cuando fue habitada, allá por los 1930’s por sus moradores originales, seguramente de la alta alcurnia de entonces. “Esta casa está muy bien hecha. Se ve que no repararon en gastos”, me dice José, un muy buen amigo de muchos años, quien actualmente está encargado de remozar a la casona, muy castigada por tantas arbitrarias y muy mal hechas modificaciones.
No sabe mucho sobre su historia, fuera de lo que el dueño actual, al que llamaré Luis, le ha contado, que fue erigida en los años 1930’s y que la adquirió hace tres décadas. Cuenta con techos hechos de tabique rojo y alambrón, reforzados con trabes superiores y que se mantienen en perfectas condiciones, a pesar de los años, temblores y maltrato por tantos cambios. La cimentación es la que se lleva la corona, pues esa, sí, está original. Consiste en un sótano, de unos dos metros de altura, que, me explica José, en su momento, estaba inundado todo el tiempo, para que trabajara a modo de base flotante. Sería el antecedente de las actuales cimentaciones que trabajan mediante gatos hidráulicos, con tal de mantener a los edificios estables durante los temblores. Esa cimentación ha logrado mantener nivelada, durante todos los años que lleva en pie, a la vieja casona. “En los temblores, se sacude y cruje, pero no se cae”, me dice. Extraordinario, razono, pues estando en la colonia Roma, en una de las zonas en donde los suelos son más inestables y las ondas sísmicas provocan más daños – como se volvió a comprobar durante el sismo del 19 de septiembre del año pasado, 2017 –, realmente se mantiene firme.
El sótano ya no está inundado en la actualidad y ha servido para que José y un ayudante hayan montado allí la, digamos, “oficina” y un taller de carpintería, el que sirve para que José haga todos los detalles de madera que la casona requiere para dejarla más presentable.
Eso, porque el dueño ya quiere “echarla a andar” una vez más, a pesar de tanto tropiezo.
Como ya señalé, la adquirió hace unos treinta años, comprándola a un amigo, quien le dijo que tenía una casona en venta. Se “enamoró”. La tuvo unos años inactiva, usando el sótano como bodega para guardar muchos objetos que estaban en la casa cuando la adquirió, además de los suyos. Puesto que es antropólogo, ha acumulado cientos de libros, documentos, periódicos. ”Ya quedé con su esposa en que vamos a tirarle casi todo, sin decirle, porque, si le avisamos, nos va a salir que todo sirve y va a seguir este tiradero”, señala José, mientras recorremos todo el lugar, que, al menos a mí, me ocasiona cierta claustrofobia, quizá por tantas cosas acumuladas – oxidados estantes metálicos, los que guardan cajas llenas de documentos, viejas puertas de madera apolillada, polines igualmente apolillados, las estructuras de una tridilosa que cubría hace algunos años el patio y que se desmontaron no hace mucho, tres enormes tinacos, que fungen como cisternas, tubos de drenaje de PVC, el albañal original…–, así como por su reducida altura. No quiero imaginar si, de repente, un temblor se produjera estando yo allí.
Luego de que el dueño la tuvo inactiva por un tiempo, la rentó a una persona que instaló, en el frente de la planta baja, un restaurante. Luis, por cuestiones de salud, tuvo que irse a vivir a Cancún. Por desgracia, descuidó muchas cosas, como estar al tanto de los intentos del restaurantero por quedarse con la casona. Tuvo que vender una propiedad que tenía en Cancún para enfrentar los gastos del juicio, el que duró varios años, hasta que, finalmente, se resolvió, desalojando las cosas del restaurantero.
Repuesto el dueño de tantos gastos y problemas, se dio a la tarea de remozar la casa, con tal de que pudiera volver a rentarla, pero esta vez con un debido contrato, no “de palabra”, como hizo con el restaurantero.
José me hace un recorrido por toda la casona. Como ya señalé, de original, sólo le queda la fachada, el sótano y los techos. Ha tenido tantas modificaciones que el interior parece más un edificio de oficinas de los años 1970’s, que una casona. Hasta los pisos se han modificado. No hay ninguna puerta original, ni las exteriores. “Tengo las originales en el sótano y las voy a restaurar”, me dice José.
Continúa la narración de todas las afrentas que ha sufrido tan noble y resistente casona. Hace unos tres años, se presentaron dos jóvenes. Uno de ellos, dijo que era de Atenco, y que su papá era un contratista que tenía mucho dinero. El otro, de Oaxaca, quien también, aseguró, sus papás eran “acomodados”. Luis y ellos realizaron un contrato que especificaba el uso del lugar sólo como restaurante-bar. Convinieron en pagar ochenta mil pesos de renta mensual.
Pero esos tipos se excedieron, contraviniendo el contrato, y pretendieron convertir la casona en una plaza comercial. Sin embargo, como no pudieron obtener ningún permiso para lo que querían hacer, decidieron, sin avisarle a Luis, ni a mi amigo de sus planes, comenzar arbitrariamente a modificar la casona, sin tomar en cuenta restricciones en cuanto a conservación de las estructuras originales, dividiendo habitaciones, alzando pisos, colocando herrería inadecuada, poniendo tablaroca innecesariamente, rompiendo muros, levantando otros, montando un pesadísimo “domo” metálico sobre el patio, que suma peso a la casona, contrario a que, más bien, debe de quitársele, si se pretende que dure muchos años más. Como ya no pidieron permiso para nada, el dueño les comunicó que daba por terminado el contrato. No les importó y se aferraron en materializar su ilegal capricho de convertir la casona en una plaza comercial. Comenzaron a vender los “locales”, con rentas que iban desde veinte mil a cuarenta mil pesos, pidiendo dos adelantadas. Por desgracia, gente emprendedora, confiando en la “buena voluntad” de esos timadores, comenzó a rentar, pagando las dos rentas adelantadas. Algunos, hasta comenzaron a hacer las adaptaciones necesarias para el negocio que establecerían. Dice José que una de las que comenzaron a rentar es la hija de la actriz Leticia Perdigón, Valeria, quien pretendía iniciar un negocio de decoración de interiores. Otra persona, iba a establecer una cafetería. Otros, iban a iniciar un despacho de diseño… y así.
No quedó allí, sino que el par – a quienes José se refiere como los “oaxacos” –, con tal de sacar dinero, en lo que, pensaban, iniciaría en grande el negocio, organizaban fiestas nocturnas casi cada semana, ilegales, por supuesto, con música a todo volumen, vendiendo bebidas ilegalmente y, muy seguramente, droga. Dice José que, como estaban muy bien relacionados, invitaban a gente importante, “de dinero”. “Se llenaba la calle con puros autos de lujo, de verdad”, exclama José, molesto.
 Por esas fiestas, comenzaron a llover las quejas de los vecinos. “Según me dijo un cuate de la delegación, ya estaban por enviar a policías a incautar la casa, la hubiéramos perdido”, dice José. Eso habría implicado que se les aplicara el extremo recurso de “extinción de dominio”, por el cual, una propiedad puede ser incautada y expropiada por realizar actividades ilícitas sus propietarios. Pues vaya de la que se salvaron, le digo.
Decidieron demandarlos y dejarles de cobrar renta, lo cual sucedió durante un año. “Fue casi un millón de pesos lo que se les dejó, así que eso paga lo que invirtieron esos cuates”, explica José.
Luis tuvo que pedir un préstamo bancario para pagar los doscientos mil pesos que le costó el juicio de desalojo, el que, por fortuna, se consumó. Un día, más de sesenta granaderos apoyaron a un equipo de cargadores para que sacaran todas las pertenencias de los “oaxacos”. Dice que, todavía que eran los afectados, el jefe de los cargadores les dijo que les cobrarían treinta mil pesos por el desalojo. José lo negoció, diciéndole que ya era una orden y que hasta habían pagado por eso. De todos modos, les dieron quince mil pesos. “Lo que ya queríamos es que sacaran todas esas madres”, enfatiza José. Como es algo reciente, han tenido la precaución de atrancar una de las entradas y, la otra, de cerrarla muy bien con llave, cada que salen. De todos modos, su ayudante vive allí, por lo que pudiera suceder.
Todo eso me lo cuenta José, mientras seguimos recorriendo la casa. Los “oaxacos” hicieron unos baños muy poco apropiados para un espacio público, pues resultó que eran “mixtos”, poco iluminados, cerrando las ventanas que los ventilaban, invitando, dice José, a que un degenerado se pusiera a espiar a alguna mujer que entrara al lado o cosas así.
Me enseña el local muestra, situado en el tercer piso, casi hasta el final de la casona. Por fortuna, los techos no fueron tocados y lucen muy bien. José que, además de ser ingeniero civil, es carpintero experto de muchos años, hizo una lámpara de madera y luces fluorescentes, acorde con la decoración. Dice que la pintará con colores suaves, tapando el feo color azul obscuro del que está cubierta.
El plan es poner un cafetería que administrarán Luis, su esposa y José. El resto, serán locales. O sea, será, en efecto, una plaza comercial, pero con todos los respectivos permisos, nada de cosas informales o ilegales. Dice que en pleno funcionamiento, calculan que deberá producir unos trescientos cincuenta mil pesos mensuales, muy buenos para Luis y su esposa, para que comiencen a pagar los más de dos millones de pesos que adeudan al banco, por tantos juicios que han emprendido contra abusivos inquilinos que pretendieron quedarse con la casona. Por fortuna, eso nunca sucedió y ahora harán todo apegándose a la ley, con contratos y todo. Contrataron un buen despacho de abogados, quienes los están asesorando en todo lo necesario para que la casona se convierta en una próspera plaza comercial. Sus honorarios, serán las dos primeras rentas de todo lo que se alquile. Me parece razonable.
Le pregunto si no lo han espantado, por esa esotérica creencia que tienen los lugares viejos o antiguos de las apariciones que los rondan. “No, para nada”. Y tampoco, a pesar de tantas cosas viejas amontonadas en el sótano, hay ratas. “Por ahí anda un ratón, pero nada más”.
Como el sótano cuenta con un par de ventanas que están al nivel de la banqueta, cuando José se pone a trabajar hasta tarde, es inevitable escuchar conversaciones de personas que, sin saberlo, se ponen a platicar justo enfrente de aquéllas. “El otro día, estaba escuchando a un par de gays, que platicaban sobre que uno de ellos había alquilado a un güey, de ésos que se prostituyen, que estaba muy bueno, ¿no?, que le había cobrado doscientos euros, hazme favor, cobrando en euros en México, ¿no?,  Y que le dice que le llegaron dos, pero que él les aclaró que sólo había pedido uno y, que no, que debía pagarles a los dos. Y que se puso a regatear, y que ya se lo dejaron en eso, pero que solamente lo hizo por el que estaba muy bueno. Le dijo con el que platicaba, que se cuidara de esas tranzas. Y éste, que le dice que también eso le pasó una vez, que mejor era irse a un antro y allí ligárselos y llevárselos al hotel”, me platica, sonriendo. Pues, para todos aquéllos que emplean servicios de prostitución vía aplicación de celular, ya lo oyeron, abusan de los clientes esos sitios.
Me muestra una lámpara de las originales con que contaba la casona, hecha de hierro forjado y madera, magnífica, a pesar del deterioro. “Voy a restaurarlas todas y ponerlas en la cafetería”, asegura José.
Por último, le pregunto si espera que le den un buen salario cuando la plaza arranque, pues, hasta ahora, sólo lo apoyan con los gastos. “Mira, lo único que quiero es que me den un espacio en el sótano, que me lo dejen, para que ponga bien mi taller de carpintería”, afirma, mientras me muestra uno mueble, una preciosa cantina, que está haciendo para una amiga. Tiene muy buen concepto de la estética ebanística. “Además, tengo pensado poner una estación de radio, para difundir cuestiones culturales, que gente como tú, me eche la mano, o noticias o… cosas así. El chiste es sacar no sólo un salario, sino algo que sea útil a la sociedad… ¿no sé si me entiendas?”, explica. Le digo que lo entiendo perfectamente, pues una vida sin proyectos, no es vida.
Me despido de él, deseando dos cosas, que la plaza sea un éxito y que pronto lo escuche transmitiendo sus inquietudes desde la que podría llamarse ¿Radio Casona?