domingo, 6 de agosto de 2023

Poca gente aprecia los lugares naturales

 

Poca gente aprecia los lugares naturales

Por Adán Salgado Andrade

 

El esparcimiento en lugares naturales, alejados del bullicio urbano, para la gente sensible, consciente, pensante, solidaria, tolerante… es algo que alimenta al espíritu, esa parte del ser humano que requiere de lo intangible, de la belleza, de los sitios como un saludable bosque o una solitaria playa, para lograr el solaz que nos dan.

Desgraciadamente, por recientes experiencias que he tenido, me convenzo cada vez más, de que somos muy pocos los que vamos a un lugar así, con el simple cometido de alimentar a nuestro espíritu.

Recientemente acudí a un parque natural, un ejido llamado El Churro, en Hidalgo, cerca de Mineral del Chico. Mi hermano me había dicho que el sitio era muy natural, ideal para acampar.

El dormir en una tienda de campaña, en medio de un bosque, siempre me ha parecido una forma de gran contacto con la Naturaleza. Claro que no puede hacerse ya en cualquier sitio, pues se arriesga uno a que lo asalten. Por eso se recurre a lugares que son muy visitados y cuentan con relativa seguridad.

Es el caso de El Churro, ubicado a unas dos horas de la ciudad de México.

Llegamos a eso de las tres de la tarde de un sábado, dispuestos a disfrutar del contacto con la Naturaleza. Ya había varias tiendas de campaña, lo que significaba que tendríamos compañía, que yo no cuestiono, pues, como dije, si es por seguridad, perfecto. Se cobra la entrada, cincuenta pesos por persona y cien por tienda de campaña.

Mucha gente busca alejarse de vez en cuando o permanentemente de la anarquía urbana, como lo hizo una mujer estadounidense, Charlotte Gale, de unos 45 años. La mujer, que es masajista, perdió a muchos pacientes durante la pandemia y tuvo problemas financieros, que la llevaron a vender su casa. Pero no se dio por vencida. Vio un anuncio de que se vendía una pequeña isla, de 6,070 metros cuadrados de área total, más una cabaña, que no cuenta con agua, ni luz. Y “se la jugó”. Decidió comprarla por $339,000 dólares (unos $5,800,000 pesos) para disfrutar de su pequeña isla privada, aunque no tenga agua, ni luz. Dice que “lo que tú sientes aquí, es la gentileza de esa gracia que tiene la Naturaleza. En lugar de que te sientas pequeño en medio de esta vastedad marina, estando en la isla, tú te sientes parte de esa vastedad” (ver: https://www.nytimes.com/2023/07/28/realestate/duck-ledges-remote-island-maine.html).

Cierto, cuando llegamos y vimos la belleza del lugar, lleno de árboles de ocote, verde pasto y rodeado por peñascos, con gusto instalamos rápidamente nuestras respectivas tiendas de campaña. Había un grupo de personas en una esquina, digamos, del llano en donde estábamos, que tenían música, sobre todo, del género “reguetonero” y “cumbanchero”, muy gustados por buena parte de los mexicanos. Y se respetan sus gustos. Pero lo que no se acepta es que la tengan a todo volumen. Con la tecnología, ahora es posible con bocinas no costosas, un celular y una memoria USB conteniendo una compilación musical, escuchar música por muchas horas y, lo peor, a muy alto volumen, que por el espacio vacío, se escucha todavía más fuerte.

Eso, el tener que escuchar su música, es algo que me comenzó a molestar, pero consideré que, como me dijo mi hermano, en la noche, “como a las once”, ya la apagan.

En fin, tuve que soportar su música (y la de algunos otros que escuchaban sus respectivos dispositivos, pero más discretamente).

Como dije, son sus gustos. Pero si van a ir a un bosque o a una solitaria playa, que sea para escuchar a los pájaros, al sonido del viento moviendo las ramas de los árboles, al oleaje, a las gaviotas… es decir, a los sonidos de la Naturaleza. En ese caso, si van a ir a escuchar disonante “música”, lo pueden hacer en una cantina, en un bar, en casa de alguien, pero no acudir a un sitio como El Churro, a contribuir con contaminación sonora a la que, de por sí, ya hacemos con nuestra basura, el humo de las fogatas, nuestros desechos orgánicos (orina y heces).

Y si lo hacen, que sea discreto, que no nos obliguen, faltos de toda cortesía y sentido común, a escuchar sus bodrios sonoros (repito, cada quien sus gustos musicales, pero la música que escuchaban, muchos eran “remakes” cumbancheros de canciones del soul de los 1970’s, lo que evidencia una falta total de creatividad de esos intérpretes).

Llegó la noche, las ocho, las nueve, las diez, las once…

¡Esas personas estuvieron tocando su música y emborrachándose hasta las cuatro de la mañana del domingo!

Y sólo se callaron porque, seguramente, alguien se quejó con los administradores y éstos los fueron a callar.

Casi no pude conciliar el sueño, pues a los sonidos de la Naturaleza, no pude escucharlos, sino casi al amanecer, pues esas personas, de todos modos siguieron con sus risas, pláticas, gritos…

¡No nos dejaron a los demás retroalimentar a nuestros espíritus escuchando a pájaros o al soplido del viento contra nuestras tiendas!

Para quitarnos el mal sabor de oído, por la mañana, a eso de las seis, fuimos a caminar, un par de kilómetros en donde pude apreciar que, a pesar de tanta depredación, ese sitio, que es un ejido, está relativamente cuidado y protegido, aunque hay algunos árboles cortados, pues es de donde obtienen la leña que nos venden para las fogatas. “Eso es depredación”, le dije a mi hermano. Claro, no tanta como la que ocasionan talamontes clandestinos, como los que asolan los alrededores de la ciudad de México y otros estados.

También note, al escarbar un poco la tierra, que no han sido muchas las lluvias, pues si aparenta estar húmeda por encima, a menos de un centímetro, está completamente seca. Otra muestra de la emergencia climática que está acabando rápidamente con las condiciones que nos permiten vivir en este noble planeta.

Regresamos y nos dispusimos a desarmar tiendas y a empacar rápidamente, pues llegaban nuevos grupos de gente, tocando a todo volumen su respectiva música. Tampoco en la mañana de ese domingo, podríamos haber escuchado a la Naturaleza, que quizá nos hubiera podido clamar lo mucho que nos necesita para que la protejamos y, con ello, que nosotros nos protejamos también.

Regresamos.

A medio camino, paramos en “La casa de los pastes”, en Zempoala, Hidalgo, los que, según la señora Mayra, que lo atiende, dice que “estos son los tradicionales”. Claro, la tradición hidalguense, pues son los pastes mexicanizados, no como los originales ingleses (eran más como panes), que es de donde proviene ese ya tradicional antojito mexicano. Mayra, de unos 67 años, nos enseña una rueda de pasta cruda, de unos cinco centímetros de diámetro, “que la extiende con un rodillo, la rellena del ingrediente y la mete a hornear”.

Dice que es variable lo que venden, “pero hace poco vendimos novecientos pastes en una semana, pero a la siguiente, bajó a quinientos. Los dueños se enojan, pero yo les digo que no es mi culpa que la gente no compre. Y todo lo que perdemos, cuando no nos pagan, lo tenemos que pagar. Hace poco, vino un camión lleno de hombres que estaban medio borrachos. Se llevaron cuarenta pastes y se me pasó cobrarles. Yo tuve que pagarlos”. Muy mal, pues de ocho de la mañana a dos de la tarde, “medio turno”, como le dicen sus patrones, le pagan $1,150 pesos semanales, o sea, $4,600 pesos al mes. A veinte pesos cada paste, le descontaron $800 pesos de su semana. Injusto.

“Yo voy a estar hasta diciembre. Como mi hijo ya aprendió a hacer la masa, ya mejor vamos a abrir un negocito en mi casa”. Le digo que es mejor, pues es mucha la explotación. Imaginen, cuando venden 900 pastes, son $18,000 pesos y a ella, sólo le pagan $1,150 pesos, ni el diez por ciento.

Platica que antes vivía en la ciudad, por Vallejo. Y se mantenía de vender ropa en el Centro, por la calle de Loreto. “Pero cuando se murió mi papá, como ya me había dejado mi casa de Zempoala, que mi hermana la mayor, cambia chapas y que me dice que ella se iba a adueñar de mi tienda, que al fin yo ya tenía la casa. Sí, me madrugó”, dice, sonriendo, pues así, mostrando alegría, en lugar de sufrimiento, son más pasaderas las penas. Hace diez años se mudó a Zempoala. Comenzó a trabajar, dada su necesidad de mantenerse de algo, de mesera en un restaurante. “Y así, me iba cambiando. Al principio, fue duro vivir aquí, porque se le hace lento el tiempo, pero ya me acostumbré. Y desde hace dos años, trabajo en esto de los pastes”. Se le ve resignadamente feliz, pues, finalmente, ¿qué otra cosa puede hacer, ya en la etapa final de su vida?

Y salimos del sitio, en donde, al menos, todavía no hay cerca McDonald’s o KFC que nos estorben nuestro placer culinario por lo tradicional.

Y así terminó ese intento de reencontrarnos con la Naturaleza, acampando en un sitio natural.

La mencionada Charlotte Gale, la que compró la pequeña isla, dice que piensa ofrecerla a turistas que realmente aprecien estar en medio del mar, sin electricidad, sin agua entubada, sin internet…

Cobraría $250 dólares por noche, unos $4,300 pesos.

Pienso que no sería tan caro experimentar esa vastedad marina, como ella la llama.

Y, además, no tendría que soportar a reguetoneros y cumbancheros.

En su lugar, sería el oleaje del mar y los cientos de gaviotas que rondan esa isla.

Eso, , sería un contacto al máximo con la Naturaleza.

 

Contacto: studillac@hotmail.com