Chica se la pasó viajando diez años en el mar por capricho de sus padres
Por Adán Salgado Andrade
Cuando los hijos son pequeños, es muy fácil que sus padres les impongan cosas, por muy absurdas que sean. Y no pueden protestar, pues tales padres alegan que “todo es por tu bien”.
Eso le ocurrió a Suzanne Heywood, en 1976, cuando ella tenía 7 años. “Mi padre nos dijo a mi hermano Jon y a mí, habiéndose puesto de acuerdo con mi madre, que compraría un yate, para recorrer la ruta del capitán inglés James Cook (1728-1779), lo cual nos llevaría tres años, pero no fue así. Fue un larguísimo viaje, que duró casi diez años y me robó mi juventud”, dice Heywood. Esa traumática experiencia, la escribió en un libro titulado Wavewalker: Breaking Free (Caminante de olas: liberándome), recientemente publicado. Un extracto de tal libro, lo ofrece The Guardian, bajo el título “’Papá dijo: vamos a seguir la ruta del capitán Cook’. Cómo un interminable viaje alrededor del mundo, me robó mi niñez” (ver: https://www.theguardian.com/lifeandstyle/2023/mar/25/suzanne-heywood-round-the-world-sailing-trip-stolen-childhood).
Una foto abre el artículo. Está el yate, el Wavewalker, y Heywood, posando, sobre la proa de la embarcación. Es el año 1987, más de diez años después, de que había iniciado ese viaje.
La foto que sigue, muestra a toda la familia. Es en blanco y negro. Están todos, Gordon, el padre, la madre (no la nombra), Jon, el hermano menor, y Heywood, quien, como señalé, tenía apenas siete años.
“Una mañana, mientras desayunábamos, mi padre dijo que recorreríamos la ruta del tercer viaje del capitán Cook, que tardaríamos tres años y que cuando regresáramos, conoceríamos más lugares que la mayoría de las personas no visitarían ni en toda su vida. Iríamos a Sudamérica, el océano Atlántico, Sudáfrica, Australia, Hawái y Rusia. Por más objeciones que puse, sobre todo, la de ir a la escuela, mi padre ya había decidido, en complicidad con mi madre, que todos haríamos ese viaje”.
Muy probablemente Gordon estaba imbuido del espíritu aventurero que muchas personas, sobre todo, europeos, tienen, como tratando de repetir viejas hazañas. Por ejemplo, el aventurero noruego Thor Heyerdahl (1914-2002), se hizo famoso en 1947, por navegar en una muy frágil embarcación, la Kon-Tiki, hecha tan sólo de madera y otros materiales nativos de Perú, al estilo de los incas. Navegó desde éste país a la Polinesia Francesa, distante unos ocho mil kilómetros de la ubicación inicial. Lo hizo para demostrar que las antiguas civilizaciones, podían realizar largos viajes por mar y relacionarse entre sí con lejanos pueblos. Heyerdahl realizó posteriores viajes, igualmente aventurados, en igualmente frágiles embarcaciones, para demostrar sus teorías.
Esa expedición fue repetida por el español Kitin Muñoz, quien en 1990, logró llegar también a la Polinesia en una frágil embarcación, la Uru, “hermana” de la usada por Heyerdahl, quien, incluso, lo felicitó. Esa felicitación, la puso Muñoz al inicio del libro que escribió al respecto, titulado “La expedición Uru”, publicado en 1990.
La cinta “La Balsa” (The Raft), del 2018, coproducción de Suecia, Dinamarca, Alemania y Estados Unidos, es un documental dirigido por Marcus Lindeen, que se refiere al también épico viaje que emprendió el antropólogo mexicano Santiago Genovés (1923-2013), en una poco atractiva balsa de acero que él mismo diseñó, bautizada como Acali (La casa del agua, en náhuatl), que parecía más una caja de zapatos, que una embarcación. Medía 12 por 7 metros, y sólo tenía velas para desplazarse, nada más, pues Genovés deseaba algo que pudiera poner en tensión a la tripulación, el motivo de su aventurero “experimento” (ver: http://www.artemiorevista.com/index.php/articulos/category-list/27-cine/211-criterio-del-7mo-arte-la-balsa-por-adan-salgado-andrade).
Así que Gordon, copiando, en su caso, a Cook, puso “velas al viento”. Adquirió un yate que estaba en construcción, que le vendieron barato, pues el dueño, ya no tuvo dinero para terminarlo.
Y emprendieron el muy aventurado viaje, a pesar de que Heywood no estuvo nunca muy convencida de lo que pasaría y si, realmente, podrían terminarlo.
Dice Heywood que la “gente me dice que parezco tan normal, cuando saben sobre mi niñez. Y de alguna manera, lo soy, pero aunque no está visible, mi experiencia de haber navegado 47,000 millas náuticas, equivalentes a circunnavegar dos veces el planeta, hizo lo que soy ahora”.
Sus padres dicen que todo estuvo muy bien en el Wavewalker, “que nos dieron a mi hermano y a mí una maravillosa experiencia. Pero siempre me pregunté cómo fue que dos personas bien educadas, de clase media, nunca se preocuparon por la educación de sus hijos y el aislamiento al que nos sometieron”.
Su madre, de repente, les dejaba hacer alguna tarea, pero nada complicado.
Heywood narra todas las vicisitudes y peligros a los que se enfrentaron. Uno de ellos, es que no llevaban suficiente comida. Tenía que ingerir pastillas de sal, para evitar la deshidratación, “pero ya estaba harta de la sal, que me dejaba manchas blancas en la piel y todo lo dejaba pegajoso, mi ropa, mis cobijas, además de que debía de ingerirla”.
Una vez, le reclamó a su padre que ya no tenían fruta fresca. Éste, le ofreció unos biscochos, “pero estos estaban duros y llenos de gorgojos. Mi padre, simplemente, los sacudió y dejó algunos, diciéndome que estaba bien, para que tuviera proteínas”.
Le aplicó lo mismo que decimos aquí, cuando los frijoles se llenan de gorgojos y salen flotando al cocerlos, que son “proteína”.
Luego, enfrentaron una tormenta, que casi hunde al yate. “Nos dijo que nos pusiéramos los chalecos salvavidas, pero fue una experiencia terrible, pues se rompió la cubierta y todo se inundó”.
Llegaron a Île Amsterdam, una pequeña isla, perteneciente a Francia, resultado de esos pasados colonialismos que llevó a ese país a apoderarse de islas como ésa. Allí, curaron a Heywood, pues por la tormenta, había sufrido un golpe que le fracturó la nariz y el cráneo. “Todavía mi padre, irresponsablemente, le preguntó al doctor, antes de que me curara, que qué sucedería si no me hacían nada. ‘Si no hacemos nada, señor capitán, su hija puede sufrir daño cerebral. Debemos de curarla’”.
Se ve que Gordon era un tipo conchudo, digamos, que quería los menores problemas posibles.
De allí, a Heywood, a su madre y a su hermano, los recogió un carguero, que los llevó a Australia. Su padre, mientras tanto, se fue con dos personas que había contratado como tripulantes, a un lugar en donde el yate fue reparado.
Por cierto que se ve que el yate tenía ciertos lujos, como varias habitaciones, cocina, sala, baño… pues hay un diagrama que muestra cómo era por dentro. Así que, aparentemente, era “cómodo”.
Pero, como dice Heywood, era como una especie de prisión marina, pues todos estaban a merced de lo que dijera su padre.
El recorrido no terminó en Hawái, como era el plan original. Se extendió por otros siete años. Se quedaron mucho tiempo allí, pues su padre se puso a trabajar en el muelle y solicitó donaciones para el viaje, dando pláticas sobre cómo lo estaban haciendo. “Nos pudieron enviar a la escuela el tiempo que estuvimos allí, pero, por razones que desconozco, nunca lo hicieron”, dice Heywood.
Un día les dijo Gordon que no podían seguir para siempre allí y que debían de partir, ya fuera a Inglaterra o Panamá. Lo sometieron a votación, la que quedó empatada, pues Heywood y su hermano, ya querían regresar. “Pero mi padre nos dijo que no era una democracia, sino una dictadura benevolente y el capitán, siempre tenía la última palabra. Así que el viaje continuó otros cinco años”.
Para financiar gastos, Gordon ofreció el viaje a gente que quisiera pagar para ser parte de la tripulación, para que tuvieran “una gran experiencia y aventura”.
Y así se la pasaron.
Los siguientes años, rodearon el Pacífico, recorrieron varias islas, sufrieron otro ciclón, pero Gordon, necio, nunca cedió a la petición de sus hijos de regresar.
Heywood cumplió 16 años, cuando, finalmente, llegaron a Nueva Zelanda. Gordon, consiguió un empleo, para que les dieran residencia, pero luego, cambió de planes, diciendo que Heywood y Jon se quedarían a vivir allí, en lo que ellos, los padres, seguían viajando, transportando a gente que pagara por ser tripulantes (vaya aberración, pero sí los hubo).
Se quedaron en Rotorua. Allí, la dejaron a ella y a su hermano viviendo en una casucha, enviándoles dinero, mientras Gordon y la madre, como señalé, seguían ofreciendo viajes para gente que los pagara, con tal de contar con dinero para el viaje, que Gordon insistía en que continuaría.
Heywood, además, le hacía la publicidad para los viajes, además de llevarle la contabilidad. O sea, que sí la tenía bastante explotada a la chica.
De todos modos, como pudo, Heywood, tomó cursos por correspondencia. “Yo me esforzaba en aprender, aunque fuera por correo. Me querían deportar, porque no estaban mis padres y era menor de edad, pero logré hacer que mi padre regresara y que me extendieran mi visado hasta que terminara la escuela”.
Heywood, hasta pidió ayuda telefónica a un consejero, que le dijo que nada podía hacerse.
Finalmente, como ya no le iban a extender la visa a Heywood, su padre decidió enviarla de regreso a Inglaterra, vía Tokio, “pues era la opción más barata”.
“Por fin, era libre y no me importaba si podía o no entrar a la universidad. Ya me había librado de mi padre y sus locas aventuras”.
Como dice Heywood, fue una inusual niñez la que vivió, algo extrema.
Pero quizá, de vez en cuando, todos pudiéramos necesitar algo así, para salir de este opresor sistema.
Es más prisión, en mi opinión, estar dentro de esta jungla de asfalto, a navegar en una embarcación por todos los mares, ¿no creen?
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