Visitando una casona de los 1930’s
Por Adán Salgado Andrade
Por la fachada, tan
aparentemente conservada, uno podría pensar que el interior de esa casona,
ubicada en la calle de Orizaba, número 8, estaría en iguales condiciones, muy
original. Pero, al entrar, hay una especie de desilusión. No está ruinosa, mas,
sí, demasiado modificada. Es difícil imaginar cómo debió de haber sido cuando
fue habitada, allá por los 1930’s por sus moradores originales, seguramente de
la alta alcurnia de entonces. “Esta casa está muy bien hecha. Se ve que no
repararon en gastos”, me dice José, un muy buen amigo de muchos años, quien
actualmente está encargado de remozar a la casona, muy castigada por tantas
arbitrarias y muy mal hechas modificaciones.
No sabe mucho sobre su
historia, fuera de lo que el dueño actual, al que llamaré Luis, le ha contado,
que fue erigida en los años 1930’s y que la adquirió hace tres décadas. Cuenta con
techos hechos de tabique rojo y alambrón, reforzados con trabes superiores y
que se mantienen en perfectas condiciones, a pesar de los años, temblores y
maltrato por tantos cambios. La cimentación es la que se lleva la corona, pues
esa, sí, está original. Consiste en un sótano, de unos dos metros de altura,
que, me explica José, en su momento, estaba inundado todo el tiempo, para que
trabajara a modo de base flotante. Sería el antecedente de las actuales
cimentaciones que trabajan mediante gatos hidráulicos, con tal de mantener a
los edificios estables durante los temblores. Esa cimentación ha logrado
mantener nivelada, durante todos los años que lleva en pie, a la vieja casona.
“En los temblores, se sacude y cruje, pero no se cae”, me dice. Extraordinario,
razono, pues estando en la colonia Roma, en una de las zonas en donde los
suelos son más inestables y las ondas sísmicas provocan más daños – como se
volvió a comprobar durante el sismo del 19 de septiembre del año pasado, 2017
–, realmente se mantiene firme.
El sótano ya no está
inundado en la actualidad y ha servido para que José y un ayudante hayan
montado allí la, digamos, “oficina” y un taller de carpintería, el que sirve
para que José haga todos los detalles de madera que la casona requiere para
dejarla más presentable.
Eso, porque el dueño ya
quiere “echarla a andar” una vez más, a pesar de tanto tropiezo.
Como ya señalé, la
adquirió hace unos treinta años, comprándola a un amigo, quien le dijo que
tenía una casona en venta. Se “enamoró”. La tuvo unos años inactiva, usando el
sótano como bodega para guardar muchos objetos que estaban en la casa cuando la
adquirió, además de los suyos. Puesto que es antropólogo, ha acumulado cientos de
libros, documentos, periódicos. ”Ya quedé con su esposa en que vamos a tirarle
casi todo, sin decirle, porque, si le avisamos, nos va a salir que todo sirve y
va a seguir este tiradero”, señala José, mientras recorremos todo el lugar, que,
al menos a mí, me ocasiona cierta claustrofobia, quizá por tantas cosas
acumuladas – oxidados estantes metálicos, los que guardan cajas llenas de
documentos, viejas puertas de madera apolillada, polines igualmente
apolillados, las estructuras de una tridilosa que cubría hace algunos años el
patio y que se desmontaron no hace mucho, tres enormes tinacos, que fungen como
cisternas, tubos de drenaje de PVC, el albañal original…–, así como por su
reducida altura. No quiero imaginar si, de repente, un temblor se produjera
estando yo allí.
Luego de que el dueño
la tuvo inactiva por un tiempo, la rentó a una persona que instaló, en el
frente de la planta baja, un restaurante. Luis, por cuestiones de salud, tuvo
que irse a vivir a Cancún. Por desgracia, descuidó muchas cosas, como estar al
tanto de los intentos del restaurantero por quedarse con la casona. Tuvo que
vender una propiedad que tenía en Cancún para enfrentar los gastos del juicio,
el que duró varios años, hasta que, finalmente, se resolvió, desalojando las
cosas del restaurantero.
Repuesto el dueño de
tantos gastos y problemas, se dio a la tarea de remozar la casa, con tal de que
pudiera volver a rentarla, pero esta vez con un debido contrato, no “de
palabra”, como hizo con el restaurantero.
José me hace un
recorrido por toda la casona. Como ya señalé, de original, sólo le queda la
fachada, el sótano y los techos. Ha tenido tantas modificaciones que el
interior parece más un edificio de oficinas de los años 1970’s, que una casona. Hasta los pisos se han
modificado. No hay ninguna puerta original, ni las exteriores. “Tengo las
originales en el sótano y las voy a restaurar”, me dice José.
Continúa la narración
de todas las afrentas que ha sufrido tan noble y resistente casona. Hace unos
tres años, se presentaron dos jóvenes. Uno de ellos, dijo que era de Atenco, y
que su papá era un contratista que tenía mucho dinero. El otro, de Oaxaca,
quien también, aseguró, sus papás eran “acomodados”. Luis y ellos realizaron un
contrato que especificaba el uso del lugar sólo como restaurante-bar. Convinieron
en pagar ochenta mil pesos de renta mensual.
Pero esos tipos se
excedieron, contraviniendo el contrato, y pretendieron convertir la casona en
una plaza comercial. Sin embargo, como no pudieron obtener ningún permiso para
lo que querían hacer, decidieron, sin avisarle a Luis, ni a mi amigo de sus
planes, comenzar arbitrariamente a modificar la casona, sin tomar en cuenta
restricciones en cuanto a conservación de las estructuras originales,
dividiendo habitaciones, alzando pisos, colocando herrería inadecuada, poniendo
tablaroca innecesariamente, rompiendo muros, levantando otros, montando un
pesadísimo “domo” metálico sobre el patio, que suma peso a la casona, contrario
a que, más bien, debe de quitársele, si se pretende que dure muchos años más. Como
ya no pidieron permiso para nada, el dueño les comunicó que daba por terminado
el contrato. No les importó y se aferraron en materializar su ilegal capricho
de convertir la casona en una plaza comercial. Comenzaron a vender los
“locales”, con rentas que iban desde veinte mil a cuarenta mil pesos, pidiendo
dos adelantadas. Por desgracia, gente emprendedora, confiando en la “buena
voluntad” de esos timadores, comenzó a rentar, pagando las dos rentas
adelantadas. Algunos, hasta comenzaron a hacer las adaptaciones necesarias para
el negocio que establecerían. Dice José que una de las que comenzaron a rentar
es la hija de la actriz Leticia Perdigón, Valeria, quien pretendía iniciar un
negocio de decoración de interiores. Otra persona, iba a establecer una
cafetería. Otros, iban a iniciar un despacho de diseño… y así.
No quedó allí, sino que
el par – a quienes José se refiere como los “oaxacos” –, con tal de sacar
dinero, en lo que, pensaban, iniciaría en grande el negocio, organizaban
fiestas nocturnas casi cada semana, ilegales, por supuesto, con música a todo
volumen, vendiendo bebidas ilegalmente y, muy seguramente, droga. Dice José
que, como estaban muy bien relacionados, invitaban a gente importante, “de
dinero”. “Se llenaba la calle con puros autos de lujo, de verdad”, exclama
José, molesto.
Por esas fiestas, comenzaron a llover las
quejas de los vecinos. “Según me dijo un cuate de la delegación, ya estaban por
enviar a policías a incautar la casa, la hubiéramos perdido”, dice José. Eso
habría implicado que se les aplicara el extremo recurso de “extinción de
dominio”, por el cual, una propiedad puede ser incautada y expropiada por
realizar actividades ilícitas sus propietarios. Pues vaya de la que se salvaron,
le digo.
Decidieron demandarlos
y dejarles de cobrar renta, lo cual sucedió durante un año. “Fue casi un millón
de pesos lo que se les dejó, así que eso paga lo que invirtieron esos cuates”,
explica José.
Luis tuvo que pedir un
préstamo bancario para pagar los doscientos mil pesos que le costó el juicio de
desalojo, el que, por fortuna, se consumó. Un día, más de sesenta granaderos
apoyaron a un equipo de cargadores para que sacaran todas las pertenencias de
los “oaxacos”. Dice que, todavía que eran los afectados, el jefe de los
cargadores les dijo que les cobrarían treinta mil pesos por el desalojo. José
lo negoció, diciéndole que ya era una orden y que hasta habían pagado por eso.
De todos modos, les dieron quince mil pesos. “Lo que ya queríamos es que
sacaran todas esas madres”, enfatiza José. Como es algo reciente, han tenido la
precaución de atrancar una de las entradas y, la otra, de cerrarla muy bien con
llave, cada que salen. De todos modos, su ayudante vive allí, por lo que
pudiera suceder.
Todo eso me lo cuenta
José, mientras seguimos recorriendo la casa. Los “oaxacos” hicieron unos baños
muy poco apropiados para un espacio público, pues resultó que eran “mixtos”,
poco iluminados, cerrando las ventanas que los ventilaban, invitando, dice
José, a que un degenerado se pusiera a espiar a alguna mujer que entrara al
lado o cosas así.
Me enseña el local
muestra, situado en el tercer piso, casi hasta el final de la casona. Por
fortuna, los techos no fueron tocados y lucen muy bien. José que, además de ser
ingeniero civil, es carpintero experto de muchos años, hizo una lámpara de
madera y luces fluorescentes, acorde con la decoración. Dice que la pintará con
colores suaves, tapando el feo color azul obscuro del que está cubierta.
El plan es poner un
cafetería que administrarán Luis, su esposa y José. El resto, serán locales. O
sea, será, en efecto, una plaza comercial, pero con todos los respectivos
permisos, nada de cosas informales o ilegales. Dice que en pleno
funcionamiento, calculan que deberá producir unos trescientos cincuenta mil
pesos mensuales, muy buenos para Luis y su esposa, para que comiencen a pagar
los más de dos millones de pesos que adeudan al banco, por tantos juicios que
han emprendido contra abusivos inquilinos que pretendieron quedarse con la
casona. Por fortuna, eso nunca sucedió y ahora harán todo apegándose a la ley,
con contratos y todo. Contrataron un buen despacho de abogados, quienes los
están asesorando en todo lo necesario para que la casona se convierta en una
próspera plaza comercial. Sus honorarios, serán las dos primeras rentas de todo
lo que se alquile. Me parece razonable.
Le pregunto si no lo
han espantado, por esa esotérica creencia que tienen los lugares viejos o
antiguos de las apariciones que los rondan. “No, para nada”. Y tampoco, a pesar
de tantas cosas viejas amontonadas en el sótano, hay ratas. “Por ahí anda un
ratón, pero nada más”.
Como el sótano cuenta
con un par de ventanas que están al nivel de la banqueta, cuando José se pone a
trabajar hasta tarde, es inevitable escuchar conversaciones de personas que,
sin saberlo, se ponen a platicar justo enfrente de aquéllas. “El otro día,
estaba escuchando a un par de gays, que platicaban sobre que uno de ellos había
alquilado a un güey, de ésos que se prostituyen, que estaba muy bueno, ¿no?, que le había cobrado
doscientos euros, hazme favor, cobrando en euros en México, ¿no?, Y que le dice que le llegaron dos, pero que
él les aclaró que sólo había pedido uno y, que no, que debía pagarles a los dos.
Y que se puso a regatear, y que ya se lo dejaron en eso, pero que solamente lo
hizo por el que estaba muy bueno. Le
dijo con el que platicaba, que se cuidara de esas tranzas. Y éste, que le dice
que también eso le pasó una vez, que mejor era irse a un antro y allí
ligárselos y llevárselos al hotel”, me platica, sonriendo. Pues, para todos
aquéllos que emplean servicios de prostitución vía aplicación de celular, ya lo
oyeron, abusan de los clientes esos
sitios.
Me muestra una lámpara
de las originales con que contaba la casona, hecha de hierro forjado y madera,
magnífica, a pesar del deterioro. “Voy a restaurarlas todas y ponerlas en la
cafetería”, asegura José.
Por último, le pregunto
si espera que le den un buen salario cuando la plaza arranque, pues, hasta
ahora, sólo lo apoyan con los gastos. “Mira, lo único que quiero es que me den
un espacio en el sótano, que me lo dejen, para que ponga bien mi taller de
carpintería”, afirma, mientras me muestra uno mueble, una preciosa cantina, que
está haciendo para una amiga. Tiene muy buen concepto de la estética
ebanística. “Además, tengo pensado poner una estación de radio, para difundir
cuestiones culturales, que gente como tú, me eche la mano, o noticias o… cosas
así. El chiste es sacar no sólo un salario, sino algo que sea útil a la
sociedad… ¿no sé si me entiendas?”, explica. Le digo que lo entiendo
perfectamente, pues una vida sin proyectos, no es vida.
Me despido de él,
deseando dos cosas, que la plaza sea un éxito y que pronto lo escuche
transmitiendo sus inquietudes desde la que podría llamarse ¿Radio Casona?
Contacto: studillac@hotmail.com