Por pandemia, tienen mucho trabajo, empleados de funeraria española
Por Adán salgado Andrade
La presente pandemia ha contagiado ya a 64.1 millones de personas y matado a 1.48 millones. A poco más de un año de que se reportara el primer caso conocido, en Wuhan China, esas son las preocupantes cifras (ver: https://www.google.com/search?client=firefox-b-d&q=death+toll+in+the+world+due+to+covid+19).
En naciones europeas que, se suponía, estarían muy preparadas para la pandemia, no ha sido así, y sus servicios médicos fueron rebasados.
Eso sucedió, por ejemplo, en Italia, en donde, sobre todo, en el sur del país, los hospitales tienen a los enfermos hasta en los pasillos, por tanta demanda (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2020/11/tambien-en-italia-se-ha-desbordado-el.html).
España, otro europaís que se “enorgullecía” de su sistema de salud y de seguridad social, también vio desbordados sus hospitales y llegaron a fallecer hasta 200 personas al día por la pandemia. Y los pobres, son los que han salido más perjudicados (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2020/11/en-espana-los-pobres-sufren-mas-por-la.html).
Justamente, los empleados españoles de funerarias, quienes trabajan recolectando los cadáveres de personas fallecidas por el Covid-19, testimonian lo que es, para ellos, esa dura y triste profesión. De ello, da cuenta el artículo de la agencia Associated Press, titulado “Los trabajadores españoles de las funerarias, soportan el diario paso de la muerte”, firmado por Emilio Morenatti (ver: https://apnews.com/article/spain-only-on-ap-coronavirus-pandemic-barcelona-fde3b117476efe65be28c3f7392e2084).
Acompañan al artículo varias fotos, que muestran a hombres y mujeres, preparando a los cadáveres de fallecidos por el virus. Varios de ellos, se quejan de que han sido tantos, que no se les tiene respeto y que, al lado de la cama de un enfermo, está tirado un cadáver, pues no hay quien lo recoja, hasta que ellos llegan.
En la primera foto, dos empleados funerarios, recogen el cadáver de un fallecido. Se encuentran en un asilo. Ha sido en los asilos, en donde más muertes se han dado, pues las condiciones sanitarias, no son las más adecuadas y se han atendido precariamente a las personas de la tercera edad, muy pobres, la mayoría, que malvive allí. Los dos empleados, están vestidos con trajes aislantes especiales, guantes, mascarillas, caretas “y, hasta ahora, por fortuna, no nos hemos contagiado”, dice Marina Gómez, mujer de 28 años, quien previamente, trabajaba en una fábrica. “No necesitas experiencia, sólo respeto por los cadáveres, a los que debes de tratar dignamente”, afirma.
En esa primera foto, están preparando el cadáver de un hombre. Lo deben desinfectar de la boca, ojos y boca, para reducir “los riesgos de contaminación. Envuelven el cuerpo en sábanas. Dos bolsas blancas para cuerpos, son empleadas, una, dentro de la otra y los cierres se recorren en la dirección contraria: la primera bolsa, es sellada de la cabeza a los pies y, la segunda, de los pies a la cabeza”. No hay nadie que llore al fallecido, ni que lo pueda ver por última vez, pues las restricciones sanitarias, no lo permiten. Será trasladado a la funeraria, en donde habrá de ser incinerado. Y serán las cenizas, los únicos restos que sus deudos puedan tener del fallecido o la fallecida, nada más, como evidencia de que alguna vez existió esa persona.
Eso recuerda los tiempos medievales de la peste negra, de mediados de los 1350’s, cuando esa enfermedad, igualmente viral, diezmó a Europa. Pueblos enteros, se quedaron sin gente, que moría masivamente y así era sepultada… cuando quedaban personas para hacerlo. De lo contrario, allí quedaban los muertos, en los sitios en donde fallecían, víctimas de esa terrible enfermedad eruptiva, la que oscurecía sus pieles y les provocaba terrible agonía. Y, muchas veces, nadie estaba para certificar su muerte, pues nadie quedaba de una estirpe o familia, para hacerlo.
Así sucede con los fallecidos en España (y en todo el mundo, remembrando, aunque en menor escala, las diezmadas o vaciadas aldeas medievales, afectadas por la peste negra).
Una segunda foto, muestra a un empleado funerario, trasladando a un cadáver, en una camilla, ya embolsado, por un pasillo de la morgue de un hospital, en Barcelona. La escena es muy oscura, desoladora, convirtiendo al ritual de la muerte, en algo todavía más fúnebre. Si ese obscuro pasillo estuviera pintado de blanco, bien iluminado, no sería tan opresivo.
En la tercera foto, un cadáver, también embolsado, está en el suelo, junto a la cama de una persona que duerme. Están en un asilo, ambos, sólo separados por una cortina. Ha sido tanta la demanda de funerarias, que no se dan abasto y los cadáveres, deben de permanecer así, varias horas, entre los vivos, hasta que puedan pasar los trabajadores por ellos, para llevarlos a cremar. Es de lo que se queja Marina, “que no hay respeto a las personas que siguen vivas”.
La cuarta foto, igualmente, muestra a dos empelados funerarios, trasladando en camilla a un fallecido, de un asilo. Lo mismo se muestra en la quinta foto.
Y en la sexta, Marina, está “almacenando” el cuerpo de un fallecido, en la morgue de un hospital de Barcelona. “Son los trabajadores que rara vez se ven en el frente, pues sus servicios, pasan desapercibidos, pero son tan esenciales, como los de los doctores y enfermeras”, señala Morenatti.
En la séptima foto, dos trabajadores funerarios remueven de una cama de un asilo a otro fallecido. Dicen que es en donde más muertos, en proporción, ha habido.
La foto ocho, los muestra bajando por el elevador. Y en la nueve, van con la camilla, por la calle, rumbo a la furgoneta que los conducirá a Mémora, la funeraria que más demanda ha tenido.
No cabe duda que también la muerte es un excelente negocio. Aquí, por ejemplo, un servicio funerario, no cuesta menos de cuarenta mil pesos, sea sepelio o cremación. Por eso, cuando se hacen los velorios (en tiempos normales, claro), no sólo es para velar al “difuntito”, sino para que los presentes “se cooperen” para pagar el funeral.
En la diez, Marina Gómez prepara un cadáver para almacenarlo, en la morgue de un hospital de Barcelona (probablemente del mismo al que he aludido antes).
En la foto once, un trabajador cierra la tapa de un féretro, que guarda en su interior a una víctima de la pandemia, de los, poco menos del 3 por ciento, que han fallecido por ese mal. “Los más débiles”, han dicho los médicos. Pero he sabido de personas sanas, atléticas, que han caído por el Covid-19, en tanto que personas con diabetes, hipertensión, septuagenarios, han sobrevivido. Por lo visto, nada hay seguro contra ese mal, ni está dicho todo.
La foto 12, muestra a unos cuantos familiares que lloran a su difunto, en un balcón de la funeraria Mémora, a los pocos que dejan “velar” o, más bien, acudir por sus cenizas.
En la foto trece, un trabajador de la funeraria, prepara el féretro para una nueva víctima. Esa funeraria está en Girona, y “tiene que almacenar cadáveres en su morgue, de tantos que son, mientras esperan su turno para ser enferetrados y emprender su viaje al más allá. Aunque, de todos modos, ése, lo emprenden cuando los abandona su último respiro.
Y en la última foto, un trabajador de la funeraria Mémora, recoge las cenizas de un cadáver que acaba de ser cremado, como dije, los únicos restos que pueden dar fe de que esa persona existió alguna vez.
Somos muy dados a pensar que conservando las cenizas de alguien, “está con nosotros”. Pero no es así, pues esos incinerados restos, ya no representan a la persona. Es más una cuestión de fe, de creer que estará con nosotros toda la vida. Una forma, al principio, de aliviar el dolor por la sentida pérdida.
Con el paso del tiempo, la gente se acostumbra a ver la caja con cenizas, como un objeto inanimado más, ya sea sobre el armario, una mesa, el altar. Se pierde la “emoción inicial” y se van borrando los recuerdos.
Quizá valga más rememorar cómo era esa persona en vida. Será una imagen mental más reconfortante.
Marina Gómez y su compañero, Manuel Rivera, cuando van a algún asilo, piden que, si les es posible, aíslen al fallecido en un cuarto solo. “Pero están tan llenos, que es imposible”, se queja. Así que deben de trabajar lo más discretamente posible. Porque debe de ser desalentador, para un enfermo, ver a un fallecido, sugestionándose que quizá ella o él, serán el siguiente.
Si han estado en un hospital, cuidando a su enfermo, y ha muerto alguien al lado, recordarán que se vuelve el ambiente muy, muy deprimente.
El trabajo funerario ha aumentado bastante, pues España tiene ya más de un millón y medio de contagiados y más de 46,000 muertes.
Como muchas personas, Marina Gómez y otros empleados de Mémora, lo hacen por necesidad. “pero no duras mucho en este trabajo. Es muy triste. Cuando sellas las bolsas, ya no te preocupas en saber si era pelirroja, rubia o castaña. Es un cadáver más. Se pierde su identidad”, dice Marina, muy acongojada.
“Luego de que exitosamente España bajó el número de fallecimientos, de 900 diarios, durante marzo, a unos cuantos en Julio, de nuevo se dispararon, a 200 por día, en noviembre. Con ese resurgimiento, los colectores de cuerpos han regresado a recorrer hospitales, hogares y casas de asistencia”, dice Morenatti.
“Deberíamos de haber aprendido algo, pero cuando nos dejaron hacer otra vez lo que quisiéramos, nos regresamos a lo de antes. No tenemos memoria”, se queja Marina.
Dice que la contrataron en abril, para ocupar el lugar de un trabajador al que habían dado licencia por enfermedad (¿Covid-19?), cuando España estaba en lo peor del virus. “Tuve que aprender en la marcha, cómo manejar a los cadáveres y hacerlo seguramente”, dice Marina.
Usando el traje sanitario completo, mascarilla, zapatos especiales, dobles guantes, “por fortuna, no me he contagiado”, asegura la abnegada trabajadora.
Otro trabajador, Manuel Rivera, en abril, se aisló seis semanas de su familia. “Sólo veía a mi hijo por video, pues no quería ir y contagiarlos a él y a mi esposa”, declara. A esos niveles de precaución han debido llegar.
He oído testimonios similares, por ejemplo, de chicos que viven con sus abuelos y no han querido salir a ningún lado, por temor de contraer la enfermedad y contagiarlos, algo muy loable.
Román Ibáñez, de 38 años, comenzó a trabajar en Mémora a los 24 años. “¡Este año, ha sido de los peores, pues estuvimos recogiendo, al principio, cincuenta cuerpos. Y, luego, hasta doscientos!”, cuenta. “De verdad que era demencial, llegabas al punto en el que no sabías lo que hacías. Nunca te quitabas tu traje, era caótico”, agrega.
Es de imaginarse, sí, eso de embolsar a ¡doscientos cuerpos diarios!, como si fueran trabajadores laborando en una fábrica de muertos, en serie, transportados los fallecidos por una banda. Casi de película de terror.
Una vez, lo llamaron de un asilo. “Una mujer joven abrió la puerta, llorando. La mitad del personal, estaba enfermo, la persona del turno nocturno, había dejado el cadáver del fallecido en donde se había muerto. Ella, trató de que alguien fuera a trabajar, para que le ayudara, pero no había nadie disponible. La mitad de los huéspedes, había muerto. Y desde que entramos, hasta que nos fuimos, no dejó de llorar esa chica”, dice Ibáñez, con tristeza.
Como señalé arriba, es un empleo que no requiere grandes habilidades. Los trabajadores, dicen que lo hacen porque sienten un propósito en la vida y les genera satisfacción.
“De verdad que es un trabajo pesado. Pero si te portas humanamente y estás unido con tus compañeros, la vas librando. Ves que la vida merece vivirse”, dice Jonathan Ciudad, otro trabajador funerario.
Qué bueno que amen su trabajo.
El problema con el 90 por ciento de la gente que trabaja, es que no les gustan sus empleos.
Al menos, Marina y sus compañeros, están “contentos” con su opresiva tarea.
Qué bueno que recoger cadáveres, los haga amar más la vida.
Quizá deberíamos de hacer eso, para ser más sensibles y solidarios.
En esta muy descompuesta sociedad global, requerimos, urgentemente, hacer una actividad que nos humanice.
De lo contrario, vamos a terminar matándonos entre todos.
Y no habrá nadie que nos llore, recoja nuestros cadáveres y nos sepulte.
Contacto: studillac@hotmail.com