El Naturalismo de Federico Gamboa
Por Adán Salgado Andrade
Federico Gamboa
Iglesias (1864-1939), fue un escritor mexicano, muy conocido por su novela
“Santa”, publicada en 1903.
Parte de su vida se
desarrolló trabajando en el periodo porfirista. Laboró como asistente de un
juez, como periodista y, en 1888, se unió al servicio público exterior. En ese
año, fue enviado a la embajada de Guatemala, después, a la de Argentina. Y de
allí, a Bélgica, como ministro plenipotenciario.
Incluso, se postuló
como candidato del Partido Católico Nacional, en 1913, contra Victoriano
Huerta, traidor, y asesino de Francisco I. Madero.
Ya, con Venustiano
Carranza en la presidencia, Gamboa, por sus diferencias políticas (pues había
sido muy cercano a Porfirio Díaz), salió del país, para exiliarse, primero, en
Estados Unidos y, luego, en Cuba (ver: https://es.wikipedia.org/wiki/Federico_Gamboa).
El resto de su vida,
luego de esos eventos, se dedicó a la academia y a escribir. Su estilo es el
llamado “naturalismo”, que se concibe como una forma de literatura detallista,
que describe minuciosamente los acontecimientos a los que se refiere. Al
francés Émile Zola (1840-1902), se le considera como al padre de esa corriente,
que expone a los personajes de forma cotidiana, natural.
Eso lo vemos en los
relatos de Gamboa. Como en su novela “Santa”, la más famosa. Es la historia de
una prostituta, Santa, que se desenvuelve en los burdeles mexicanos de la época
porfirista, una hipócrita sociedad que la juzga, pero que la usa. Se hicieron
cuatro versiones cinematográficas de esa obra.
Terminé de leer
recientemente un viejo libro, editado en 1965, en la colección “Populibros La
Prensa”, que publicaba obras de famosos de la literatura. Tiene por título “El
Evangelista”, uno de los tres relatos cortos de Gamboa, menos conocidos, en los
que muestra su maestría en la descripción de los personajes que aborda, así
como sus chuscos destinos. El libro se acompaña de un prólogo del afamado cirujano
plástico mexicano Francisco Ortiz Monasterio (1923-2012), quien lo entrevistó a
finales de los 1930’s, poco antes de que Gamboa falleciera.
Según explica
Monasterio, Gamboa era parte de un grupo de personajes famosos que él quería
contactar, para conversar con ellos y tomar notas biográficas. Eso, para recopilar,
el doctor Monasterio, información de tales personajes, “a fin de tenerlos
siempre a la mano cuando la oportunidad se presentase”. Era Gamboa un escritor
al que Monasterio admiraba bastante, sobre todo, por su ya mencionada novela
“Santa”.
Como Monasterio era
amigo de Miguel Gamboa, también compañero de la preparatoria, le pidió que lo
pusiera en contacto con su padre, a lo que aquél accedió de buena gana.
Además, eran vecinos.
Y se presentó una tarde
a entrevistarlo. Lo describe como “bien podemos decir que Gamboa estaba más
cerca de Dios y más cerca de sus semejantes, de lo que normalmente estamos la
mayoría de los hombres. Además, su voz era clara; su timbre, agradable,
sedante; su ritmo era pausado, musical; sus imágenes, vívidas, brillantes,
seductoras, convincentes; su ademán era expresivo, aunque mesurado, y su
léxico, preciso, ajustado, amplísimo, pero sin rebuscamiento. En suma: era una
de las flores cada día más escasas en nuestro siglo: un gran hablista”.
Sí, ese concepto de
“hablista”, es el que se percibe al leer a Gamboa, pues sus relatos, parecieran
como si se estuviera conversando con él. Es el naturalismo, los personajes tal cual, sin adornos poéticos, como en
el Romanticismo, que, de hecho, es opuesto al Naturalismo.
Y en los tres que
referiré brevemente, “El Evangelista”, “El primer caso” y “Uno de tantos”,
también se nota la riqueza del lenguaje, como cita Monasterio, “amplísimo”,
tanto, que algunas palabras ni se conocen ya, por no haber sido usadas desde
hace tiempo (como “corcheas”, que se define como un compás musical que vale la
octava parte de un compasillo. O “amojamada”, de una persona que está seca,
enjuta).
El Evangelista, se refiere a Moisés, un personaje al que tocó
un duro momento histórico del país, la Intervención Francesa, en la que él,
para su desgracia de mozuelo aventurero, se une militarmente con los
imperialistas, por una ocasión que Maximiliano había ido a Querétaro, a saludar
a sus “leales”. Moisés estaba en las filas de mexicanos, quienes atraídos por
el rubio personaje, se acercan a estrechar su mano y a jurarle, como Moisés,
“lealtad total hasta la muerte”.
Veladamente, presenta
Gamboa esa característica del mexicano, producto de la herencia colonial maldita,
de deslumbrarse ante lo extranjero, los rubios, por el complejo racista de que
eran mejores. Y era cierto, pues muchos mexicanos se unieron a las fuerzas
francesas porque preferían que un rubio los rigiera, a un indio zapoteca, como
Juárez.
Para desgracia de
Moisés y de sus padres – hacendados venidos a menos, por la crisis económica
del país en esos años –, los franceses pierden, Maximiliano es fusilado y los
“colaboracionistas”, como aquél, comienzan a ser perseguidos, una vez que
Benito Juárez instaura el legítimo gobierno.
Moisés había sido
herido en una de las batallas, por la cual, queda cojo. Le dan abrigo y lo
esconden unas amigas de sus padres. La hija de una de ellas, Rosario, se
encarga de cuidarlo durante toda la convalecencia y, una aciaga noche, antes de
partir Moisés, escondido entre ropa que le cubría el rostro, tienen un desliz.
Años después, al
visitar a una las Machuchas, Jesusa, la que quedaba viva, que fueron las que lo
habían escondido de los liberales, se entera Moisés de que Rosario había
muerto, pero que el producto de su “desliz” con ella, era una señorita, que ya
tenía quince años, llamada Tules.
Moisés, algo turbado
por saber del triste destino de Rosario, la única mujer en su vida, y a la que
tanto quiso, se recuperó del impacto al saberse padre de la adorable y bella
Tules. Consiente con Jesusa en que ella debe de seguir con ella, para cuidarla.
Decide irse a la
capital, a trabajar en la plaza de Santo Domingo, como escribano, en donde
montó una pequeña mesa, a manera de escritorio público, de esos que durante la
primera mitad del siglo veinte, escribían cartas o documentos para los
analfabetas que no sabían de esas artes de leer o, mucho menos, escribir. Le
pedían cartas de amor, de reconciliación y otras cosas, que él, con mucho gusto,
les hacía.
Tules se casó con un
rico comerciante y al poco tiempo murió Jesusa, su abuela. Tras algunos años de
matrimonio, el señor también muere y ella, desamparada, pues le quitaron toda
la fortuna del fallecido, se fue a vivir con su padre, en su muy reducida
vivienda. Y lo hizo acompañada de su hija Consuelo, nieta de Moisés.
Todo iba muy bien,
hasta que Tules murió, de una enfermedad pulmonar. Y fue cuando Moisés, hizo
acopio de todo su empeño para encargarse de la chiquilla.
A pesar de que su
cojera lo limitaba en muchas cosas, siempre se sobrepuso a esa discapacidad. Y
si trabajaba afanosamente, lo hizo más, para que a Consuelo no le faltara nada.
Por ese entonces,
alrededor de 1910, comenzaba a imponerse la “modernidad”. Y en el caso del
trabajo de la escribanía, lo hizo con la aparición de la ¡máquina de escribir!,
adquirida por uno de los escribanos, que, cuando la vio por vez primera Moisés,
le pareció un “chisme de hoja de lata”, con todo el ruido que hacía al
funcionar. No pensó que “picaría el anzuelo” con los otros “evangelistas” (así
llamaban a los escribanos) del portal de Santo Domingo. Pero no fue así, pues poco
a poco fueron adquiriendo sus respectivas máquinas. Y era obvio que quien no lo
hiciera, quedaría marginado, en el pasado.
Por ese entonces,
Consuelo ya era toda una bella señorita. Y Moisés estaba muy orgulloso de ella,
además de que la protegía bastante. Le dio la educación que, por entonces,
podía alguien de bajos recursos prodigar, que era la de secretaria comercial
taquimecanógrafa.
Gracias a ello, había
conseguido Consuelo trabajo en el despacho de un afamado licenciado.
Y fue una sensación
para Consuelo que su abuelo, por fin, se animara y compara, de segunda mano,
una máquina de escribir, con tal de seguir teniendo clientela, ante la feroz
competencia de los otros escribanos, ya también mecanizados.
Cuando cayó la
dictadura, no pudo evitar Moisés que su querida nieta se liara con un militar
revolucionario, al que, incluso, le presentó, estando de acuerdo el abuelo en
que era un “tipo muy apuesto y educado”. “¿Verdad que tengo razón para quererlo
como lo quiero?”, le preguntó ella, emocionada, luego del encuentro.
Ni modo, pensó Moisés,
con tal de que su nieta fuera feliz, hasta eso le pasó.
Y se dan los finales
irónicos, no precisamente felices con los que Gamboa remataba sus relatos.
Moisés, orgulloso de
haberse endeudado con la máquina, de segunda, comprada en abonos, llegó una
noche a la pobre vivienda, presintiendo algo. Junto a la máquina de escribir,
estaba una nota de Consuelo, escrita, justamente, con ese aparato, en el que le
anunciaba la despedida, pues habíase ido con el “militar revolucionario”. “Por
Dios santísimo, abuelo, no me maldigas, porque destruirías mi dicha; y guarda
este beso, el último, en tus canas”, es la triste y hasta cruel despedida de
esa nieta, a la que tanto quiso, producto de un accidentado pasado, que
terminó, para Moisés, igualmente accidentado.
Si alguna moraleja
hubiera es la de que, por más que nos esforcemos por alguien, un hijo, por
ejemplo, al final, no puede evitarse la separación.
El segundo relato, “El
primer caso”, anota Gamboa que se desarrolla en 1892, en pleno Porfiriato.
Isaac Cortijo y su
esposa Lola, sufren los embates de la pobreza, pues él es incapaz de conseguir
empleo, dado su contencioso pasado, al haber servido al imperio francés, como
Escribiente del Tribunal Correccional. Al fracasar el efímero e infame imperio,
fue temer por su vida.
Intentó esconderse,
irse a otro lejano estado, al norte, con Lola, pero su precaria economía lo
impidió.
No pudo evitar que un
policía lo reconociera y fuera a dar a la cárcel, en donde estuvo sólo un año,
pues el juez concluyó que su caso no ameritaba mayor castigo.
Estando en la cárcel,
nace Rosita. Lola había sido asistida por un buen vecino, don Pancho, quien no
reparó en gastos para que la esposa de Isaac tuviera buen parto.
Rosita ni siquiera fue
registrada, pues Isaac, “enemigo del gobierno”, decía que no usaría ese
instrumento de los “represores”. Tal era su animadversión contra la clase
política, a la que consideraba su enemiga. “Cuando esto cambie, la registraré”,
le dijo a don Pancho.
Por eso, tampoco
buscaba trabajo en el “gobierno”, por no sujetarse a sus formas.
Y, por lo mismo, Rosita
tampoco fue a la escuela pública, pues no tenían para pagar una privada. “No importa
que no aprenda nada, aquí le enseñaré”, era también la obstinada oposición de
Isaac a que fuera su hija a un colegio de gobierno.
Se la pasaba Rosita en
la vecindad, conviviendo mayoritariamente con chicos, aprendiendo mañas y
“malas palabras”.
Lola, preocupada por su
educación, le halló espacio en un convento de “madres”, quienes consintieron,
de buena gana, en tener a Rosita, sin que les pagaran un solo centavo.
Cuando Rosita se enteró
de que se iría a ese lugar, regido por “madres”, les comentó, inocente, que si
esas “¿madres tenían muchos hijos?”, algo que le valió el severo regaño de sus
padres. Ella, apenada se acostó, sin saber realmente cuál había sido su falta.
Se puede pensar que la
falta de educación la hacía cometer ese tipo de errores, más, en esos tiempos
tan cerrados y conservadores.
A los once años, se fue
al convento.
Don Pancho, muy
enfermo, murió antes de que ella partiera. Y en su agonía, reveló a Isaac que
Lola era su hija, que no la había reconocido porque habría tenido problemas con
su esposa legítima, pues Lola era producto de un “desliz”. Lola se emocionó al
saber la verdad, pero entristeció de no haber convivido más con Don Pancho, “mi
padre”.
Les dejó lo poco que le
quedaba, con lo que se la pasaron regular, vendiendo poco a poco las
pertenencias del difunto, cuando se les acabó el dinero.
Pero en el tiempo en
que Rosita estuvo en el convento, siendo preparada para trabajar, Isaac y Lola
no estuvieron tan presionados.
Finalmente, en el
convento, no pudieron seguir teniendo a Rosita, pues, invadida por una
enfermedad respiratoria, deliraba y decía “palabras horribles” y otras cosas
que incomodaron a las religiosas. Además, le salió lo rebelde y se puso a
insultar a todo mundo. “Tiene que irse”, les dijeron las monjas a sus padres.
Al regresar a casa, un
amigo de Isaac, le ofreció trabajo a Rosita en una oficina pública. A pesar de
su aborrecimiento por el gobierno, aceptó que su hija trabajara en esa oficina,
porque, además, su amigo le dijo que sería “el primer caso” (el título del
relato) de una mujer trabajando para el gobierno, algo excepcional, pues en las
oficinas públicas, sólo trabajaban, desde siempre, varones.
Luego de eso, incluso
Isaac encuentra un trabajo en el gobierno, a pesar de su reticencia.
Y todo iba bien, hasta
que Rosita comenzó a comportarse extrañamente. Una noche, de plano no llegó a
casa.
Y Lola e Isaac la
buscaron por todas partes, sumamente preocupados, avisando a la policía de su
desaparición.
Al otro día, justo la
policía les comunicó que Rosita había sido internada en la Casa de la
Maternidad, en donde convalecía de parto en la cama número veinte.
Es, de nuevo, el
irónico final, pues Rosita había sido “el primer caso” también, en que su jefe,
había tenido una relación extramarital con ella.
Aquí, nuevamente,
Gamboa juega con la situación de que es inevitable el destino de las personas
ante la adversidad. Por mucho que Isaac y Lola cuidaron a Rosita, no se puede
contra las inclinaciones naturales de mujer u hombre, especialmente cuando va
de por medio la cuestión sexual, apetito que se desarrolla, tarde o temprano, y
no se satisface hasta haberlo experimentado y, de allí, continuar con la
práctica, sea o no dentro del matrimonio.
El tercer relato “Uno
de tantos”, es desarrollado en 1888, también, en pleno apogeo de la dictadura
porfirista, cuando algunas clases sociales se sentían conformes con ese régimen
represivo, disfrazado de “progresista y moderno” ante el mundo, pero que, en
realidad, era sanguinario, militarizado, intolerante, que no dudaba en
deshacerse de sus opositores y contendientes políticos, intelectuales y de todo
tipo, para perseverarse.
Un muy buen trabajo de
investigación, en ese sentido, fue el que produjo el periodista estadounidense John
Kenneth Turner (1879-1948), titulado “México Bárbaro”, quien, en plena
dictadura, se hizo pasar por hombre de negocios. Gracias a esa caracterización,
pudo enterarse de horrores tales como el secuestro de yaquis del norte, para
llevarlos a trabajar, como esclavos, a las ricas henequeneras de Yucatán. O los
terribles tratos que se daban a los presos políticos, como a los hermanos
Flores Magón, que iban a dar a la insalubre y brutal cárcel de San Juan de
Ulúa, en donde, casi todos los internos morían por enfermedades, malnutrición y
torturas. Recomiendo mucho la lectura de ese libro.
Y regreso a “Uno de
tantos”, la historia de Carlos, personaje que no describe mucho, sólo que es
joven, trabaja como “tenedor de libros” en una oficina pública (contador), que
se había criado en Inglaterra y que hablaba regular español. No da más detalles,
pero se entiende que habría pertenecido a una familia medianamente acomodada.
Carlos se presenta como
un taciturno personaje, introvertido, muy dedicado a su trabajo, solitario, al
que sólo le habían conocido una novia sus compañeros, que era de buena familia,
pero que, repentinamente, terminó.
Como acostumbraba ir al
teatro, distracción muy de moda en esa época, una ocasión se presentó un
musical y quedó muy prendado de la cantante principal, Jeanette, guapa
parisina, que lo cautivó por su canto y su belleza.
Busca Carlos conocerla
a como dé lugar, lo cual logra, gracias a un amigo periodista que se la
presenta, mientras la entrevista. Al ver con qué facilidad el oficio de
periodista abre muchas puertas, Carlos piensa en haberse dedicado a eso, en
lugar de ser simple tenedor de libros.
Algo ve Jeanette en
Carlos, joven y educado, que consiente en que la visite al vestíbulo del hotel
en donde se hospeda o en los camerinos del teatro.
Y con ese
consentimiento amistoso, como ella deja muy claro, Carlos se sintió muy
importante, buscando que todo mundo se diera cuenta de su relación con la
cantante, sobre todo, sus amigos, con quienes podía jactarse de su “logro”.
Dice en una parte
Gamboa que “Es cosa probada que lo que decide de un hombre, es que la mujer con
quien tiene que encontrarse en determinado momento de la existencia, sepa
valorizarlo. Hay mujeres propicias y mujeres funestas, así como hay día y
noche; ambas son necesarias; pero si al que le toca la segunda, carece de luz
suficiente con qué iluminar su ventura, apela al crimen y se convierte en
incendiario. El rico corre en estos casos el riesgo menor; para la noche, tiene
el gas; para la mujer funesta, el oro. Por desgracia, las mujeres propicias
representan honrosa minoría; al cabo de un año, y entre noches y días nublados,
vese pasar a los verdaderamente primaverales, tristes, silenciosos y
solitarios”.
Muy ornamentada forma
de describir a mujeres que sólo aprovechan lo material que un hombre pueda
ofrecerles.
Justamente, esa era
Jeanette, quien aceptaba cuanta invitación a comer a restaurantes lujosos le
hiciera Carlos. Y éste, con su modesto salario, iba gastando más y más cada
día.
Una ocasión, la invitó a
los toros. Jeanette aceptó con reticencias, poniendo como condición que la
acompañaran otros actores de la obra. Y Carlos, al final, no dejó de
reprocharle que nunca habló de él, ni lo presentó a todas las personas que la
reconocían y la ovacionaban por su magnífica actuación y gran canto.
“Te pones tonto,
Carlos, recuerda, no somos más que amigos, y no me vas a hacer cambiar”, le replica
ella. Con tal de no perder su joya, digamos, Carlos acepta. Y sigue aceptando
otras cosas, como el que un día un tipo de dinero le obsequiara a ella una
perrita, de raza pequeña, con la cual, Jeanette se encariña mucho.
Carlos, con tal de no
perderla, acepta hasta humillaciones, pues cuando la iba a visitar al final de
la obra, debía de esperar sentado hasta que las felicitaciones concluyeran.
Puede entenderse que la
mujer lo tenía, ni siquiera como amigo, sino sólo para pasar el rato, en lo que
duraba la temporada del espectáculo, poco más de un mes.
Carlos, viendo que
superaban sus gastos a su modesto salario, un día decide, estúpidamente, sacar
los tres mil pesos que había estado ahorrando por años en la oficina, para ir a
una escondida, ilegal casa de juegos. Ingenuamente, probaría suerte con las
cartas y multiplicar los tres mil pesos. La desgracia, que ya había tenido al
conocer a tan superficial y materialista mujer, lo siguió hasta allí. En pocos
minutos perdió su dinero. Y salió del lugar echando pestes, por su mala suerte.
De tonto principiante, además de pobre.
Y esa noche, pidiendo
un adelanto en la oficina, que nunca había hecho, sólo le pudo comprar unas
modestas flores, para regalarle, al final de la función.
Algo que ni la
impresionó, pues por tantas flores que le daban, pasó desapercibido el ramo de
Carlos. Ni siquiera se dio cuenta la superficial mujer de que allí, entre las
butacas, estaba sentado su infeliz admirador
Jeanette marchó con el
tipo rico que le había regalado a la perrita.
Carlos siguió al
carruaje. Pensó en reclamarle su falta de atención. Pero se dio cuenta,
finalmente, que sin dinero para ofrecerle, era un don nadie para ella.
Y partió, caminando
cabizbajo por esa calle.
Como ven, no son
finales precisamente tristes, sino realistas, de situaciones que, fuera del
tiempo en que tengan lugar, son recurrentes.
Eso demuestra que la
mujer o el hombre, nunca entenderán, y se someterán a situaciones que los
humillen y los carguen de sufrimientos.
Quizá sea que estamos
más acostumbrados a la tristeza que a la alegría, que una vida sin
sufrimientos, no es vida.
Contacto: studillac@hotmail.com