sábado, 13 de octubre de 2018

Conversando con una ex empleada de Cinépolis


Conversando con una ex empleada de Cinépolis
por Adán Salgado Andrade

Laura, como la llamaré, me platica que la necesidad económica la llevó a buscar afanosamente empleo. Estaba en una precaria situación familiar, pues el sueldo de su padre no era suficiente para solventar todos los gastos, como sucede con un 70% de los mexicanos, quienes subsisten (subsistimos) en condiciones de sobrevivencia, que crean desesperanza e incertidumbre por el futuro.
Ya tenía dieciocho años y fue en julio del 2010 que solicitó trabajo en un Cinépolis que estaba, y ahí sigue, en Plaza Sendero Ixtapaluca, muy cerca de donde vivía ella en ese entonces. No le fue difícil entrar, dado que en esos sitios, la movilidad laboral es muy alta, no durando más de dos años, cuando mucho, la mayoría de los empleados que laboran allí, jóvenes de entre 18 y 25 años. Dice Laura que aparentemente no hay límite en la edad de contratación, pero, por ejemplo, los jóvenes deben demostrar que están estudiando para que les den trabajo. Cabría preguntarse, ¿lo hace la empresa como una forma de impulsarlos a que sigan estudiando o para asegurarse que entren estudiantes, quienes, después, si se complica que sigan estudiando y trabajando, dejen el empleo, que al fin que sobran los que quieran laborar allí, porque, además, así no crean antigüedad? Muy probablemente. Es una falsa preocupación.
Laura, como recién había terminado la preparatoria, les mostró los papeles, diciéndoles que estaba en proceso de ser admitida a la universidad (lo cual, por cuestiones justamente económicas, no concretó. A la fecha, no le ha sido posible continuar con sus estudios por diversos motivos).
Entró desde el principio como taquillera. Tuvo un entrenamiento no complicado, pues las tareas son relativamente fáciles. Los cinepolitos, como así se llaman los empleados de esa cadena de cines (parte del duopolio que domina la mayoría de la exhibición cinematográfica en México, junto con Cinemex), no son asignados a una tarea específica, sino que tienen que hacer de todo. Así, pueden estar en taquilla, dulcería, proyección, mantenimiento, publicidad, atención a clientes y accesos. Pero tienen otras tareas, como trapear, asear las salas después de cada proyección, lavar los baños. “Aunque, cuando yo estaba, había personal de intendencia específico, que lavaba los baños, pero, ahora, ya no, ya también se tienen que lavar los baños”, me dice.
Parte del entrenamiento era que debían de aprenderse los “valores” de la empresa, entre los que estaban que el cliente siempre era lo primero, entregarse apasionadamente a realizar las labores, siempre buscar la mayor venta posible y, sobre todo, la lealtad al empleo. “Nos los teníamos que aprender de memoria, si no, nos amonestaban”, dice Laura, con gesto de desaprobación.
En ese entonces, Laura ganaba dieciséis pesos la hora (pago que actualmente casi se mantiene sin cambios, no pasando de dieciocho pesos). “Lo que ganabas era variado, dependiendo del número de horas trabajadas, pues, a veces, cuando había mucha gente, trabajabas más de tu horario. Y cuando casi no había gente, te regresaban, si eras del turno intermedio”. Me explica que había tres turnos. “Los que abrían el cine, que podía ser a las diez, los domingos, porque había matiné, y ésa, costaba diez pesos. Ésos, se iban a las dos o tres de la tarde, si no mal recuerdo. Luego, eran los intermedios, que entraban a las doce y se iban a las cuatro o cinco. Los del cierre, entraban a las cuatro y salían a las diez, once de la noche, los de proyección, a las siete, y así. Y, como te digo, si había mucha gente, le podían decir al de la mañana que si quería quedarse hasta las siete y si aceptaba, se le pagaban horas extras, pero cuando no había mucha gente, si llegaba el intermedio, pues se le regresaba”, dice Laura. Supongo que no era tan agradable para esos empleados, los intermedios, después de haber gastado su pasaje desde su casa y haberse tomado tiempo para acudir, que les dijeran que “este día no tenemos trabajo para ti”, porque, entonces, no sólo el sueldo no era una cifra exacta, sino que estaba supeditado a reducirse considerablemente con esa injusta medida.
De por sí, son sueldos raquíticos, del tipo de los que la saliente mafia en el poder prianista se enorgullece de haber creado cientos de miles. Pero de nada sirven miles de empleos con sueldos de miseria que no alcanzan para nada. Claro, si esos empleos son para jóvenes, como Laura, una chica hija de familia, que no vivía de ese sueldo, no era el único sostén de su familia, sino que era para ayudarla, entonces, sólo así, pueden servir de algo. Pero una persona casada, con obligaciones familiares, pagar renta, alimentación, transporte… no podría vivir de un empleo así.
“Todo lo que ganaba, se lo daba a mi familia, completito. Sólo me daban para mis pasajes. Pero no me importaba, de verdad, sólo los quería ayudar lo más que pudiera, a ellos y a mi hermana, más chica que yo, para que no tuviéramos limitaciones”, me dice Laura, muy seria, la mirada fija en algún punto, quizá recordando aquellos días como cinepolita.
Ella entraba a la una y salía hasta las diez, once de la noche. “No te puedes salir hasta que hayas dejado todo acomodado o, si eras de taquilla o dulcería, hasta que hicieran el corte de caja. Los días en que más iba la gente, que eran el dieciséis de septiembre, el 25 de diciembre y el primero de enero, era bien pesado, pues hasta que no salía la última persona y hacías el corte, te podías ir. Muchos chicos, de plano, se quedaban a dormir allí, pues estaban muy lejos de sus casas y eran ya las doce o una y, a veces, ni taxis había ya o eran muy caros. Y también era cuando te faltaba dinero. Es que hay gente bien hábil, no sé cómo le hacían, pero decían que te habían pagado con uno de a quinientos y tú caías, y les dabas cambio de eso. Y, cuando hacías la cuenta y tenías un faltante, a veces hasta de mil pesos, venían los problemas, porque tenías que pagar ese mismo día, sí – dice, ante mi cara de incredulidad y sorpresa –, tenías que pedir prestado a los otros cinepolitos o sacar del banco, pero tenías que pagar ese faltante”.
Pues vaya exigencia tan injusta de la empresa, porque, supongo, se los podría ir descontando poco a poco de su sueldo. Además, la falta de sensibilidad, sobre todo, de exigir el pago de un faltante, sabiendo las condiciones tan extremas a las que se les somete a sus empleados cuando hay mucha gente, encima de los bajos sueldos, que quizá lo que debían de pagar correspondiera a una semana de salario. Pero eso no le importaba al gerente, el representante de la empresa, no, sólo que pagaran como pudieran. Injusticias laborales, razono.
Les pagaban los jueves. Laura ganaba entre setecientos y mil pesos semanales que, como ya he mencionado, dependían de las horas laboradas. Y ella, muchas veces, cubría a compañeros, aunque siempre procuraba salir no más allá de las once de la noche. Aun así, hacía más de las supuestas “siete horas” que le exigían trabajar como “medio tiempo”, que no lo era, pues muchas veces laboraba hasta nueve horas. “Pero sólo así sacabas unos mil quinientos o dos mil pesos a la catorcena”, dice Laura, claro, a costa de largas jornadas y de su seguridad al salir tan tarde del lugar.
Platica que, como hacían de todo, a veces, al estar trapeando, los pisos se volvían muy resbalosos y podían caerse. Otras veces, por ejemplo, algunas labores, como la de cambiar las letras de las películas de las marquesinas, eran peligrosas. “Una chica una vez, como tenías que subirte a una escalera, se cayó y se fracturó un pie. Le dieron incapacidad, pero, por eso, mejor dijo el gerente que ya sólo fueran hombres los que las fueran a cambiar”.
Otra exigencia era que debían aprenderse las sinopsis de las cintas exhibidas. “Llegaba el gerente y te preguntaba de tal o cual película, que de qué se trataba, que quiénes actuaban, que quién era el director y, si no lo sabías, también te llamaba la atención”, dice, divertida. Aunque yo le objeto que ahora no es así, pues he visto que mucha gente pregunta a los cinepolitos sobre lo que trata cierta película y no les saben decir. Se encoge de hombros. ”Ya no han de ser tan estrictos, pero cuando yo estuve, así era”, afirma.
Laura también hacía de todo, pero en donde más estuvo fue en taquilla. Todos esos empleos tienen que ver con el trato a la gente, y es lo que la empresa les exige, que sean todo el tiempo amables, pero, a veces, acuden personas cuya educación deja mucho que desear. Cuenta Laura una anécdota al respecto. “Una vez, el hermano del presidente municipal de entonces, que era Humberto Navarro, que se llamaba Carlo Navarro, llegó con su familia. Y mientras ese señor se puso a regalar, creo que pases para el cine, que su esposa llega y me enseña entradas de las de dos por uno y me dice ‘Dame cuatro entradas gratis’. Y le digo que no eran gratis, que eran al dos por uno, que allí decía claramente, con letras grandes, al dos por uno, que compraba una entrada y la otra era gratis. Puso cara como de ‘no me entendiste’ y que me vuelve a decir, ‘Creo que no me entendiste, quiero cuatro entradas gratis’. Y que le vuelvo a replicar que no, que no eran gratis, que debía de comprar dos. Que le habla a su esposo y que le dice que no eran gratis. Y ese tipo, bien grosero, poniéndose con una mujer, a mis dieciocho años, ¿no?, todo barbaján, se puso a insultarme que era yo una empleaducha, muerta de hambre, que les tenía que servir… pero yo no me dejé. Como también tengo mi carácter y soy bien enojona, me le puse. Que me dice que le hablara a mi supervisor y que le llamo y le digo lo que pasaba. Y también les dijo lo mismo, que eran entradas al dos por uno y ¡también que lo insultan! Total, que hasta al gerente le llamamos y que va y, él sí, se los puso en su lugar, y les dijo que no, que tenían que pagar dos entradas, y ya pagaron, con un billete de a quinientos, que la mujer me aventó a la cara, literal, y se cayó… hice mi dignidad a un lado, y me agaché para recoger el billete. Y ya les di su cambio, ¿no?, y se fueron amenazando que iban a clausurarnos el cine, que él conocía al dueño de Cinemex, y que le decimos que era Cinépolis en donde estaban y que dice ‘¡Es lo mismo, es lo mismo!’ y no es lo mismo. Nos hizo enojar tanto que hasta le gritaban que lo conocían, que era un corrupto y que nada tenía que decirnos, pues éramos universitarios con educación y él era un maleante. Bueno, y pues ya, eso fue ese día. Pasó como un mes y que regresan. Que los veo y, entonces, que cierro mi caja, y que le dije a mi compañera que allí venían esas personas, que ella se encargara, pues yo me acordaba de cómo se habían portado y no quería problemas, pero allí estuve, al lado, con mi caja cerrada. Entonces, que le enseñan los pases al dos por uno y que le dice la señora “Dame dos entradas dobles”. ¡Ay, para mala suerte, que ya estaban vencidas! Mi compañera les dijo que ya no valían. Y la mujer le dice ‘¿¡Cómo!?’, sorprendida. Y le explicó que ya no valían, que eran hasta tal fecha y que ya era tal fecha. Que llama al marido y que le dice que ya no valían. Y se resignaron y compraron las cuatro entradas. Bueno, y… ay, cualquiera sabe que al cine no se pueden meter alimentos de otros lados, ¿no?, pues es lo que más le deja al cine. Entonces, ¡ay!, que van a comprar a Soriana (una tienda departamental) refrescos, papás, vasos, creo que hasta un pollo rostizado… y ¡así se querían meter a la sala! Y ya, el cinepolito que corta los boletos, les dijo que no podían meterlos. Y estuvieron alegando otra vez y otra vez fue el gerente, y les dijo que no podían. Total que fueron a dejar a paquetería sus bolsas de cosas, bien enojados, ni recibieron la ficha, y no sé si compraron o no en el cine, pero ya se fueron a la sala… sí, así hay gente, bien mal educada, que te trata como si fueras basura”, dice Laura, entre molesta, divertida, resignada.
Pues, en efecto, hay gente que no sabe comportarse, a pesar, incluso, de su posición. Ese tipo, por ser hermano del presidente municipal, le concedía, a su entender, la prerrogativa de tratar prepotentemente a la gente. ¡Qué lástima que algunos con supuesto “poder”, recurran a comportamientos tan deleznables y vulgares, que lo único que muestran es su falta de valores y calidad humana! Muchas veces, vemos mejores comportamientos en gente humilde, trabajadora, consciente de que toda persona, sea de la posición económica que sea, merece el pleno respeto. Pero eso no lo entienden muchos, como la mencionada familia, que demuestra su ignorancia al pretender, por ejemplo, entrar al cine con alimentos ajenos, lo que siempre ha sido una prohibición. Cabría preguntarse, ¿nunca antes habían ido al cine? O que no entendieran lo que era la entrada al “dos por uno”, ¿tan incultos son? Eso, a pesar de su supuesta “privilegiada” posición, sólo los puso en ridículo ante el complejo social.
También platica Laura, abundando sobre la falta de educación de la gente, algo que, de verdad, me pareció increíble, y me hizo reflexionar hasta dónde puede llegar la falta de escrúpulos y normas de conducta. “Una vez, se corrió el chisme de que una de las charolas que te dan para tus alimentos, llegó con popó, sí, así como lo oyes. Como las charolas se lavan en un cuartito, allí hay un fregadero. Entonces, ya vamos todos, de morbosos, a ver al pobre cinepolito que tenía que lavar las charolas ese día. Y, sí, la vi de lejos y… bueno, no quiero ser tan gráfica, pero, sí, se veía amarillento de lo que estaba embarrado. Pensamos que era el queso de los nachos, porque al lado estaban los nachos, pero, no, no era queso… ¡era popó, diarrea, como de bebé, porque olía a eso…guacalá!... pobre chico, nada más veíamos su cara de asco. Otra vez, un cinepolito que estaba limpiando una sala, se encontró un ¡condón!... y pues, dices, ¿¡qué hacía allí un condón usado en la sala!?”, platica, divertida.
¡Vaya personas que acuden a los cines!, pienso. Cuesta creer lo de la charola con excremento, pues ¿no habrían podido ir al baño a cambiar el pañal, si de eso se trataba, fueron tan indolentes que, quizá por flojera, prefirieron hacerlo sobre la charola? Y los que estaban alrededor, ¿no detectaron el mal olor del excremento y hasta pudieron haber protestado y avisado a algún empleado de la porquería que estaban haciendo esas personas? ¡Qué terrible combinación de indolencia, de falta de higiene y, sobre todo, de valores. Porque eso también es consecuencia de la pérdida de dichos valores, de no importar que alguien tendrá que lavar esa charola. Es como cuando – yo lo he visto – hay gente que vomita o, peor, defeca en un vagón del metro.
O el hecho de haber hallado un condón usado, lo que implicó que alguna pareja usó la sala como cuarto de hotel y copularon allí. ¿Audacia, cinismo, valemadrismo…? Todo junto, más la mencionada falta de valores.
Otra anécdota que cuenta, tiene que ver con las emergencias que suelen presentarse. “Un día estaba yo en la admisión, donde recoges los boletos. Que sale un cinepolito bien asustado y me dice que había un señor convulsionándose. Y ya que voy, se prendieron las luces, y veo que era un señor, como de cuarenta años, convulsionándose bien feo, en serio, hasta estaba sacando espuma por la boca. Como había dos chicos estudiando medicina, pues que los llamo. Y que lo empiezan a revisar y a dar los primeros auxilios. Entonces, que le digo al gerente que llamara una ambulancia, porque se estaba convulsionando un señor. Y se suspendió la función y la gente, toda sacada de onda, gritando, ¿no? Y ya que llegan los paramédicos con su botiquín para darle también los primeros auxilios y que se lo llevan y que le digo la gente que disculparan, que había surgido un problema, pero que ya estaba solucionado, y que siguieran viendo su película”, dice Laura, sonriendo.
Eso lleva a pensar cuántas personas enfermas, en distintas circunstancias, pueden enfrentar esos problemas. Incluso, muchos mueren en la calle, ante la indiferencia social o, cuando mucho, los atrae el morbo y le tomarán una foto o un video con el celular. Una muestra de cómo nos hemos hecho tan indiferentes al dolor ajeno. Claro, si hasta en Internet puede verse cotidiana violencia, asesinatos, accidentes (las funny fails famosas que nos causan risa, aunque sea evidente que quien sufrió tal accidente, quizá hasta haya muerto)… todo eso contribuye al endurecimiento social. No hace mucho vi en una estación del metro, en el andén, a una mujer de unos cincuenta años, muy maquillado rostro, ropa juvenil, de pantalón, blusa dorada, elegante, zapatillas de altos tacones, tendida en el piso, muerta, quizá víctima de algún repentino infarto. Y allí estaban los morbosos, que no podían acercarse más porque unos policías estaban cuidando el cuerpo. Lo que más me estremeció fueron sus abiertos ojos negros, realzados por el delineador alrededor de ellos, como si el repentino encuentro con la muerte, la hubiera tomado por sorpresa. Eso sólo lo contemplé de vistazo, sin deseos de ver más, como muchas personas hacían, distraídos ese día por tan, para mí, triste escena.
Le pregunto sobre los uniformes, si los debían de comprar, y me dice que no, que son una prestación (tienen todas las prestaciones de ley, por cierto). “Sí, te los prestan, pero ya, cuando renuncias, los debes de regresar. Y cuando había películas muy taquilleras, como Harry Potter, las distribuidoras daban unas playeras bien padres, para promocionar la cinta. Y, un ejemplo, si te habían dado treinta, pues también las tenías que regresar si renunciabas, pero si no las regresabas todas, te las cobraban en, no sé, doscientos pesos, para asegurarte que las regresaras”, dice.
Bueno eso sí es mezquindad de la empresa, considero, pues, de todos modos, ¿de qué le servirían esas playeras, sobre todo cuando la euforia por tal o cual cinta hubiera pasado? Pero así son casi todas las compañías, cuentachiles, como dice el vox populi.
Fuera de la explotación laboral, de salir muy tarde, de reponer forzosamente las pérdidas el mismo día, del bajo salario, de personas vulgares y maleducadas, de los que a veces se convulsionaban… Laura afirma que le gustaba muchísimo el ambiente laboral, que todos los cinepolitos se llevaban muy bien y se ayudaban. “Si te faltaba dinero, pues entre todos se cooperaban para juntarte y luego se los pagabas. Nos llevábamos bien, había mucha unión”, agrega. Qué bueno, pienso, que se dé eso, pues sería una forma de contrarrestar tantos problemas que deben de enfrentar, sobre todo porque son jóvenes, una edad muy difícil, pues se suele menospreciarlos, como si, por su juventud, fueran ineptos, malos empleados. Pero no es así, la juventud sólo requiere la confianza social para salir adelante y demostrar todas sus capacidades.
Le da risa que muchas personas le preguntaban si ya había visto todas las películas. “Si supieran, pensaba yo, ni tienes tiempo. Lo que sí podías hacer era invitar a toda tu familia a ver una película, pero tú no podías entrar a verla”, dice Laura.
Justamente el buen ambiente logró que Laura estuviera trabajando allí hasta el mes de febrero del año 2012. “Era buen ambiente, por eso me aguanté, y que no ganaba tan mal, a comparación de otros empleos, pero, al final, te aburres de tantas cosas que debes de soportar, como los malos tratos de la gente. El gerente era muy buen persona, pero si hacías algo mal, te regañaba, ¿no?, lo normal, pero también eso cansa. Y por eso me salí”.
Actualmente, Laura sigue viviendo con sus padres. Tiene un hijo de casi un año, lo que le impide, por lo pronto, trabajar, pues el pequeño demanda muchos cuidados y todo su tiempo. “Me casé, pero tuve muchos problemas con mi esposo y nos separamos”, me dice. Le comento que eso es mejor a seguir sosteniendo una relación dañina. Por fortuna, sus padres la han apoyado muchísimo. Al igual que su hermana, quien actualmente está estudiando la cerrera de diseño.
Le agradezco la entrevista y le deseo lo mejor en su búsqueda existencial, algo que nunca debemos dejar de hacer. Si nos estancamos, si no vemos hacia adelante, estaremos muertos en vida.