miércoles, 8 de septiembre de 2021

La ciudad de México, entre 1600 y 1700

 

La ciudad de México, entre 1600 y 1700

Por Adán Salgado Andrade

 

Luego de la infame invasión española, que destruyó las bases económicas, sociales, políticas y religiosas de los antiguos mexicas, la Gran Tenochtitlan, fue destruida para construir, sobre sus ruinas, la ciudad española, como símbolo todavía más ominoso del control que, desde 1521, año del genocidio, ejercieron los mercenarios españoles.

Lo que yo llamo Herencia Colonial Maldita, transformó brutalmente el antiguo sistema de economía de intercambio, además de colectiva, por uno mercantilizado e individualista, en donde a los antiguos mexicanos, se les inculcó el materialismo y egoísmo atroz, característico del capitalismo salvaje, que, por entonces, ya comenzaba a surgir. Y aunque estaba en su infancia, sus características principales, como la codicia, la acumulación de riqueza, el individualismo y la deshumanización, ya estaban bastante desarrollados. De hecho, una de las principales razones para que los españoles invadieran y controlaran al antiguo México, fue la absurda idea de que esto era un Dorado, un lugar en donde abundaba el oro y todo estaba construido de ese codiciado metal “precioso” (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2010/05/mineria-marina-el-nuevo-desastre.html).

Y entre las imposiciones, estuvo, como mencioné, la construcción de la ciudad española sobre lo que fuera la metrópoli mexica, para mayor humillación.

Según el oidor Alonso de Zorita (1512?-1585), enviado por Felipe II (1527-1598), para ver porqué disminuían sus “rentas” de sus posesiones en las “Indias americanas”, pudo constatar que, en el colmo de la mezquindad, además de que los sometidos antiguos mexicanos (todos parejo, fueran mexicas, tlaxcaltecas, tepanecas…), tenían que trabajar para construir todo (palacios, iglesias, casas de los encomenderos), debían de ¡pagar los sueldos de los arquitectos que se contrataron para diseñar y dirigir las obras! Es decir, además de estar esclavizados, y trabajar forzadamente gratis, de lo poco que obtenían de sus cosechas, que vendían, para tener dinero, de ese dinero debían de pagar los salarios de los arquitectos.

Absurdo como suena, pero es lo que observó Zorita. Por tal sobrexplotación, además de que no comían bien y eran atacados por enfermedades, como la viruela, se estaban muriendo los antiguos mexicanos. Ya, en 1542 Carlos V (1500-1558), había promulgado las Leyes Nuevas, para limitar las excesivas tareas, las que, como constató Zorita, no se cumplían (ver: Los señores de la Nueva España, de Alonso de Zorita, UNAM)

Por ello, fue que debieron importarse esclavos negros, para sustituir a todos los trabajadores nativos que se habían reducido considerablemente en pocos años. Y de hecho, la desaparición de la encomienda, se debió a tales leyes, pues era un sometimiento más a trabajos forzados a los sufridos antiguos mexicanos.

Y gracias a ese sometimiento brutal, los españoles, se dieron el “gusto” de construir su ciudad. Cometieron la barbaridad de desecar parte del lago de Texcoco, para hacerla, sin prever los problemas que enfrentarían, como frecuentes y largas inundaciones, como veremos.

Recién terminé de leer el libro “La Ciudad de México en el siglo XVII”, escrito por el historiador Francisco de la Maza y de la Cuadra (1913-1972), reimpreso por la serie “Lecturas Mexicanas”, del Fondo de Cultura Económica y la SEP, en el año de 1985.

Describe de la Maza, brevemente, cómo era la ciudad. En la parte en donde refiere cuántos habitantes había, dice que “Si suponemos para cada español – la mayoría casados – tres hijos como promedio, resultarían cerca de 4,000 criollos, más los ‘millares’ de indios, negros y castas, y eso daría una población de más de cincuenta mil personas, que es lo que debió tener (de habitantes) entonces la ciudad”.

Es, justo, otro heredado mal colonial, el racismo, que colocaba en la cúspide a los españoles peninsulares, luego, a los criollos, o sea, los nacidos en México y, después a mestizos, “negros”,  “indios” y todas las razas que daban lugar cuando se mezclaban entre ellos. Esa forma de mezclarse, tenía muchos nombres, como los “prietos”, que eran la mezcla entre negros e “india”, o “blancos”, “salidos de la mezcla de india y español o criollo”.

Dice de la Maza que eran más importantes “los negros en la ciudad del siglo XVII”, pues, como señalo arriba, casi habían sustituido el trabajo de los nativos, pues éstos, prácticamente se habían extinguido, literal.

Habla de los teatros que había, como el que era “público y plebeyo, que estuvo en el fondo del patio del Hospital Real, en la calle de San Juan de Letrán (hoy Lázaro Cárdenas), esquina con Victoria, que se construyó en 1638 y se incendió en 1722”. Claro, debía de haber “pan y circo”, para seguir sometiendo a los humillados conquistados.

Dice de la Maza que había muchos carruajes, los que transportaban a los “aristócratas”. “Famosas fueron las carrozas coloniales, tanto, que Felipe II cometió la insigne torpeza de prohibirlas, pues los caballos ya no servían para ‘la defensa de la tierra, sino para arrastrar los coches’ ”. Pero ironiza que nadie le hizo caso, y se siguieron usando los caballos, porque, claro, no iban a renunciar esos aristócratas a su comodidad.

Y en esas carrozas, se reunían todos los días, alrededor de lo que era la Alameda, “donde hay muchas calles de árboles en donde no penetran los rayos del sol”, según la describía Gage (no da más datos de quién es este personaje). Éste mismo agrega que “Vense ordinariamente cerca de dos mil coches llenos de hidalgos, de damas de gente acomodada de la ciudad. Los hidalgos llevan, unos, unas docena de esclavos africanos y otros con un séquito menor, pero todos los llevan con libreas. Las señoras van también seguidas de sus lindas esclavas, cuyas caras en medio de tan ricos vestidos y de sus mantillas blancas, parecen, como dice el adagio español: ‘moscas en leche’”.

Vaya muy racista descripción. Se ve que era de alcurnia llevar el mayor número de esclavos negros. Por ello, se habla también de la “cuarta raíz”, la raza negra, que el mestizaje lleva en su sangre, pero que no es muy reconocida, pues los “negros” (afromexicanos, podría decirse), se adaptaron más en las costas, porque provenían de climas calurosos, que eran los que había en sus lugares de origen. En esos sitios, es en donde abundan más los descendientes de esos “esclavos”.

Esa situación, obviamente, fue retroalimentando la condición de humillación y sometimiento de las razas “inferiores”, a las que se prohibían muchas cosas, como que aprendieran a leer, con tal de que no se instruyeran y se mantuvieran en la ignorancia. En el libro “Memorias del Fuego II: las caras y las máscaras”, de Eduardo Galeano (Siglo XXI), que son compilaciones de escritos que muestran los estragos que ocasionó el colonialismo, cita al mulato Ambrosio, “quien fue denunciado a las autoridades porque había cometido el delito de aprender a leer y a escribir. Le acribillaron la espalda a latigazos para escarmiento de indios y mulatos tinterillos metidos a españoles” (subrayado en el original). Ese pobre mulato, terminó clavándose un cuchillo, pues no soportó tamaña humillación y excesivo castigo.

Pero, miren, las “señoras” iban seguidas de sus “lindas esclavas” y los “hidalgos” (los “nobles”), llevaban a sus “esclavos”. Y esclavas y esclavos, debían de aceptar resignadamente su condición, que, con el paso de los años, se convirtió en una característica de su personalidad, ser “mansos”, “serviles”, sin ninguna protesta, a riesgo de morir aperreados (los destrozaban perros bravos), si no lo hacían.

Esa condición de mansedumbre histórica, se ve muy bien en la cinta de Lars Von Trier (1956, Dinamarca), Manderlay (2005), estelarizada por Bryce Dallas Howard, que personifica a Grace Mulligan, hija de un gánster, que trata de liberar a los esclavos de una plantación. Al final, no lo logra, pues los esclavos dicen que, ellos mismos, habían elegido seguir como esclavos, con tal de no confrontar el mundo exterior.

La escritora supremacista Margaret Mitchell (1900-1949), en su panfleto glorificador de los esclavistas sureños “Lo que el viento se llevó”, publicada en 1936, menciona que los “esclavos lamentaron ser liberados”.

En fin, que, en efecto, la condición de humillación y mansedumbre es parte de la mencionada Herencia Colonial Maldita. Lo vemos, actualmente, en la forma en que muchos mexicanos sienten complejos ante los extranjeros “güeros” y los tratan con total deferencia. En cambio, cuando ven a una personas de raza negra, hasta la ven con morbosa curiosidad, con burla (como sucede con tanto haitiano que, desde hace años, ha emigrado a México).

Bueno, regresando al libro de de la Maza, menciona que había muchos templos de monjas e iglesias de tantas órdenes religiosas que existían. Muchas, como la Catedral Metropolitana, aún siguen en pie. De hecho, en el Centro de la ciudad de México, hay varios templos que, algunos, siguen siendo iglesias de culto y otros, han sido convertidos en bibliotecas y oficinas públicas.

Había tantos templos, porque eran la forma de dominación ideológica. Eran para esos tiempos, lo que la televisión fue entre 1950 y 1990.

En cuanto a las casas, la mayoría de las que había “eran bajas, destacando los palacios que se mandaban construir los más adinerados”. Dice que en 1621, había 7,700 casas y en 1650, habían aumentado a 30,000, “según sospechosos cálculos de un cronista del siglo XVIII”. En efecto, muy “sospechosa” cifra, pues que hayan incrementado casi cuatro veces las casas, a pesar de las inundaciones y de que los trabajadores escaseaban, no parece lógico.

Era evidente que así como el número de esclavos mostraba el poder de sus amos, las construcciones en donde vivían, eran también parte de ese “linaje”.

Una de las partes más interesantes del libro, es en donde se refiere a las inundaciones, que eran frecuentes, pues, como menciono arriba, un error atroz fue que se desecara el lago de Texcoco, para hacerla, como si con esa absurda medida, se hubiera evitado que la cuenca hidrológica que rodeaba a la ciudad, ya no lo inundara. De hecho, en la actualidad, en la ciudad de México, en las temporadas de lluvias, siguen siendo frecuentes las inundaciones, sobre todo en las zonas bajas.

Dice de la Maza que en septiembre de 1629, “llovió tanto, que la ciudad se anegó en los barrios en tres días y poco después subió tanto el agua, incluso en el centro, que tuvieron que cerrarse las iglesias y los comercios y el tránsito comenzó a hacerse en canoas. Esa inundación, la más grave de todas las que se dieron, “duró cinco años, de 1629 a 1634”.

Lo que sucedió fue que el lago de Texcoco, recuperó el nivel que le habían quitado. Sólo imaginen estar cinco años inundados. Fue increíble que siguiera conservándose a la ciudad de México como capital de la Nueva España.

También menciona a las escuelas, como en la Universidad Real y Pontificia, “en donde los maestros y los doctores lo eran, más que por méritos, por dinero, en el sentido de que era tan caro borlarse (recibirse), que sólo los ricos podían hacerlo. En 1689, se doctoró un tal Agustín Franco ¡a los diecisiete años! Y fue rector ¡a los diecinueve! En 1683 decía el rector Solís que se habían graduado de bachilleres, desde la fundación de la Universidad, 11,600 jóvenes, ‘de edad de 12 a 14 años muchos de ellos’. En cambio, el único sabio auténtico del siglo XVII, don Carlos de Sigüenza y Góngora, poeta, historiador, astrónomo, no tuvo ningún título universitario”.

Pues vaya que el dinero todo lo podía, como sigue siendo. Mucha gente que puede pagar una cara maestría o doctorado “a distancia”, sólo requiere constancia en sus pagos y no demasiado esfuerzo para obtener un grado así.

Y también había algunos hospitales, como el de los leprosos, que, señala de la Maza, que “no es que hubiera tantos leprosos, sino que los frailes ‘antoninos’ tenían que justificar su presencia en México”.

Tanto templos, como los hospitales, se hacían con el dinero de un “patrono” que era un rico de la época, que podía financiar tan costosos caprichos. Monjas y monjes, buscaban quién les financiara sus templos, los que tomaban hasta décadas en ser construidos, con el sudor y sangre de sufridos trabajadores nativos, por la complejidad arquitectónica que implicaban, pero se hacían, pues, como señalé, eran los aparatos ideológicos de control de la época.

Pues, a grandes rasgos, esa era la ciudad caótica, racista e inundable que sustituyó a la Gran Tenochtitlan.

Y tantas desgracias por las que pasó, como las inundaciones, seguramente deben de haber sido por la energía negativa que permaneció allí, de tanta sangre derramada, tanto por el inicial genocidio, así como por los trabajos forzados a los que se sometieron a los sufridos sobrevivientes. Y encima, haberles destruido su gran ciudad.

El espíritu mexica vengó, así, la mala acción de los mercenarios invasores.

 

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