La mala práctica médica
Por Adán Salgado Andrade
El juramento
hipocrático que hacen los doctores al recibirse, dio lugar a la palabra hipócrita, refiriéndose más a la
costumbre de fingir lo que no se siente o hacer lo que no se debe, pero
asegurando “de dientes para afuera” que sí se está llevando a cabo lo correcto,
que no se está engañando.
Y en algo que es muy
evidente, es en la práctica médica, la que, a pesar de tratar con vidas
humanas, muchas veces son lo que menos interesa, con tal de que se obtenga a
cambio una ganancia, incluso, si eso significa poner en riesgo la vida,
practicando operaciones innecesarias o dando inadecuados medicamentos muy
caros, tan sólo porque tal médico tiene arreglos con alguna farmacéutica.
Me he enterado de
historias en donde supuestos “doctores” recetan antibióticos a gente que es
alérgica a ellos y ha, lamentablemente, muerto, sin que aquéllos acepten su
responsabilidad. O casos en que se han mantenido “vivas” a personas conectadas
a aparatos que les dan “vida” artificial, solamente para seguirles cobrando su
estancia en el hospital. Recientemente, se ha revelado que muchas de los partos
que se practican mediante cesáreas son innecesarios. Igualmente, la extracción
de las muelas del juicio se puede evitar. Pero todo eso se hace porque se
obtienen jugosas ganancias a nivel mundial.
Por ejemplo, la
prescripción de medicamentos por doctores que están asociados con los grandes
laboratorios, se aprecia muy bien en la cinta estadounidense Love & Other Drugs (2010),
protagonizada por Anne Hathaway y Jake Gyllenhaal, ubicada en 1996, cuando la
droga para la disfunción eréctil Viagra, de Pfizer, comenzaba a comercializarse
y todos los doctores que la recetaban sin limitación alguna, obtenían grandes “beneficios”,
a pesar de que no estaba totalmente probada (ver: https://en.wikipedia.org/wiki/Love_%26_Other_Drugs).
Más recientemente, la
empresa estadounidense Purdue Pharma ha sido acusada de que, gracias a sus
grandes influencias entre políticos estadounidenses, por muchos años ha podido
comercializar sus “medicamentos” a base de opiáceos, los que ocasionan severos
daños colaterales a los pacientes que los toman, al grado de haber llevado a
cientos de ellos a la muerte por sobredosis, pues tales sustancias ocasionan
una muy fuerte dependencia, que ni los cura, los enferma más y solamente los
vuelve adictos “legales” (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2017/12/la-epidemia-de-opiaceos-legales-y-no.html).
Dentro de la literatura,
hay una obra debida a la pluma del escritor inglés Stanley Winchester (1922-2012),
llamada “La práctica”, publicada en 1967, que ilustra muy bien la problemática
de los poco éticos doctores que silencian sus “errores” médicos, con tal de no
perder el negocio de una clínica, su licencia o, peor, ir a la cárcel, pues
muchas veces cometen “crímenes involuntarios” por presentarse ebrios o bajo
efecto de drogas a alguna operación, o por haber recetado medicinas
incorrectas, como veremos.
La edición que leí es
la de la editorial inglesa Corgi Books,
de 1969.
Ubicada en una pequeña
ciudad costera llamada Plume, la historia narra, entre habladurías y chismes,
la aburrida cotidianeidad de sus habitantes… bien dice el proverbio “Pueblo
chico, infierno grande”, y es lo que se ve en la novela, que presenta a muchos
personajes (algo demasiados, yo diría), que, de una u otra forma, se
entremezclan entre sí a través de los doctores de la clínica del lugar, que les
da la atención médica “requerida”.
Dicha clínica la fundó
años antes el doctor John Porteus, quien siempre se ha esforzado por tener al
“mejor personal”, tanto de médicos, así como de enfermeras.
Y al inicio de la
novela llega un nuevo aspirante a su clínica, el doctor, recién recibido, Trevor
Shaw, de Londres.
Shaw, antes de llegar a
Plume, había estado viviendo en una pensión, en donde sostiene una relación
amorosa con Betty, la administradora y dueña del lugar, madre soltera, cuyo
hijo, Michael, se lleva muy bien con Trevor, así como ella con éste. Ambos
lamentan cuando Trevor consigue el trabajo, aunque, antes de irse, el doctor le
promete a Betty que es “el amor de su vida” y el irse a Plume no significará el
fin de su relación.
En esta historia, tanto
los pacientes, así como los médicos, son algo “fuera de lo común”. Por ejemplo,
tenemos a Norman Lester, contador mediocre, casado con una mujer, Heather, años
más joven que él, además de ser sumamente preciosa, como todos la consideran.
Por lo mismo, siempre está inventándose cosas sobre ella, que seguramente está
con alguno de los amigos de él o que está con la madre de ella, diciendo cosas
malas de él. A este sociópata, acomplejado, nunca le diagnostican ese delirio
de persecución, por el cual siempre está imaginando lo que van a decir de él
sus compañeros de trabajo, las “infidelidades” de su esposa, la forma en que
deba de vestirse, con tal que no lo critiquen.
A lo más que hacen los
doctores, incluido Trevor, es recetarle somníferos, lo cual no le elimina su
obsesivo, compulsivo comportamiento. Sus dilemas terminan cuando decide
asesinar a Heather, simulando una caída de las escaleras, muy convincente, de lo cual, se precia mucho. Y también, dentro de
su desequilibrio mental, celebra que al fin haya tenido las “agallas” para
terminar, según él, con tanta “opresión”, tantas “insatisfacciones”, tantos
“malos tratos” que Heather le había provocado desde que se habían conocido y
casado. Podría esperarse que Lester sufriría un escarmiento y hasta sería descubierto
por su infame, frío crimen, mas no es la intención de Winchester, sino, sólo,
mostrar hasta dónde muchas personas son capaces de llegar, merced a sus
trastornos mentales, y juzgarse a sí mismos, como “héroes” de la historia, cómo,
el que cometan un asesinato, los redime y les da “vitalidad” para enfrentar la
vida, así como Lester, quien, en realidad, nunca tuvo pruebas de las
“infidelidades” de Heather, salvo las que su enfermo cerebro le mostró. Quizá
un adecuado diagnóstico, habría evitado la muerte de Heather. ¿Cuántos locos
sin diagnosticar habrá en el mundo, rondando por allí, tramando el primero de
sus asesinatos, con tal de sentirse heroicos?
Otro doctor que trabaja
para la clínica de Porteus es Lionel Corfield, cuya “debilidad” es ser
homosexual. Su desgracia es caer enamorado, en una visita, de un paciente,
Peter, un alemán, muy joven, y aunque trata de ocultar su relación, es
descubierto por otro de sus pacientes, Stuart Ennerey, quien intentará emplear
esa “debilidad” a su favor.
Resulta que Ennerey,
heredero de una pequeña fortuna legada por su padre, buscó una buena inversión,
con tal de hacerla crecer. Eso lo hizo construyendo un hotel, el Marine, de medio lujo, en el que tiene
puestas todas sus esperanzas. Un mal día, la administradora, Edith Gresham, le
comunicó que uno de los empleados estaba enfermo. El doctor Corfield es
solicitado para examinarlo y su diagnóstico es que tiene tifoidea. De ser así,
el hotel tendrá que cerrar al menos un año. Terrible noticia para Ennerey, no
sólo porque sería el fin de su proyecto, sino porque se conjunta con problemas
familiares. Como es divorciado, el hijo que tuvo con su primera y única esposa,
Charles, sufre algunos problemas emocionales, como el ser gay, algo que Ennerey
no soporta. Lo peor es cuando un día el doctor Porteus es llamado para atender
una “emergencia”, poco antes de lo del enfermo de tifoidea, que no fue más que
un intento de suicidio de Charles. Eso lleva en los hombros Ennerey, cuando le
dijo Edith lo del enfermo de tifoidea.
Como dije, el encargado
del veredicto es Corfield, a quien, primero, Ennerey trata de sobornarlo. Sin
embargo, en vista de que Corfield es muy honesto o, al menos no se presta para
eso – para que diera un falso veredicto y que eso posibilitara una epidemia por
el contagio masivo que el hotel, al seguir funcionando “normalmente”, habría
ocasionado –, Ennerey, haciendo uso de su parte mezquina, sobre todo porque, en
esos tiempos, la homosexualidad era un “crimen” en Inglaterra, lo amenaza con
que avisará a Porteus que es homosexual y que, además; tuvo relaciones sexuales
con uno de sus pacientes, el mencionado Peter. Eso le pesa a Corfield, quien,
sin embargo, decide que vale más revelar su sospecha de diagnóstico a Porteus.
Eso lleva a Ennerey a “denunciar” su homosexualidad aunque, de todos modos,
finalmente, no se trata de una tifoidea, sino de algo más leve, una fiebre por
infección intestinal no viral. Sin embargo, Corfield acepta de buena gana dejar
de trabajar en la clínica y se embarca en un crucero griego de lujo, como
médico a bordo.
Ennerey, para su
suerte, sigue con el hotel y, también, debe de absorber el shock que le produjo
saber que su hijo era homosexual. A veces, lo que más odiamos, lo tenemos en
casa, podría ser la moraleja.
Por su parte, el doctor
Dick Masters, de 55 años, es un alcohólico empedernido, quien siempre carga
consigo una pequeña licorera metálica, que contiene wiski, su bebida favorita. Varias
veces, su alcoholismo le ha ocasionado problemas a la clínica, pero Porteus ha
salido en su defensa. En una ocasión en que Porteus tiene mucho trabajo, le
pide que atienda una operación, tomando su lugar, como médico anestesista. El
paciente muere. Y una de las enfermeras que atendió la operación denuncia que
el paciente falleció porque Masters estaba alcoholizado. Porteus la somete a
interrogatorio, tratando de disuadirla de que el “buen doctor” Masters no es
alcohólico, y que nada de lo que ella diga, puede probarlo. Lo que sí estaba
claro fue que durante la operación, según Porteus, la enfermera no cumplió con
los protocolos de asepsia, lo que debió provocar la muerte del paciente por un
infarto, no por exceso de anestesia. La mujer no sabe qué más decir, excepto el
agradecer que Porteus no la va a acusar con la Asociación Médica del país, lo
que la habría dejado vetada de trabajar de enfermera casi de por vida. Aquí,
vemos la recurrencia de la forma prepotente y autoritaria en que muchos
problemas médicos se resuelven, cargando responsabilidades en los niveles más bajos de los servicios
médicos.
Una vez habiendo
“convencido” a la enfermera de que pudo haber sido su culpa la muerte del
paciente, pero siendo “magnánimo” de no denunciarla, Porteus decide que un
descanso de unos tres meses bastará para que Masters se “cure” el alcoholismo,
con lo cual está de acuerdo el doctor Trevor, quien atestiguó la forma en que
fue coartada la enfermera por su jefe.
Otros personajes son la
sesentona Pam Lenox y su hija Judith, quienes pertenecen a la clase acomodada
de Plume. Como tales, practican todo lo que su “nivel social” demanda. Y eso es
tener una muy confortable casa, con una indispensable trabajadora doméstica,
además de constantes visitas médicas, pues no pueden sentir que un dedo les
duela, sin que tengan que ir al doctor. Pam se queja de constantes dolores de
cabeza, que, cuando va a ver a Porteus, siempre le receta lo mismo, analgésicos.
En una ocasión, pierde el conocimiento al ir manejando. Milagrosamente no mata
a ninguna persona. Y ya, casi al final de la novela, se revela que Pam sufre de
ataques epilépticos, muy bien disfrazados por Porteus, con tal de que la señora
pueda manejar, pues los epilépticos tienen prohibido hacerlo. Pero con el buen
dinero que le paga Pam a Porteus por “diagnosticar” simples jaquecas, aun
después de varios accidentes, durante varios años, Pam sigue manejando, sin
problemas.
En cuanto a Judith, su
hija, es una mujer divorciada, que dejó a su primer esposo por aburrimiento. No
tuvo hijos y se siente bien. Se entretiene con los chismes locales de Plume,
jurando que, después de esa “amarga” experiencia del primer matrimonio, no se
enredará con hombre alguno. Pero se tragará sus palabras, pues el hijo de
Porteus, Martin, quien es pasante de medicina, pero sin decidirse aún por
trabajar como médico, por simple holgazanería, la corteja y, a pesar de la
diferencia de edades de unos quince años – Martin tiene veinte años y Judith,
35 –, sostiene sexo con ella. Judith resulta embarazada y se lo comunica. Como
es usual, todo el poder de seducción desplegado por Martin, su “mente abierta y
liberal”, se vienen abajo al recibir la noticia, lo que aprovecha Judith para
manipularlo a su antojo. Al final, Martin “arregla” unas vacaciones a Suiza,
que “coinciden” con las que planea Judith, la que le ofrece “verse” por allá,
para disfrutarlas juntos. No se dice qué más pasará en la novela, pero,
seguramente, es un ardid de Judith para que el hijo de ambos nazca allá y que
disfruten su nacimiento. Aquí, la conclusión es que, por mucho que se diga que
no interesa ya una relación de pareja, como dice el vox populi, “cae más pronto un hablador, que un cojo”.
Y todos tienen sus
rarezas, no sólo los mencionados personajes. Denise, por ejemplo, que es la mujer
de Porteus y que, en todo momento, se muestra como la esposa abnegada, que
siempre está al pendiente de su esposo y del funcionamiento de la clínica,
busca relaciones extramaritales “casuales”… ¡demasiado casuales! Bajo el pretexto de que va a alguna reunión con amigas,
se mete a beber una copa en algún bar de un pueblo algo lejano a Plume. Allí,
seduce, digamos, al primero que se le antoje y se lo “coge”. Uno de los
encuentros más fuertes que tiene es con una pareja de jóvenes estúpidos,
machistas y vulgares, quienes la fornican de forma muy ruda y violenta. Esa
noche llega a la casa, antes que su marido, con la ropa rota y algunos
moretones en el cuerpo. Mientras se da un baño en la tina, recuerda la grotesca
forma en que se la “cogieron” ese par y sólo acierta a reírse a carcajadas, de
muy buena gana, como si lo que hizo fuera algo muy cómico, pensando, quizá, en
el lugar tan alto en que su esposo siempre la ha tenido.
Y tampoco Porteus se
imagina que Denise ya pasó a su fase lésbica. Ella le pide que contraten a una
buena amiga de la familia, Jane, pretextando que sustituya a la secretaria de
la clínica, Bárbara, quien es “pésima”. No le dice, por supuesto, que Jane,
veinte años más joven, es su amante, cansada ya, probablemente, de casuales
encuentros con rudos machos. Denise le procura una habitación, con muebles
nuevos, con tal de que Jane se sienta a sus anchas compartiendo su casa y su
amor. Así es la naturaleza humana.
Porteus, por su parte,
también tiene sus rarezas. Una de ellas es cuando, una mañana, va a buscarlo a
su casa, no a la clínica, un joven de aspecto vagabundo, sucio, greñudo,
barbón. Al principio, Porteus piensa que es un malviviente que quiere robarse
algo. Sale decidido a enfrentarlo, pero es cuando Bobby, el chico, le habla,
algo consternado, para preguntarle si es el doctor del pueblo, a lo que Porteus
le responde afirmativamente, Bobby le pide que atienda a su chica, Jo, con la
que vive en un auto abandonado, cerca de la playa, pues padece asma y esa
mañana tuvo un ataque muy fuerte. Porteus se siente obligado por las
circunstancias a mostrarse amable y van en su auto, un lujoso Jaguar, hasta
donde está la chica. Debe de dejar el auto a varios metros de distancia, pues
por lo escabroso del sitio, no puede entrar hasta allá. Porteus se conmueve de
la forma tan paupérrima en que viven ese par. De todos modos, cuestiona a la
chica sobre su asma y le deja medicina para que se la cure, recomendándole que
debería de irse a vivir a un sitio más adecuado. Ella y Bobby le aseguran que
están bien allí. Porteus les pregunta si el dueño del terreno no les ha exigido
que se vayan del sitio y Jo le dice que no, que, al contrario, los ha dejado
porque le permiten verlos hacer el amor. Porteus no dice nada, pero reflexiona
hasta dónde puede llegar la miseria humana, pues conoce al dueño del terreno y
sabe que es un viejo sin escrúpulos.
A partir de ese día,
Porteus visita a la pareja y hasta goza algo de su precariedad, quitándose, en
una ocasión, calcetines, zapatos y camisa, pues es un caluroso día. De todos
modos, al final, da aviso a la autoridad local para que los desalojen del
baldío. Quizá ellos se hayan sentido traicionados, pero Porteus reflexiona que
no pudo hacer algo mejor, si con eso le daba la oportunidad a Jo de darle una
mejor existencia.
Ese día llega a casa,
sintiéndose muy cómodo y seguro al lado de su devota esposa Denise. Aquí, la
moraleja es que nunca terminamos de conocer ni a nuestras relaciones más
cercanas, como al esposo, la esposa, los amigos “íntimos”… siempre nos
reservarán una sorpresa.
Hay un personaje en
particular, Pip Molson, quien se ha casado tres veces, con mujeres acomodadas,
la última de las cuales, Jean, se encuentra muy enferma y cada vez que la
visita Trevor, su médico de cabecera, desde que comenzó a atenderla, empeora.
Las dos anteriores también murieron por causas algo raras.
En pocas semanas, Jean
muere, bajo extrañas circunstancias, que, por los síntomas, parece un gradual
envenenamiento. Luego de que muere, se le practica la autopsia y se le
encuentran trazas de arsénico. Porteus comunica eso a la policía, la que ordena
que las dos esposas anteriores sean exhumadas y practicadas también autopsias.
Todo mundo está, entonces, muy seguro de que Molson es un maldito asesino y que
pronto se sabrá la verdad de cómo también las habría envenenado.
Todos se sorprenden
cuando las autopsias de las dos mujeres anteriores no revelan veneno o
sustancia perjudicial alguna. Sólo Jean presenta trazas de arsénico, que,
declara Porteus, puede ser que, como dice Molson, se origine por el agua que
bebe y que eso indicaría que es, más bien, el sistema de agua potable, el que
habría que revisar y que quizá estuviera ocasionando problemas en todos. Sin
embargo, no pasa a mayores y a lo más que se le obliga a Molson es a permanecer
en Plume, en caso de que descubra algo más, relacionado con las tres autopsias.
No pasa nada y lo último que se sabe de él, es que decidió irse a Londres para
iniciar una “nueva vida”. Allí, se pensaría si por no hacer un escándalo
mayúsculo, relacionado con el agua que se bebía en Plume, se le dio carpetazo
al asunto, como seguramente se hace en tantos países.
Trevor, pocos días
después de su arribo, conoce a una chica de rancia alcurnia de Plume, Camila
Tozer, con la que inicia una relación sentimental, a pesar de que él ya
sostiene una con Betty. Transcurren las semanas y los dos se van enamorando más
entre sí. Los eventos narrados se van desarrollando en dichas semanas. Trevor
no está muy seguro de querer, realmente terminar la relación con Betty, a la
que va visitar una ocasión, cuando ya está él comprometido con Camila. No le
dice nada de ésta a Betty y prefiere que se entere por el periódico, cuando sea
anunciada la boda. Trevor, nostálgico, la vuelve a visitar días después del
anuncio de la boda. Es tanto el deseo que existe entre ellos, que se entregan
una vez más a desatar su pasión, aprovechando que no está Michael, pues Betty
lo llevó con una hermana. Betty le demuestra que lo ama, pero le pide que ya no
vuelva a verla, pues se casará y no tiene ya nada que ver con él. Trevor le
insiste en que lo deje pasar la noche con él, pero Betty lo rechaza. Algo que le
extraña a Trevor, es que no hubiera permitido Betty que le viera y, mucho
menos, le tocara los senos.
Días más tarde está en
la casa de Camila, sólo los dos, aprovechando que los padres de ella se han
tomado un par de días para irse de vacaciones. Camila lo provoca, quitándose la
ropa y dejándose sólo la interior, juega con sus ganas, lo excita, le baila…
pero no le deja hacer más. “Hasta la boda, querido, me harás el amor, no
antes”, le dice. Trevor está furioso y a duras penas logra controlar su
excitación.
Pasan algunos días más
y Trevor está en la casa de los Porteus, en donde vivía, comiendo con Denise y
Jane. El periodo de prueba pasó y ya Porteus lo aceptó como médico en la
clínica. En todo ese tiempo, Trevor se ha dado cuenta de las porquerías que se
hacen allí, con tal de mantener “impecable” su reputación. Como le han dado a
entender Porteus y Denise, lo importante es mantener a flote la clínica, “la
que he cuidado con tantos trabajos durante tantos años”.
Trevor recoge algo de
debajo de la mesa y ve que Denise y Jane tenían entrecruzadas sus piernas.
“Sólo eso faltaba, darme cuenta de que Denise ya está en su etapa lésbica”,
reflexiona.
Pretexta estar muy
cansado y se retira a su habitación. Debía ver a Camila, pero le pone como
excusa el dolor de cabeza.
Aprovecha para
recapitular todo lo que ha visto en ese pueblo. Si al llegar, le había parecido
pintoresco, luego de meses de haber vivido allí, le parece aburrido,
pretencioso, prejuicioso… basta ver, por ejemplo, a Camila, la que le había
dicho que sería hasta la boda que se le entregaría. Trevor pensó en si no le
haría lo mismo cuando estuvieran casados, no darle sexo si estuviera molesta o
enojada por algo…
Recuerda, entonces, a
Betty y decide llamarle a la posada. Alguien le dice que ella salió de emergencia
al hospital un par de días antes. A pesar de que es una tarde lluviosa y
manejar hasta Londres le llevaría unas seis horas, Trevor no lo piensa más y se
va a verla…
Por la noche, usando su
investidura médica, llega al cuarto en donde Betty está. Ella lo recibe entre
feliz y triste. Le debieron extirpar los senos, pues le habían descubierto
cáncer en ellos. Eso explicaba por qué no lo dejó, días atrás, ni verlos, ni
tocarlos. Trevor le pregunta por qué no le había dicho y Betty sólo guarda
silencio y sigue llorando. Le pide que se vaya, que no vuelva a verla.
Entonces, Trevor se acerca, y le dice que si ella piensa que nadie se acostará
más con ella por haber perdido los senos, “estás equivocada, mi amor”,
mientras, cariñosamente, le toma sus manos y se las besa…
Nadie más volvió en
Plume a saber nada de Trevor.
No se dice en la
novela, pero muy seguramente Trevor rechazó vivir y trabajar allí, atestiguar
fraudes y engaños médicos y, sobre todo, rechazó también haberse casado con una
inmadura, caprichosa mujer quien, a diferencia de Betty, sólo casada, habría
aceptado haberle hecho apasionadamente el amor…
Y en Plume, la vida
siguió, como si nada, con la fraudulenta clínica de Porteus atendiendo a cuanto
imaginario o real enfermo se acercara a consulta.
Y las habladurías y los
chismes, continuaron también, el más reciente, ¿qué habría sido del infame
doctor Trevor Shaw, quien abandonó su trabajo en la clínica, su lugar en la
casa de los Porteus y hasta tuvo la desfachatez adicional de no cumplirle a la
pobre Camila de casarse con ella?
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