sábado, 5 de mayo de 2018

Emergencia médica en Morelos


Emergencia médica en Morelos
por Adán Salgado Andrade

Ya he descrito antes los problemas que se enfrentan en este país cuando se tiene una emergencia médica, el viacrucis que significa rogar la atención a un servicio público de salud ineficiente, insuficiente, deshumanizado que, justo cuando se emplea en situaciones urgentes, como en algún accidente, muestra mucho más sus fallas, muchas inverosímiles, en verdad (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2016/12/via-crucis-en-los-servicios-publicos-de.html).
Y algo que resulta claro, es que debe contarse con solvencia económica, forzosamente, pues será la diferencia en que se reciba o no la atención médica, a pesar de que, según la legislación actual, es deber de todo hospital, sea público o privado, atender una urgencia médica, aun cuando se sea o no derechohabiente o se tenga o no solvencia económica (ver: http://www2.pr.gov/ogp/Bvirtual/leyesreferencia/PDF/Salud/35-1994/35-1994.pdf).
Eso les sucedió a Ernesto y Leticia, originarios de la ciudad de México, maestros ambos, como tuvieron a bien contarme.
Resulta que se hallaban un fin de semana en su casa de asueto, ubicada en uno de los tantos fraccionamientos que se han construido en Morelos, los que se han multiplicado anárquicamente, gracias a la corrupción que se ha apoderado de ese estado, aún más en la actual mafiosa administración perredista del corrupto, represor Graco Ramírez (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2016/12/via-crucis-en-los-servicios-publicos-de.html).
Esa casa la adquirieron conjuntando sus préstamos para vivienda del FOVISSSTE, como han hecho muchos trabajadores del Estado, sobre todo, maestros, pues dada la carestía de viviendas en la ciudad de México, optan por comprarlas en fraccionamientos construidos en ,los estados aledaños a la ciudad de México (Puebla, Hidalgo, Morelos, Edomex). Pero tales casas no solucionan el problema de dónde vivir, pues por la lejanía y carestía de pasajes o combustibles y casetas, sólo se usan los fines de semana, si bien les va, o en periodos de asueto, como “puentes” o vacaciones. Es por ello que yo las llamo las “casas de fin de semana”, pues es sólo al final de la semana laboral que, a veces, pueden habitarse (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2009/02/creditos-gubernamentales-para-vivienda.html).
En dicha casa, en una de las recámaras, Leticia estaba limpiando el espejo del tocador, subida ella sobre éste, cuando, de repente, el mueble se venció – era un tocador mal hecho, de aglomerado pegado –, y cayó. El pesado espejo se le vino encima y el marco se precipitó sobre su pierna izquierda. El filo de ese marco fue suficientemente cortante como para provocarle una herida de unos seis centímetros de largo y unos tres de profundidad en el músculo, además de que le dañó en un ochenta por ciento al tendón – eso lo supo después Leticia, ya en el hospital –, lo que ameritó acudir de emergencia al hospital más cercano. Por fortuna, como no hubo corte de venas o arterias, hubo poco sangrado, señala Leticia. “Yo estaba espantadísima, sintiendo que me moriría, pero, lo bueno fue que no sangré. Y, entonces, Ernesto me ayudó a caminar hasta el carro, todos nerviosos, sin saber a dónde ir”. Preguntaron a los vigilantes del fraccionamiento por el hospital más cercano y les dijeron que era el general de Cuautla, dándoles no muy precisas indicaciones de cómo llegar. “Es más difícil, porque no conoces bien la zona, además de que ya se hace mucho tráfico”, aclara Ernesto, explicando que por el recién inaugurado parque acuático de la transnacional del ocio Six Flags, instalado allí gracias a la corrupción estatal y federal, se hace más tráfico del que de por sí ya había.
Tras unos treinta minutos de viaje y de volver a preguntar en dónde se hallaba el hospital general de Cuautla y el área de urgencias, por fin, llegaron.
Hasta eso, dicen, que al ver que Leticia no podía caminar, alguien, presto, les llevó una silla de ruedas, con la cual fue posible que Ernesto la trasladara a la recepción.
Como siempre hacen, esos burocráticos empleados les preguntaron si tenían “seguro popular”, a lo que respondieron que no, pero que Leticia tenía ISSSTE y ya, de mala gana, les respondieron que entonces “¿Por qué, no, la lleva allá?”. Ernesto les respondió que no eran de allí, que eran de la capital, y que nadie les había sabido decir en dónde estaba la clínica del ISSSTE – de todos modos, era un hospital lo que se requería, no una clínica, pues no habrían tenido los medios necesarios para realizar la operación que la lesión ameritó, como veremos. “Entonces les van a cobrar, ¿eh?”, les advirtió el déspota empleado. Ernesto asintió, diciéndoles que no importaba, que no iba a estar buscando la clínica sólo porque no les cobraran, pues era urgente, ya, que se atendiera a su esposa.
Piensa Ernesto que, probablemente, por haber sido admitidos como si fuera un hospital privado, se les atendió, por fortuna, casi al momento.
Los dos están de acuerdo en que el médico que los recibió fue muy amable y “hasta algo bromista”. No sólo eso, sino que la forma en que revisó la herida, un tanto brusca, pero efectiva, también logró infundirles confianza. “Sí, se ve que sabía el doctor”, dice Ernesto, quien estuvo al tanto de la forma en que aquél pidió guantes, lidocaína, desinfectante y cómo estuvo introduciendo sus dedos en la profunda herida, a pesar de las muecas de dolor y reprimidos gritos de Leticia. “Mira – le dijo, muy amable el doctor –, perdón que te lastime más, pero necesito ver si sólo es el músculo y no te dañaste el tendón, pues está muy profunda”.
Ya, luego, pidió que el traumatólogo del hospital revisara también la herida. Ese doctor, de mirada amable, de unos 65 años, también, sin miramientos, se puso unos guantes y revisó más drásticamente la herida. Los dos llegaron al mismo diagnóstico, que era necesario operar, no sólo para coser el músculo, sino que posiblemente el tendón había sido dañado.
Ordenaron radiografías urgentes y que se preparara el quirófano.
Mientras eso sucedía, una enfermera le pidió a Ernesto que saliera del consultorio de emergencias y que esperara afuera, en un área contigua. Pasada una media hora, lo llamaron para que ayudara a Leticia a desvestirse y ponerse una desgastada bata. Eso lo tuvieron que hacer en un sucio, reducido baño, en cuyo lavadero, alguien había dejado una bolsa de suero, con la manguera de alimentación toda sanguinolenta. “De verdad, patético”, dice Leticia. Así, como pudieron, Ernesto la ayudó a desvestirse y a ponerle la bata. Luego, salieron y la ayudó a caminar hasta una silla ubicada en un “pasillo de espera”, no sala de espera. Allí, sentados en otras sillas, había mujeres y hombres, esperando a ser atendidos, a saber cuándo.
“Eso te deprime, pues ves las carencias del lugar, que esa pobre gente no sabe cuándo será atendida o que te tengas que cambiar en un baño sucio, porque no hay dónde”, dice Leticia.
Y es típico de las salas de urgencias de los hospitales públicos, que estén llenas de personas esperando atención médica. Aunque ahora, supuestamente, se cuenta con un protocolo en donde se señala qué es verdaderamente urgente y qué no, lo cierto es que no se cumple y mucha gene tiene que esperar, aunque haya acudido por un fuerte dolor o por algún accidente, pues no hay quien le atienda en ese momento. Allí, mientras esperaba, Leticia escuchó que personas llegaban porque las habían picados víboras, escorpiones, las habían herido con arma blanca, por comas diabéticos y cosas así.
Y a pesar de la emergencia, Leticia debió de esperar un par de horas para que la llevaran al quirófano. “Llega un enfermero y me dice que me va a llevar y yo le digo que sí, pero me pregunta que ‘¿¡cómo la llevo, señora!?’, volteando su cara, para no verme, digo, porque sólo traes la bata y se te ve todo, ¿no?, y que le digo que sólo me ayudara a subir. Ya sabes que, en esos casos, el pudor es lo de menos”, cuenta Leticia, algo divertida con ese detalle.
A Ernesto, todavía lo volvieron a llamar para que comprara acetona y que le despintara las uñas a su esposa, pues no puede entrarse con nada de pintura, ni maquillaje, ni joyas a una operación.
Y ya que lo hubo hecho, le pidieron que esperara, como desde las cuatro y media de la tarde, en el área de espera de la sala de emergencias. “Hacía mucho calor, así que preferí quedarme en el patio que antecede a la sala de espera y que está un poco más fresco”, dice.
También atestiguó la cantidad de personas que llegaban, casi continuamente, a alguna urgencia. Parejas con niños muy enfermos – “Una pareja llegó corriendo, el esposo cargando a un niño que se veía inconsciente, gritando él por el médico, que era urgente, y la mujer llorando”, señala Ernesto –, hombres o mujeres cojeando o caminando muy lentamente, acompañados de sus familiares, hombres muy golpeados de la cara, embarazadas con cara de profundo dolor y así. “Pero cuando va anocheciendo, lo que ves son muchas ambulancias que transportan a atropellados o accidentados o balaceados”, platica Ernesto, y de ello se enteraba porque los camilleros indicaban qué le había pasado a quien recibía al paciente (más tarde, una enfermera les contó que, en efecto, los fines de semana, sobre todo, es cuando llegan muchos hombres que se envolvieron en pleitos y cosas así. “Es que aquí son muy bravucones”, les dijo). También observó la prepotencia con que son tratadas algunas personas por los guardias de la entrada (que son de una empresa privada), pues a algunos no los dejaban entrar para ver la situación de sus familiares. Les decían que ellos sólo “aplicaban las reglas”, por más que suplicaban algunas personas que les permitieran pasar. Son los casos de cotidiana deshumanización en los hospitales.
“Pero también ves cosas amables, como el que llegaban grupos de cristianos a servir comida gratuita. Eso nunca lo había visto yo en algún hospital, pero me parece que es un gesto de solidaridad que muestra que todavía hay muestras de solidaridad”. Gracias a eso, Ernesto no tuvo que salir a buscar comida durante la larga espera, la que se alargó hasta la una y media de la mañana.
Leticia, por su parte, cuenta lo que vivió, en ese tiempo, que fue, primero, una cirugía de dos horas. Los doctores se portaron muy amables y hasta platicadores, durante la intervención. Y gracias a ello, se enteró de que, por ejemplo, el traumatólogo había estudiado en Inglaterra y Canadá y que si estaba allí, era por entrega, “porque yo, ya me podría jubilar. ¿Tú crees que estoy aquí por el salario? No, es por ayudar a la gente”. Ese fue otro gran gesto de que, como antes señalo, aún hay personas solidarias, a pesar de la individualidad y el egoísmo tan característicos de todas las actuales sociedades. “El anestesiólogo me revisó y me dijo, con mucha seguridad, que me iba a poner una raquea para que se me durmiera sólo la pierna izquierda – dice Leticia –, y yo, pues pensé, ¿será?, y, sí, al poco rato se me durmió sólo la pierna izquierda, así que estuve sin dolor durante toda la operación”. “Sí, de verdad que todos muy competentes”, afirma.
Luego, ya la sacaron del quirófano, con una férula que le abarcó toda la pierna, para inmovilizar la rodilla entre tres y seis semanas. Eran las nueve de la noche y tuvo que esperar hasta las once y media para que la llevaran a la cama en donde se pasaría la velada. Eso fue en la sección de ginecología, pues la mayoría de las pacientes que llegan allí es por parto. Eso indica las limitaciones de ese hospital, que no tiene más secciones en donde las mujeres que lleguen por una situación distinta al parto, puedan convalecer.
Para su fortuna, la cama estaba en un cuarto individual. De ese detalle, sigue sosteniendo Ernesto, que quizá era porque como iban a pagar como en hospital particular, no la iban a poner en un cuarto en donde hubiera otras pacientes. Y también eso sirvió para que Ernesto pudiera pasar la noche junto a su esposa, pues como era sección sólo de mujeres, no habría podido quedarse. Eso se los dijo la enfermera principal. “SI viene el policía y lo quiere sacar, le dice que yo lo dejé quedarse, para que su esposa no esté sola y le ayude”, cuenta Ernesto que indicó aquélla.
“Estuvo bien, porque le ayudé mucho a Leticia, sobre todo con el cómodo”, sigue contando Ernesto. Pero sí fue una noche terrible, sentado en una incómoda silla de plástico “de esas de fondas baratas”, bromea, escuchando el llanto, casi continuo, de todos los recién nacidos que estaban pasando sus primeros momentos en este sobrepoblado y depredado planeta. “Pobres niños, yo pensaba mientras los escuchaba llorar, lo que les espera”.
Así se la pasaron, durmiendo intermitentemente los dos, Leticia, con el dolor que, al irse pasando la anestesia, de pronto la comenzó a incomodar y Ernesto, yendo a ver a las enfermeras, a ver si le podían incluir un analgésico en la sonda que le alimentaba el suero.
“Y también allí ves las carencias, pues el baño del cuarto, en un letrero, decía que no podía usarse porque se había dañado con el temblor. O las paredes, descascaradas, con óxido, por el acero que sobresale. Y los pisos en donde estaban las enfermeras, gastados, sin mosaicos, el lugar en donde dejas el cómodo, sucio… de verdad, eso hace todavía más deprimente tu estancia allí”, dice Ernesto, suspirando.
A las siete y media de la mañana del domingo, subió un policía y lo sacó, diciéndole que si quería seguir allí, debía de sacar un pase.
Ernesto se salió, cansado, sin saber qué exactamente hacer y en dónde conseguir el pase.
“Yo ya estaba como sonámbulo, en serio. Y mejor me esperé hasta que abrieran la oficina de trabajo social, que era en donde me dijo uno de los vigilantes que me darían el pase”.
Y así se la pasó, buscando también un baño público, pues los del hospital no tienen agua. Luego, fue a comprar un vestido, para cuando Leticia saliera, pues los pantalones que había estado usando a la hora del accidente, no le servirían.
Ese día, domingo, fue más caótico. A Leticia le había dicho el traumatólogo que la daría de alta por la mañana. Ernesto acudió a las nueve a preguntar a las trabajadoras sociales sobre ella, pero le dijeron que aún no sabían nada. Ya les explicó que se había pasado la noche con Leticia, hasta que lo sacó un policía, pero que el doctor que la había operado, le había dicho que ese día sería dada de alta.
Las burocráticas mujeres le dijeron que hasta las once subirían los doctores, para ver el estado de Leticia y considerar si la darían de alta. Así que Ernesto tuvo que esperar dos horas más.
Mientras tanto, Leticia moría de hambre, pues desde las trece horas del día anterior, no había comido. “Que entra una enfermera y que me pregunta que si no me habían llevado el desayuno y que le contesto que no y pone cara de alarma, y le gritó a alguien que me llevaran de desayunar”, dice, divertida. El desayuno no estuvo tan mal, pues fue un vaso de jugo, frutas y huevos revueltos con jamón y unas tortillas. “Me supo a gloria, no sé si porque tenía hambre o porque estaba deveras sabroso”.
Ernesto volvió a ir a las once con las trabajadoras sociales y le dijeron que aún no habían subido los doctores, que regresara a las doce. Así lo hizo, cada vez más fastidiado y agobiado, preocupado de cómo le estaría yendo a Leticia. Una de las trabajadoras pareció compadecerse de él y le dijo a una de sus asistentes que lo acompañara a ver a su esposa y que le sacara un pase para que pudiera estar con ella, en tanto la dieran de alta.
Ya, de nuevo con Leticia, preguntó a las enfermeras varias veces a qué horas acudiría el traumatólogo para revisarla y darla de alta. “Y me decían que como había muchos pacientes, no se daba abasto, pero yo les decía que desde la una de la tarde me habían estado diciendo eso. Entonces, la jefa de las enfermeras, me dice que le llamaría a una de las pasantes de traumatología, para que revisara a Leticia y ver si ya la daban de alta. Yo le agradecí mucho y le dije que hasta era por su bien, pues se veía que no había camas y hacía falta esa y ella asintió”, abunda Ernesto.
Finalmente fue hasta las cuatro y media que acudió la pasante, revisó los papeles y la dio de alta. “Fue un alivio, pues otra noche más, no habríamos soportado”, dice Leticia, sonriendo.
Sobre todo porque los llantos de tanto recién nacido hacen muy difícil pasar una noche allí.
La misma enfermera que les platicó sobre los ingresos de tanto bravucón en sábado, les comentó que en un día cualquiera nacen de seis a ocho niños. “Lo menos es que nazca uno, pero no hay día en que no nazcan”, dice, con resignación.
Eso explica, tantos nacimientos, cómo México tiene actualmente casi 131 millones de habitantes. Y eso que la tasa de natalidad es supuestamente “baja”, de 1.4% (ver: http://www3.inegi.org.mx/sistemas/temas/default.aspx?s=est&c=17484).
Y lo que empezaron a temer fue cuánto pagarían. “Yo les hice la chillona, que estaba desempleado, y que la única que trabajaba era Leticia y que ganaba cinco mil pesos mensuales. Se quedaron atónitas y tan compadecidas, que me cobraron el mínimo, justo cinco mil pesos. Pero eso, en un hospital privado, no habría salido en menos de sesenta, setenta mil pesos”, platica Ernesto.
Sin embargo, muchas veces, ni eso tiene la gente, por eso indico al principio de esta crónica, que es necesario tener también cierta solvencia. “Por fortuna, había, muy estratégicamente colocado, un cajero, que fue de donde saqué de  mi tarjeta de débito el dinero”, sigue platicando Ernesto.
El resto del relato fue de cómo ayudó a Leticia a vestirse, a llevarla en silla de ruedas a la entrada, en donde Ernesto había estacionado el auto, y a subirla. “Por cierto que no me querían prestar la silla de ruedas, que porque luego se las roban. Tuve que dejar mi credencial de elector, además de que me acompañaron unas enfermeras para asegurarse de que la entregaría. Y es que me dijeron las enfermeras que sí se las han robado”, aclara. Está tan descompuesta esta sociedad, que todo puede suceder, hasta que se roben una silla de ruedas, pienso.
Luego, regresaron a su casa, descansaron esa noche, y limpiaron “la escena del crimen”, como bromea Ernesto, “bueno, yo, porque Leticia no podía pararse. Desde ese momento tuvo que guardar reposo”.
Como ya señalé, le dijeron que debía estar sin doblar la rodilla, de tres a seis semanas. “Yo, mejor, voy a esperarme seis semanas”, dice Leticia.
Y, ya en la ciudad, ha sido otro viacrucis, pues para sacar cita médica en la clínica del ISSSTE que le corresponde, debe de acudir a las cuatro de la mañana, con tal de sacar la ficha 25 o 26. “Si llegas a las seis, ya no alcanzas, pues sólo dan setenta”, señala. Las incapacidades sólo se las dan por una semana y tiene que pedir a Ernesto que las lleve a su centro de trabajo, una secundaria. Le dieron una cita para el traumatólogo, luego de tres semanas. “Cuando entré, le expliqué qué había sucedido, que el tendón estaba dañado y que me habían dicho que tenía que esperarme de cinco a seis semanas. Le entregué la hoja del hospital en donde decía eso. Se ve que ni la leyó y que me quita la férula y que me dice que ya doblara la rodilla y yo ¡no la doblé, nada más me lastimó el músculo, porque me hizo que subiera la pierna a la cama, pero no doblé la rodilla. Yo creo que me ha de haber visto tan firme, que se puso a leer la hoja y ya que dice ‘Ah, sí, hice mal mis cálculos, sí le vamos a dar otras dos semanas’, y que me vuelve a poner la férula, pero muy mal, porque me lastimaba el tobillo. Ya, cuando llegamos a casa, Ernesto me la colocó bien”.
Que ese “traumatólogo”, sin haber leído el dictamen, casi haya provocado de nuevo la ruptura del tendón por su errado “diagnóstico”, da cuenta de la negligencia médica con que se conducen varios médicos de los servicios públicos de salud.
Ambos concuerdan en que hubo cosas muy buenas, como la atención de los doctores y algunas enfermeras, y otras muy malas, como las precarias instalaciones del hospital, el deterioro en que se encuentran pisos, baños, paredes, la falta de áreas en donde se prepare convenientemente a la gente que se va a operar y así.
Finalmente, la herida y el tendón van sanando, aunque Leticia se aburre de tener que estar o sentada o acostada.
“Por fortuna, no pasó a mayores – dice Leticia –, pues el doctor nos explicó que si hubiera llegado a la femoral, me hubiera desangrado en media hora… no te lo estaría platicando”.
Por fortuna, sí me pudo platicar su dramática emergencia médica.