miércoles, 14 de diciembre de 2016

Vía crucis en los servicios públicos de salud del DF



Vía crucis en los servicios públicos de salud del DF
Por Adán Salgado Andrade

En este país, dominado por una mafia a la que sólo interesa subastarlo y pagar apenas los réditos de la creciente deuda externa (unos 60 mil millones de dólares anuales), una de las consecuencias es el acelerado deterioro de los servicios públicos y seguridad social, a los cuales los ciudadanos tenemos derechos, ya que es una obligación constitucional. Entre ellos, está la salud pública, la que cada vez deja más y más que desear.
Los servicios públicos de salud son proporcionados por IMSS, ISSSTE, así como el llamado “seguro popular”. Sin embargo, la mayor parte de las veces, se limitan dichas instituciones, cuanto pueden, solamente a dar muy tardadas consultas externas. Si se solicita consulta de alguna especialidad, los tiempos de espera son prolongados y provocan que la enfermedad se agrave más. En cuanto al ISSSTE, ya me he referido antes sobre el mal servicio que dicha institución proporciona (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2009/03/los-deficientes-servicios-publicos.html).
Ello explica por qué muchos derechohabientes de cualquiera de dichos sectores, prefieren resolver sus problemas de salud por otros medios y con sus precarios recursos, la mayoría de ellos.
Realmente son tan malos, que en una reciente encuesta que llevé a cabo con mis estudiantes de sociología (a quienes agradezco su valiosa ayuda), los resultados son acordes con lo que podría esperarse de deficientes servicios.
La muestra se tomó entre sectores medios y bajos, a quienes se aplicó un cuestionario que se enfocó en analizar la forma en que aquéllos resuelven sus problemas de salud, ya sea que padezcan ocasionales enfermedades, como una gripa, una infección estomacal o padecimientos crónicos, como diabetes, hipertensión, artritismo y cosas así.
Los resultados muestran que muy pocos son los que acuden a la clínica u hospital al que tengan adscripción siendo derechohabientes, como veremos.
Una de las más comunes quejas que expresaron los encuestados, además de la lejanía, sobre todo, de los hospitales o clínicas de adscripción, es la tardanza para brindar el servicio ofrecido. En efecto, cuando se solicita, ya no digamos una cita de especialidad, sino una consulta “normal”, dependiendo de la cantidad de personas esperando, pueden transcurrir de dos a tres horas. Muchos de los que acuden como derechohabientes, lo hacen sobre todo por la posibilidad de que si se trata de un padecimiento que amerite licencia laboral, puedan obtenerla, no tanto por el servicio prestado.
Más específicamente, se preguntó qué hacían en caso de enfermedad, y casi la mitad respondieron que se automedican, sobre todo en padecimientos “leves”, que, muchas veces, por una combinación de desidia o falta de recursos, pueden volverse graves (como una gripe mal atendida, que degenere en una bronconeumonía, por ejemplo). Y un 30%, señalaron que acuden a consultorios populares, los cuales han tenido un boom, dado el deficiente servicio proporcionado por las clínicas de salud públicas, además de la cada vez más generalizada precariedad, acentuada gravemente por el capitalismo salvaje.
Sumado a los deficientes servicios de salud pública, de todos modos, un 30% no son derechohabientes de alguno de ellos. Aunque resulta curioso que algunos quisieran tener un trabajo que les proporcionara IMSS o ISSSTE, pues el saber que cuentan con ellos, les daría cierta “seguridad”. Seguramente porque desconocen todo el burocratismo requerido para, al menos, conseguir una consulta “normal”. Quienes hemos pasado por ello alguna vez, sabemos a lo que se expone un enfermo, sobre todo uno delicado o grave para ser atendido.
Algunos de los encuestados, 30%, declararon que contrataron seguros médicos, incluso a pesar de estar adscritos, por ejemplo, al IMSS. Eso, porque, indicaron, en casos inesperados, pagar un promedio de veinte a treinta mil pesos anuales por ese tipo de seguros, ha permitido realizar una costosa operación, de trescientos mil pesos o más.
Aunque, en cuanto a la atención privada, no hubo unanimidad en relación al servicio prestado, pues este fue calificado como de regular a bueno y sólo una persona mencionó que resultó “excelente” la forma en que se le atendió.
Y, por mi propia experiencia personal, al haber presenciado el caso de familiares o conocidos que se atienden una emergencia médica, sea por seguro privado o porque tuvieron la solvencia económica suficiente para hacerlo, al menos el trato es, aparentemente, más cordial y eficiente. Claro, se está pagando y, dependiendo del tipo de hospital particular de que se trate, la cuenta final puede ascender a cientos de miles de pesos. No es casual que en algunos de esos hospitales, sobre todo los más “exclusivos” y costosos, exista una sucursal de una empresa de empeños… muy a la mano, si el enfermo o sus familiares deban empeñar un auto, joyas… o cualquier objeto de valor que ayude a liquidar la, en muchos casos, abusiva cuenta final. La mayoría de los hospitales privados son muy costosos y no hay institución alguna que los regule (ver: http://www.jornada.unam.mx/2015/04/06/politica/002n1pol).  
En los casos en que, por sus propios medios, un 40%, deben de pagar atención médica, señalaron que los gastos van desde 650 hasta 5000 pesos mensuales. Obviamente, entre menos recursos se poseen, más oneroso resulta pagar una consulta o, peor aún, una emergencia médica. Algunos, un 25%, señalaron haber tenido que recurrir a empeños o préstamos para pagar gastos médicos, tales como compra de medicamentos, que es lo más costoso, pues mientras se paga por una consulta treinta pesos, de las que proporcionan las farmacias de genéricos, el costo de los medicamentos, aun siendo “similares”, es de 400 a 600 pesos en promedio. Y, como señalé, algunos de los encuestados ni ese dinero tienen y deben de pedir prestado o empeñar algún objeto. A ese nivel de precariedad nos ha llevado el rapaz capitalismo salvaje, en contubernio con la mafia que detenta el poder en este país. El número de mexicanos que “viven al día” va en alarmante aumento, a la par de los que ni siquiera cuentan con un ingreso seguro. A falta de empleos y, peor aún, de aquéllos que realmente proporcionen un salario decoroso, el nivel de ocupaciones informales va en aumento. Un setenta por ciento de trabajadores percibe, a lo más, uno o dos salarios mínimos  (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2012/12/economia-informal-la-verdadera.html).
Así que es entendible por qué, en la cuestión de la salud, muchos se automediquen, busquen curarse con tés o no hagan caso a un padecimiento y sólo cuando ya sea demasiado tarde, traten de curarse.
De todos modos, en situación de emergencias, algunos se endrogan, como en un caso, que una familia debió pedir prestados veinticinco mil pesos para pagar una cesárea “urgente”. Por cierto que hasta las cesáreas son un buen negocio de hospitales, ya que en muchos casos, no se justifican, pero resultan más lucrativas que un parto normal, hasta cuatro o cinco veces más costosas (ver: http://www.semmexico.org/cesareas-el-negocio-de-nacer/).
De los que se han atendido en clínicas u hospitales públicos, un 30%, cuestionados por la calidad de los servicios, declararon que son de regulares a pésimos, pues no obtuvieron la atención adecuada, ni la que realmente era la requerida. Sólo una persona manifestó una atención “excelente” en un hospital del ISSSTE, quizá porque un familiar trabaja como enfermera en dicho lugar, señaló.
Como puede verse, la mayoría de la gente concuerda en la deficiencia del servicio público de salud. Quizá por ello las élites de la mafia en el poder,  “funcionarios”, “diputados” o “senadores”, prefieran muy costosos seguros médicos, que les permitan atenderse sólo en los hospitales más caros o, mejor aún, en el extranjero, a costa del erario público. ¡Vaya obscenidad! (ver: http://www.eluniversal.com.mx/articulo/nacion/politica/2016/03/28/pago-mas-el-senado-por-seguros-medicos-mayores).
Bueno, y este análisis no sería tan objetivo sin que sume mi propia reciente experiencia. A raíz de un accidente el ocho de diciembre del presente año, 2016, una caída al correr, como hago todas las mañanas, que me provocó una fractura por avulsión del radio (astilladura de un extremo del hueso), a la altura del codo izquierdo (esto lo supe mucho más tarde), decidí emplear el servicio médico del ISSSTE, lo que me permitió, en verdad, constatar yo mismo la atención tan pésima que se da en los hospitales de aquél, institución a la que pertenezco, por mi trabajo como profesor de la UNAM.
Considerando que se trataba de una emergencia, acudí al hospital Zaragoza, ubicado a la altura del metro Tepalcates, sobre la avenida del mismo nombre, que es al que estoy adscrito. Dada la urgencia y la inestabilidad de mi antebrazo izquierdo, decidí trasladarme en un auto del cada vez más empleado servicio de taxis de Uber (por cierto, vale señalar, que este servicio, al que se accede por una app de celular, ha cambiado mucho en su intención original, que era la de que el propio dueño debía ser quien lo proporcionara. Ahora, se están creando pulpos, en los cuales, una sola persona posee varios autos, que son conducidos por choferes, quienes deben de laborar doce horas o más para sacar la cuota exigida por el dueño, que es de unos dos mil a tres mil pesos semanales. Tales choferes sólo obtienen en promedio, según me han dicho, entre doscientos a trescientos pesos diarios, cuando mucho. “Ayer, no tuve un solo pasajero”, me confió, en resignado tono, el que me condujo hasta el hospital).
Previendo todo, con tal de no tener problemas, llevaba mi más reciente talón de cheque de la UNAM, así como mi credencial vigente de la institución, que fueron los documentos que empleé para identificarme y demostrar que soy trabajador activo. Acudí directamente a la sección de urgencias. Siendo justo, debo señalar que, hasta allí, los trámites no fueron engorrosos, incluso, siendo amables, en todo momento, las y los empleados que me atendieron. Ya que una señorita en la recepción de documentos me hubo tomado los datos e indicado que tomara asiento, terminó la inicial buena impresión, pues la sala estaba atestada de gente, tanto de pacientes, así como de sus familiares, y no había lugares disponibles, así que opté por esperar de pie, recargado contra una esquina.
Un monitor proyectaba varios videos, con la clara intención de exaltar los servicios de la institución, como uno que muestra a una señorita, hablando de su propia experiencia de haber tenido un trasplante de hígado, pues padecía una rara condición que le provocó cirrosis hepática a muy temprana edad (fue el que más se repetía). Varios letreros explicaban cuestiones como lo que es el pie diabético, la obesidad, del deber de los empleados de atender con amabilidad a los usuarios y de ninguna manera pedirles dinero pues todos los servicios son “gratuitos”, la obligación de mantener los baños limpios, en buen estado, con jabón y papel… y así, publicidad destinada a inducir, de entrada, que la institución de verdad se esfuerza.
Se podría objetar, a favor del ISSSTE, la creciente cantidad de pacientes que debe de atender, pues, como ya analicé antes, eso se debe a que los caros servicios médicos privados han empujado a los derechohabientes a emplear el servicio, a pesar de su mala fama. Como yo, que en ese momento, por la urgencia y, claro, también por la precarización económica en la que casi todos hemos caído, me decidí a utilizarlo (en casos normales, acudo a un consultorio de las farmacias de genéricos). Sin embargo, no es pretexto, pues todos pagamos cuotas para recibir un servicio digno, además de que es obligación constitucional que el Estado (que en México, está dominado por la mafia priísta desde hace años), proporcione salud a sus ciudadanos, especialmente a los empleados públicos.
Si no hay suficientes recursos es porque, como ya mencioné antes, los salarios de hambre no permiten que el trabajador cuente y contribuya con mayores recursos. Por otro lado, la tributación tampoco es justa, cobrando menos impuestos o nada a los grupos más privilegiados y cargando de excesivos a los más vulnerables.
Eso, no sólo ha llevado a la decadencia de los servicios de salud, de la seguridad social, de la educación… sino hasta del incierto futuro de las pensiones. Actualmente, ni con el esquema de las llamadas Afores, se tiene garantizada una pensión, ya no digamos, decorosa, sino suficiente, para los trabajadores que estén prontos a jubilarse o lo hagan en  mediano plazo.
Han servido más dichas Afores para ofrecer recursos financieros a grandes empresas, a la mafia en el poder y excelentes ganancias para los bancos que manejan dichos fondos, pues, ganen o pierdan rendimientos, aquéllos cobran jugosas comisiones por su “manejo”. Y como no han servido para lo que inicialmente se crearon, dar pensiones dignas, ahora de nuevo la mafia en el poder pretende modificar su operación, elevando las cuotas obligatorias que los trabajadores deben de contribuir (ver: http://www.forbes.com.mx/el-problema-de-las-pensiones-ya-esta-aqui/#gs.aZXxxV8).
Así que el capitalismo salvaje se ha ocupado, como siempre, en garantizar sus declinantes ganancias a costa de precarizar a la mayor parte de la humanidad, seguir depredando el medio amiente e ir matando aceleradamente a lo que queda de planeta (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2013/09/decadencia-neoliberal-automatas.html).
Bueno, pero regresando a mi dramático relato, luego de unos cuarenta minutos, fui llamado, por fin. Justo cuando leía sobre la forma en que se caracterizan a los pacientes, siendo los rojos, considerados como graves, y quienes requieren atención inmediata, quienes no pueden esperar. Luego, vienen los verdes, quienes, aunque delicados, pueden esperar hasta cuarenta y cinco minutos. Por último, están los amarillos, quienes podrán aguardar dos o más horas. Todas esas categorías son a “criterio” de los médicos.
Por lo visto, se me consideró verde.
Una vez adentro, luego de informarle a la policía que cuidaba la entrada, que me habían llamado, dado que trató de impedirme el paso, una enfermera me pidió que me sentara, para tomarme mis signos básicos, además de mi edad. Por cierto que en varias instituciones he visto que los vigilantes indican en sus insignias que pertenecen al cuerpo policial del estado de México y me he preguntado si eso es legal. ¿Será que por eso hay tanta inseguridad en aquella entidad, dado que sus policías andan cuidando hospitales, plazas comerciales y bancos en el DF? Pudiera ser. Eso da cuenta de las aberraciones que sólo en este país, dominado por la corrupción, existen.
Luego de ello, volví a la sala de espera, asegurándome la enfermera que sería llamado del consultorio dos. Allí, luego de otros veinte minutos, fui llamado, en efecto, desde dicho consultorio dos. Entré y, es de esperarse, el trato del doctor, quien en todo momento se la pasó tecleando frente al monitor de la computadora, mientras me preguntaba mi edad y qué era lo que me pasaba, fue frío, como que el hecho de atender a alguien, le provocara molestia. Luego de unos minutos, se levantó, me revisó el brazo, pidiéndome realizar unos movimientos, como doblarlo, levantarlo, tocar el hombro con mi mano… y, después, volvió a su computadora, escribió algo más, imprimió una hoja y me la dio, indicándome que pasara a radiografías y que luego regresara con él.
Así lo hice, no sin haber preguntado de nuevo a una enfermera en dónde estaban la sala de radiografías, dadas las poco precisas indicaciones que me hizo el doctor. En la puerta, están las instrucciones de seguridad que en todas las salas de rayos equis se deben de mencionar, como la de no abrirla cuando una luz superior roja esté prendida, tocar una sola vez o, ésta, dirigida a mujeres, que si existe presunción de embarazo, informarlo al radiólogo.
Toqué y esperé otros veinte minutos, hasta que la puerta se abrió, salió un paciente y me pidió un joven con uniforme blanco que entrara. Menos frío que el doctor, me indicó cómo debía pararme frente al aparato y cómo colocar mi brazo, para que me sacara radiografía frontal y lateral. No llevó eso más de cinco minutos. Luego, me dijo que regresara con el doctor que me había atendido. Regresé con éste, quien ya tenía en el monitor de su computadora las imágenes de las radiografías. Se podría esperar que con tanta incorporada computarización, el servicio fuera mejor, pero, como seguiré narrando, en mi caso, no sucedió así.
Luego de un par de minutos de examinar las imágenes, me pidió que pasara a Ortopedia, dándome nuevamente la hoja que había escrito.
Allí, esperé más de media hora de pie, detrás de una mujer y su hija. Los dos “ortopedistas” del lugar, un cuarto de deprimente aspecto, pobremente iluminado, en el que abundaban anaqueles con vendas, bandejas metálicas, y unos sucios lavabos, estaban atendiendo a una mujer de unos 75 años, sentada en silla de ruedas, a quien acompañaba otra, de mediana edad, quizá su hija. Insistía la primera en la naturaleza de su problema, hasta que uno de los hombres, alzando la voz, regañándola, le gritó que “¡Nosotros se lo decimos porque sabemos de anatomía… si no nos cree, pues vaya otra vez con su doctor!”. Ante esa prepotente “aclaración”, la anciana no dijo más y, resignadamente, se dispuso a aceptar los vendajes que una chica joven, supongo que sería “asistente” de los “ortopedistas”, sin vestir uniforme alguno, le colocó en pies y piernas. No me pareció higiénico que las vendas las desenredara tirándolas sobre el piso y me pregunto ¿es un trato adecuado, ése, para los pacientes, gritarles y colocarles vendas que se tiran en el piso sucio para desenredarlas? Por supuesto que no.
La septuagenaria y su acompañante salieron. Siguió la mujer con su hija, a la que, más amablemente, uno de los prepotentes “ortopedistas” le examinó el pie, el cual la chica, de unos quince años, refirió que se había torcido. Aquél le dijo que se trataba de una lesión leve, que no requería más que vendaje y calmantes. Así lo hicieron. Y, por fin, llegó mi turno.
Uno de los “ortopedistas”, un hombre de unos 60 años, con acento extranjero, chileno, quizá, tomó la hoja que me había entregado el doctor, la leyó y la insertó, ¡increíble!, en una máquina de escribir, lo cual me llevó a pensar que si allí aún seguían usando ese viejo implemento tecnológico, correspondería quizá con su rudimentaria e insalubre manera de manipular los vendajes, además de su prepotencia, muy a la vieja usanza de tal institución, antes de que se “modernizara”, cuando empleados y doctores trataban a los pacientes con generalizado despotismo.
Me volvió a preguntar qué me había sucedido, lo que pacientemente volví a referir. Luego, me pidió realizar los mismos movimientos del brazo que había hecho con el doctor. A pesar de que insistí en que había escuchado un crujido al caer, me dijo que no era nada, que sólo se trataba del golpe y, desganadamente, me dijo que el tratamiento era lo usual hielo, vendas, calmantes… fue lo que escribió en la hoja y nada más, ni un vendaje merecí, ¡nada!
Me dijo que regresara con el doctor, quien leyó lo escrito por el “ortopedista” y se dio por satisfecho. Extendió una receta, en la que prescribió analgésicos y me dijo que si quería una inyección para el dolor. Accedí. Me entregó la hoja del diagnóstico, diciéndome que diera seguimiento a mi problema en mi “clínica familiar” o de nuevo a urgencias, si así lo requería. Luego, me indicó que regresara con la enfermera que me había tomado los signos, la que me dijo que fuera a un sitio en donde me aplicarían la inyección.
Mientras esperaba mi turno, escuché a una enfermera decir, resignada, que no había ni paracetamol, a lo que otra enfermera le respondió que empleara otro compuesto. O sea, que ni medicamentos básicos suficientes tienen.
Luego, la enfermera que me recibió y recibió mi hoja, me la devolvió y me indicó que la inyección me la aplicarían en otra sala. Allí, contemplé una muy deprimente escena, más parecida a un hospital del siglo 19, que a uno contemporáneo: en una zona de unos diez metros por diez, a la entrada de la cual se leía “Sala de observación”, había pegadas, una con otra, varias camas cuyos respaldos daban a las paredes. Sobre ellas, pacientes, casi todos hombres y mujeres adultos mayores, yacían acostados, con visibles signos de estar afectados por enfermedades crónicas, quizá diabetes, tiroidismo o por el estilo, muchos, quejándose o inconscientes. Al centro de esa sala, estaban los médicos “observadores”, tanto hombres, como mujeres, muy sonrientes, platicando y bromeando, junto a monitores de computadoras, con una actitud que no correspondía con la debida, la de vigilar a esos vulnerables, desamparados enfermos. Quizá su única obligación para con éstos, sea la de “observar” el momento en que fallezcan…
Por allí crucé. La enfermera me dijo que “será parado… se la pondré en una pompi. Descúbrase la que sea…”. Me descubrí la derecha y me la aplicó. “Va a sentir el piquete… ardor… ya está”, dijo. Le agradecí su servicio y dejé lo antes posible el deprimente sitio.
Me dirigí hacia la salida…
Y pensé que, en efecto, sólo habría sido el golpe. Me atreví a regresar en transporte colectivo y muy probablemente las sacudidas, producidas por los bruscos arrancones y enfrenones del vehículo, agravaron la lesión, que una más cuidadosa y conocedora inspección tanto del médico, como del “ortopedista”, habría atisbado. Recordé cómo dicho “ortopedista” le había gritado, prepotente, a la mujer en silla de ruedas, que ““¡Nosotros se lo decimos porque sabemos de anatomía… si no nos cree, pues vaya otra vez con su doctor!”…
Pues no saben, concluí más tarde, ya que al llegar a casa, mi hermano, quien ya estaba allí, al pedirme que levantara el brazo, vio cómo se me zafó del codo hacia abajo y la cara de dolor que hice al bajarlo, para tratar de acomodarlo.
Vino lo usual de “¡Pero cómo no se dieron cuenta esos pendejos!” y cosas por el estilo. Le narré todo lo ocurrido, que tanto el doctor, así como un supuesto “ortopedista” experto, revisaron las radiografías y nada advirtieron o no se esforzaron por advertirlo.
Tomamos la decisión de acudir al Hospital Balbuena, perteneciente al Seguro Popular de salud. De nuevo nos trasladamos en un taxi Uber. Otra vez no puedo dejar de mencionar el automatismo al que hemos llegado, de que una app nos conduzca, en lugar de un mejor conocimiento de esta megalópolis y algo de sentido común. De todos modos, dando muchas vueltas de más, el conductor logró llegar al lugar.
Entramos y al solicitar atención, habiendo indicado a las recepcionistas que ya había acudido a urgencias en el ISSSTE, trataron de negármela, por ser derechohabiente de aquél, pero mi hermano y yo insistimos en el pésimo y tardado servicio que había recibido y que yo seguía igual, además de la lejanía, que no estaba dispuesto a regresar a ese lugar, y que exigía que se me atendiera, pues se trataba de una emergencia.
De mala gana, tomaron los datos, preguntándome las dos al mismo tiempo, así que mi hermano me ayudaba a responder, pero una de ellas objetó que sólo uno hablara, a lo que mi hermano le reclamó que si las dos preguntaban al mismo tiempo, ¿quién tenía que responder, él o yo o ambos? Véase la falta de sentido común que tienen muchos empleados.
El interrogatorio se enfocó, sobre todo, en mi edad, la emergencia que tenía, en donde vivía, calle, colonia, delegación, código postal, con tal de cerciorarse de si allí correspondía otorgarme el servicio, supongo (un tercer empleado constató el código postal, aclarando a las mujeres que lo sabía porque él vivía cerca).
Luego, nos pidieron tomar asiento sobre desvencijadas sillas que evidencian muchos años de haber estado allí y que sólo una pintada reciente parece ser el único mantenimiento que han recibido. Me dijeron que me llamarían.
Debo decir que la atención en ese lugar fue mucho mejor, incluso más cálida, quizá porque, excepto nosotros, no había más gente en la sala. Eso porque nos percatamos de que las recepcionistas, más que recibir emergencias, al parecer, rechazan lo más que pueden, por cualquier motivo. Mi hermano, cuando yo era atendido, dio cuenta de ello, pues a un albañil que se había caído trabajando, quien llegó con la nariz rota, le negaron rotundamente la atención, alegando que en el IMSS era en donde se la debían proporcionar, a pesar de la gravedad de su lesión. Otra señora, de la tercera edad, tampoco fue atendida, diciéndole que su problema no ameritaba urgencia y que sólo requería consulta normal. “Por eso no tienen gente”, subrayó mi hermano.
Un doctor de unos 65 años salió y me llamó. Como dije, fue más cálida su atención y no vacilé en contarle la pésima atención recibida en el ISSSTE. Me revisó con más cuidado el antebrazo y se percató de que estaba falseado. De inmediato escribió un diagnóstico sobre una hoja oficial y me envió a la sala de radiografías. Allí sí esperé más de media hora. Toqué una vez, como se advierte que debe de hacerse, pero nadie abría. Una pasante de medicina (lo supuse por el gafete que le colgaba del cuello) pasó por el lugar y le pregunté si habría alguien atendiendo “Sí, es que luego suben a piso a atender a pacientes, pero siga tocando”, me respondió, muy amable y alentadora, advirtiendo quizá mi cara de desconcierto de ¿habrá alguien detrás de esa puerta?
Otros diez minutos transcurrieron, mientras toqué un par de veces más, hasta que me abrió un joven, preguntándome si iba para radiografías. Dije que sí y me pasó a la sala, en donde una máquina similar y quizá hasta más nueva que la del ISSSTE, para tomar radiografías, se puso a trabajar y me tomó dos placas, aunque la segunda no fue con el brazo extendido, sino doblado, en ángulo recto, quizá, consideré, para detectar alguna pequeña fisura, que podría perderse al estar el brazo extendido. Fue, igualmente, el trato más cordial, por parte de este técnico, quien, al finalizar, me dijo que regresara con el doctor. Éste, revisó las placas y me envió con el ortopedista.
Este ortopedista, por fortuna, sabía de anatomía y de huesos, pues luego de anotar mis datos y preguntarme qué me había pasado, al revisar las placas en su monitor (también aquí se ve la computarización), una y otra vez, descubrió, en efecto, la fractura por avulsión que, comento antes, fue lo que me pasó. “Sí, es una fractura por avulsión… lo vamos a enyesar, Adán”, me dijo, con solemne tono.
Mientras me estaba preparando para el enyesado, otro joven, también con uniforme blanco, entró y lo apresuró a que subiera a otro lugar, pues urgía realizar una amputación, ya que estaban los familiares y tenían que autorizarla,  exclamando “¡pero rapidito!”. Tanto lo apuró, que le dijo que él me enyesaría. Así lo hizo. No medio gran conversación entre él y yo, excepto por el comentario de que “como las vendas son corrientes, cuesta más trabajo ponerlas”. No sólo eso, sino que las salpicadas y el yeso fresco blanquearon buena parte de mi camisa y pantalón. “Gajes del oficio de mi primera fractura”, reflexioné, resignado, si ropa sucia era el costo por tener una mejor atención que la de hacía rato.
El ortopedista regresó con un par de hojas impresas, que, por lo que entendí, eran las responsivas que debían firmar los familiares de la persona, un hombre, luego supe, que sufriría la amputación.
Mientras esperaba sentado a que el yeso comenzara a fraguar, entró a la habitación un hombre de unos 65 años, familiar del que iban a amputar algo. “Mire – le dijo el ortopedista –, es necesario que sepa que el señor está muy grave y que la amputación de su pierna, hasta la altura de la cadera, no garantiza que sobreviva y puede ser que hasta fallezca en el quirófano o durante su convalecencia”. El hombre le dijo que era el hermano del paciente, quien se había agravado porque “¡se encerró en su cuarto! Fíjese, no sabemos cómo lo hizo, pero movió la cama hasta la puerta y la atrancó. Por eso, su familia tuvo que tirarla, porque tenía dos días sin salir y no podían abrir… es que se dejó morir…”, comentó con grave tono, mientras firmaba. A la advertencia hecha por el ortopedista, el hombre le replicó que él creía mucho en Dios y que él mismo, varias veces, había estado a punto de morir, pero que “me he salvado porque tengo mucha fe. Y, de verdad, mano, creo que mi hermano se salvará”, concluyó, con entrecortada voz, despidiéndose de mano de aquél, quien ante esa repetida muestra de ”fe”, sólo alcanzó a replicar “Pues ojalá, señor”.
Ya se dirigió a mí de nuevo, preguntándome que si seguiría en el tratamiento con ellos, a lo que le respondí que sí y que lo felicitaba, pues la atención había sido, en todos los sentidos, mejor que en el ISSSTE. Me agradeció.
De allí, aun tuve que acudir a unas ventanillas para agendar mi siguiente cita y pasar con un segundo doctor, quien me dijo que en cuatro semanas regresara para que me quitaran el yeso. “Pero yo te recomiendo que si te puedes sacar la placa en otro lado, mejor, porque si vienes directo aquí, es más tardado y es más rápido si ya la traes”, me dijo, muy amable, dando por hecho lo demorados que son los servicios médicos, tratándose de una consulta “normal”.
Asentí y me despedí, muy agradecido también con él por su franqueza y atención, lo que no tuve en el ISSSTE, por lo menos, calidez humana.
Ese fue el Vía Crucis que pasé para la atención de mi primera y, espero, única fractura.
Y di “gracias a Dios”, como dice el vox populi, de que no se trató de una amputación o un trasplante de hígado lo que me hizo acudir a los servicios de urgencia de nuestro deficiente sector público de salud.
De haber sido eso, probablemente no estaría contándolo.

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