Conversando con un vendedor de recaudo
Por Adán Salgado Andrade
Roberto vende verdura y fruta,
desde hace muchos años, en uno de los puestos de un, ya no muy demandado,
mercado de esta ciudad de México.
Dice que cuando se estaba
construyendo el mercado, que es relativamente nuevo, con ahorros que tenía,
lograron comprar dos, de los siete puestos que ahora poseen, los cuales,
actualmente, ocupa o renta.
“Es que siempre me ha gustado
mucho trabajar. Antes de estos puestos, tenía mi tienda y mi recaudería en
donde vivo, allá por el cerro de la Estrella, pero ya, cuando compré aquí, pues
nos vinimos y cerramos los de allá. Me iba muy bien allá, la verdad”.
Antes, como platica, le iba mejor, sobre todo cuando las tiendas de
autoservicio no tenían su departamento de frutas o verduras o era mínimo.
“Fíjese, yo, cuando hice buen dinero, fue por el noventa, más o menos, cuando los
Aurrerá ( se refiere a lo que actualmente es la cadena estadounidense Walmart,
que ha ido monopolizando el sector de las tiendas de autoservicio), no vendían
verdura o fruta… o muy poca”. En ese tiempo, dice que a la semana, fácilmente
le quedaban de siete a ocho mil pesos ya libres, claro que de esos pesos, me aclara. “Es como si ahora
me ganara unos quince o veinte mil pesos, pero no, ahora cuando mucho, me
quedan cinco o seis a la semana, además de que ahora tengo que trabajar más.
Sí, por la competencia de todos los súpers”.
En efecto, las tiendas de
autoservicio cada vez ejercen más competencia sobre comercios como los mercados
o las tradicionales tiendas de abarrotes (éstas, asediadas, también, por las
llamadas tiendas de conveniencia, como los Oxxo’s o los Seven Eleven’s), las
que van desapareciendo aceleradamente. En el caso de los mercados, han ido
perdiendo influencia, como abastecedores sobre todo del recaudo, otros
alimentos y otro tipo de productos (ver: http://propiedades.com/blog/arquitecura-y-urbanismo/mercados-vs-supermercados-en-la-ciudad-de-mexico).
Particularmente, los estragos que ocasiona Walmart, cada vez que abre
una tienda son, entre otros, la desaparición de tiendas de todo tipo, además de
puestos de trabajo. Aun así, la mafia en el poder del país, siempre la ha
dejado actuar a sus anchas, permiténdoles, incluso, que establezca tiendas en
lugares no propicios por ley para ello (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2013/01/los-negativos-efectos-del-emporio.html).
Y no sólo él, sino que su mujer y
sus hijos, también tienen ocupan otros de los puestos que tienen. Por ejemplo,
su esposa, tiene una tortería y juguería, la que le deja alrededor de ochocientos
pesos diarios “ya libres”. “Si, a veces, hasta mil pesos libres se gana ella.
Le ayudan mis hijas y uno de mis hijos, así que no pagamos empleados. Pero, sí,
la comida deja mucho, más del doble le gana usted”. Además, la ventaja
adicional es que Roberto es el que surte la mercancía, pues él va a la central
de abastos, cada tercer día, y compra lo que su esposa necesita. Dice que tiene
una camioneta Ford de “una tonelada”, que es en la que carga con todo. También
le surte a su hijo el mayor, el que, además de haber terminado la carrera de ingeniería en sistemas en el
Unitec, también se dedica al giro de la preparación de alimentos. Él abrió una
juguería, en la que prepara ensaladas de frutas, jugos y licuados de todo tipo,
en otro de los puestos de la familia, junto al de Roberto. “Mi hijo estuvo
trabajando en la plaza de la computación, arreglando computadoras, pero dice
que le pagaban muy poquito”, comenta
Roberto.
Lo de muy poquito, pues es relativo, ya que el joven ganaba mil
seiscientos pesos a la semana, o sea, 6400 pesos al mes. Eso equivaldría a un
salario de casi doscientos treinta pesos al día, es decir, poco más de tres
salarios mínimos, que comparado con las percepciones de los más de 7.9 millones
de trabajadores que ganan un solo salario mínimo, cuando mucho, implicaría que
el hijo de Roberto sería, digamos, “privilegiado” (ver: http://www.jornada.unam.mx/2016/05/20/opinion/020o1eco). Y eso es lo que ganan otros 20 millones de
trabajadores del país, tres salarios mínimos, a lo sumo. Así, con salarios tan
bajos, cómo espera la mafia en el poder que se reactive el consumo y
“remontemos” la crisis (aunque ya un imbécil “secretario” del calderonato había
afirmado que con seis mil pesos se podía “vivir bien”. ¡Vaya declaración!).
“Por eso fue que me dijo que mejor pondría una juguería. Fíjese, allí,
ya libres, le quedan seiscientos pesos diarios”. Eso, haciendo cuentas,
equivaldría a unos dieciocho mil pesos mensuales, lo que ganaría, por ejemplo,
un gerente bancario o un profesionista muy
bien pagado, considero. El escuchar eso, lleva a reflexionar que, por un
lado, deja más una ocupación, como el comercio, informal la mayoría de las veces, que no requiere mucha preparación
o ninguna. Por otro lado, que de qué le sirvió, entonces, al hijo de Roberto
estudiar una profesión, si, a fin de cuentas, ha preferido dedicarse a algo que le deje más dinero, aunque nada
tenga que ver con dicha profesión. Sin embargo, dadas las circunstancias, por
los salarios de hambre que se perciben, muchos optarán por hacer lo mismo que
aquél. De hecho, he conocido a ingenieros que manejan taxis o a doctores que venden tortas.
Roberto cuenta que va a la central de abastos cada tercer día. “Compro
diez, once mil pesos… y a eso se le gana como mil doscientos, mil trescientos
pesos… ya no mucho, por eso es que ya no se gana como antes”, agrega,
resignado, aunque, de todos modos, Roberto está mejor que la mayoría de los
mexicanos. Ha podido, me platica, mandar a todos sus hijos a escuelas y
universidades particulares. “Mi hija está estudiando turismo, también en el
Unitec”, dice, con algo de orgullo. Además de que, enfatiza, siempre ha sido
muy chambeador.
Al preguntarle qué hace con la fruta o verdura que no se vende, me dice,
sin la menor sutileza, que nada se desperdicia. “No, nada se tira… o muy poco.
Por ejemplo, los jitomates que ya se están madurando, se los paso a mi esposa
para las tortas o las salsas. Y ya tengo clientes que pasan por lo que ya se
está pasando”, me comenta, como si nada. Lo que me lleva a pensar que eso
explicaría por qué, muchas veces,
cuando compramos una ensalada de frutas o de verduras, si no la comemos ese
mismo día, al otro, ya se está comenzando a fermentar o pudrir, pues quienes las
elaboran (espero que no todos), compran, ya
pasados, los ingredientes, con tal de sacar aun más ganancia. Bueno, razono,
todos hacen su lucha, aunque muchas
veces sea en detrimento de nuestra salud. Cosas de esta deshumanizada,
materialista sociedad.
Ya entrados en la plática, me cuenta que por allá del 2002 se fue a
Estados Unidos (EU), no por necesidad, sino por “accidente”. “Fíjese que tenía
una sobrina, por parte de unos primos de mi esposa, que eran de Michoacán, que
de recién nacida se la llevaron al otro lado, sin papeles. Pero ya tenía como
once años, cuando quiso que la trajeran a visitar a sus primos. Pero, como le
digo que no tenía papeles, nos la dejaron y ellos se fueron, otra vez de
mojados. Y, la niña, al principio, sí estaba contenta, pero ya cuando pasó el
tiempo, se ponía a llorar, que quería irse con sus papás… y fue cuando me dijo
mi mujer que por qué no la llevaba. Pero, pues estaba difícil, porque ni ella,
ni yo, teníamos papeles, fíjese…”.
Y narra Roberto que le habló a un amigo coyote, quien le dijo que sí lo pasaba, que nada más pagara, para
empezar, los pasajes para Tijuana, los que costaron tres mil pesos por los dos.
“¡Fíjese, yo lo más lejos que había ido en ese tiempo era a Veracruz. Ni
tampoco me había subido a un avión. En serio que iba renervioso, pensando que a ver si no se caía la madre esa!”. Y llegaron a Tijuana, sin
problemas y, de allí, el amigo coyote,
le dijo que le iba a cobrar quince mil de cada uno por llevarlos hasta
Filadelfia, que era en donde los papás de su sobrina vivían. Cruzaron la
frontera, tampoco sin grandes problemas, y en una camioneta los llevaron hasta
Phoenix.
Pero fue allí cuando comenzaron los problemas para Roberto y su sobrina
y los otros 25 que iban con ellos, pues en algún lugar de esa ciudad, fueron
detenidos por hombres, quienes por sus características físicas, Roberto
identificó con gringos, quienes, a
punta de metralleta, los hicieron bajar y amenazaron al conductor y al amigo coyote que se fueran, si no
querían que los mataran allí mismo. “¡Uy… viera qué feo se siente que lo estén
apuntando con una pistola… bueno, con una metralleta, porque no eran pistolas.
Ya , luego, mi amigo se fue con el chofer y allí nos dejaron. Y estos cuates,
los gringos, pues que nos dicen que si queríamos huir, que nos iban a matar,
que mejor tranquilitos y que nos
vendaron los ojos, que nos suben a otra camioneta, de esas, como las de la bimbo – se refiere a los vehículos tipo vanette, cerrados, de tres toneladas – y
que así nos tuvieron trayendo p’acá y p’allá… y ya, luego de un rato, que nos
dicen que nos bajáramos. Y que nos bajamos… y, fíjese, era una casa chica, de
las de allá, que pues no son muy grandes, y allí ya nos llevan y que nos dicen
que nos tenían allí que porque mi cuate, el coyote, que les había robado una
carga antes, y que por eso nos llevaban, que para cobrarse… ¿usted cree?...
bueno, y, como le digo, pues era una casa chica, y allí que nos encierran,
pero, no me lo va a creer, yo creo que habíamos allí como seiscientas personas,
sí, haga de cuenta que parecía un mitin, así, como cuando da un discurso un
candidato… lo bueno es que, como era febrero, pues no hacía tanta calor, pero,
pues ahí estábamos todos amontonados, sí”, cuenta Roberto, un tanto perturbado,
quizá por el dramático recuerdo.
Y agrega que, a punta de pistola, así, apuntándoles, moviéndola de
arriba hacia abajo, como pedagógico, amenazante
índice, les dijeron que los otros coyotes al haberles quitado, según ellos,
la humana carga días atrás, evitaron que ellos, los gringos que les apuntaban
con pistolas, se ganaran treinta y cinco mil pesos de cada uno y que, si
querían salir vivos de allí, debían
darles a ellos, justamente, treinta y cinco mil pesos. “Y, pues allí me tiene, comunicándome
con mi familia, para que me mandaran eso, pero con la pistola apuntándonos,
para que no fuéramos a decir otra cosa, que nada más les pidiéramos el dinero,
y a’i me tiene, inventando que mi amigo nos había quedado mal, pero que ya
habíamos encontrado a otro y que nos iba a cobrar treinta y cinco mil pesos a
cada uno, por llevarnos hasta Filadelfia… y mi mujer, reclamándome, ¿no?, que ‘ya
ves, que yo te dije, que no te confieras, pero no me hiciste caso’… y yo, nada
más con las ganas de decirle la verdad, pero
no podía, con el pinche gringo apuntándome, pues le tuve que decir
mentiras”, dice, en resignado tono.
Los habían secuestrado un
jueves y para el domingo, ya le había mandado su familia el dinero, pues es lo
que les habían exigido, que no pasara del domingo. “Nomás para qué vea cómo
allí también hay corrupción, porque, pues no sé cómo cobraron el dinero, nada
más con el número de los envíos, porque fue por Western Union, pero lo cobraron, sin identificaciones, ni nada”,
enfatiza.
Le pregunto que los que no tenían dinero, que qué les hacían. “¡Pues…
eso, sí, quién sabe!, porque nada más veíamos cómo los iban separando y se los
llevaban a un rincón… no, no sé… a lo mejor los iban a poner a trabajar, ¿no?...
pobres, pero, nosotros, gracias a Dios, sí tuvimos con qué pagar. Es que, en
esos momentos, uno nada más piensa en salvarse, ¿no?, porque está uno bien ciscado…”.
¿Qué será de esa gente, que no puede pagar esos infames secuestros?, cabría preguntarse. Probablemente,
como muchos miles cada año, terminen en las redes criminales que los emplean en
cualquier cosa, como distribuidores de droga, prostitución o, peor, que a
varios los maten y trafiquen con sus órganos (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2007/11/trfico-humano.html).
Así como impera en el planeta entero la descomposición social, el egoísmo
y el materialismo a ultranza, impuesto por el capitalismo salvaje, todo lo
inimaginable, es muy posible que se dé.
Con todo, Roberto realmente creía que los llevarían a Filadelfia. “Yo,
bien inocente, que creía que sí nos iban a llevar. Y, entonces, que nos llevan
a un hotel, a todos… ah, porque nos separaron, que los que iban a Florida, que
los que iban a Filadelfia… y así, ¿no?, que por grupos, y que nos llevan a los
que íbamos a Filadelfia a un hotel, como a las nueve de la mañana, del lunes. Y
que nos dicen, que al rato, en la tarde, iban a ir por nosotros… Entonces, pues
a’i nos tiene de majes a todos, creyendo que sí iban a ir por nosotros, pero
que dan las tres, las cuatro, las cinco… y ya nos andaba de hambre, porque ni
agua nos dejaron, y que, pues los que ya sabían más o menos moverse por allí,
que nos dicen que iban a ir a la tienda, que si queríamos algo, que les
diéramos dinero. Entonces, pues los del hotel se dieron cuenta o… no sé, el
chiste es que, a la mejor, ya estaba hecha la movida, pero que nos echan a la
migra… ¡y vuelta pa’ México!”, exclama, entre irónico y molesto.
A todos los detuvieron y los llevaron en autobús otra vez a México, a
Agua Prieta.
Vuelve a enfatizar Roberto que todos los que los secuestraron y
robaron, eran gringos. Lo cual me lleva a reflexionar en que tanto que los
estadounidenses tachan de delincuentes y traficantes de droga o personas a los mexicanos
y muchos de ellos se dedican, también, a esos muy lucrativos negocios. Ya antes,
por otros testimonios, me había enterado de que existe complicidad entre los coyotes y los agentes de inmigración de
EU, a quienes les pagan cien dólares por hacerse de la vista gorda y que aquéllos puedan cruzar la frontera con su
cargamento humano (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2008/09/el-regreso-sin-gloria-del-otro-lado-de.html).
“Y para no hacerle el cuento largo, pues otra vez que le hablo a mi
amigo el coyote, y que me dijo que le daba mucha pena de lo que había pasado, pero
que no era él, que esos gringos a eso
se dedicaban, que eran mentiras de que les habían robado la carga, que de eso
se mantenían, de secuestrar a ilegales y pedirles dinero, que ya nada más le
diera veinte mil pesos por los dos para llevarnos hasta allá. Pero, pues que le
digo que ya no tenía dinero, que ya mi familia me había dado setenta mil pesos
y que me dice que no había problema, que allá trabajara y que se los fuera
pagando poco a poco. Y otra vez que nos llevan a Phoenix, y que nos dejan en un
hotel, pero ya fue diferente, pues el que nos llevó, que habló con un gringo,
así, que llegó en un carrazo, y que
nos dijo en español, muy bien que hablaba, que no nos preocupáramos, que él nos
iba a llevar al aeropuerto, que ese mismo día… y sí, ya que fue con una
señorita del aeropuerto y, no sé qué le dijo, pero que ella dijo que sí, con la
cabeza, ¿no?, y ya que nos suben al avión y que llegamos a Filadelfia. Y ya,
allá, que mi sobrina, le llama por teléfono a su papá y ya que va por nosotros
y que llegamos… ¡pero, en serio, que cómo sufrí esa vez!”, vuelve a exclamar.
Su amigo coyote en ningún momento
perdió contacto con él. Y, de hecho, la deuda de veinte mil pesos la pagaron
los padres de la niña, muy agradecidos con Roberto, así que éste se quitó de
ese problema.
Luego, refiere que, como es muy orgulloso, no aceptó el ofrecimiento de
sus cuñados, de quedarse en la casa, que ellos le iban a dar dinero, que no se
preocupara. “No, como le digo, a mí me gusta trabajar, además de que tenía la
deuda con la familia”.
Salió al otro día a comprar algo – sólo les preguntó cómo llegar a la
tienda – y allí, curiosamente, se encontró a un paisano de su pueblo – Roberto es
de Cholula, Puebla –, y él le preguntó que si quería trabajo para limpiar nieve
– como ya señalé, era febrero, y es cuando aun abundan las nevadas en EU – y
Roberto, sin dudarlo, le dijo que sí. “Al otro día, que pasa por mí. Pero mis
cuñados me decían que no, que para qué iba, que qué tal si no me pagaban, pero,
yo, necio, que sí me iba y que me voy. Y los que nos contrataron iban por mí y
por mi paisa en una camioneta, todos los días, bien temprano, como a las seis
de la mañana, y nos regresaban. Y estuve trabajando como una semana, sí, aunque
hacía un chingo de frío, pero no me
rajé, y ya, al final, que me pagan ¡trescientos cincuenta dólares! Se me hizo mucho.
Y pues me sentí a todo dar, ¿no?, con mi propio dinero, y que les dije a mis
cuñados que me quería comprar una chamarra y que vamos a la tienda, pero mis ellos
me la querían disparar y, yo, que no, que por eso llevaba mi dinero… como le
digo, soy rete orgulloso.”
De allí, porque “le echó muchas ganas”, el gringo que los contrató para
limpiar la nieve, lo contrató para hacer trabajos de jardinería, pues se dio
cuenta que era buen trabajador.
“Sí, que me llevan a la yarda
– término españolizado, derivado de
la palabra inglesa yard, con que en
EU se refieren a los jardines –, así, a casas, y pronto aprendí… sí, mire, yo
no sé leer, ni escribir, pero aprendo las cosas, íbamos a las casas, y yo rápido
terminaba de cortar el pasto o íbamos a los hoteles, en donde había macetones,
para cambiarles la tierra a las plantas. Yo, rápido, ¿eh?, llegaba con mis
bolsas de plástico, sacaba las plantas, la tierra vieja, las volvía a meter,
con la tierra nueva y ya, sin tirar nada. Y por eso el gringo, un día que me
dice que yo iba a ser su secretario y, como le digo, yo sin saber leer, él me
pedía que los recibos de esto o aquello, y yo se los daba, sin equivocarme… y,
no me da pena decirlo, hasta de escritorio le servía, porque me inclinaba y le
ponía la espalda para que escribiera algo – indica Roberto cómo lo hacía,
inclinándose – y él me decía que no, pero yo le decía no problem”, sonríe Roberto al contar eso.
También, por las noches, trabajaba en un bar, lavando platos. “Y allí estaba
hasta la una de la mañana y otra vez, al otro día, me tenía usted en la yarda,
sin fallar”.
De nuevo enfatiza lo de la corrupción, por la forma tan sencilla, al
menos en esos años, en que obtuvo su licencia de manejo. “Sí, es que, como me
compré una camionetita, una troca,
pues si usted anda sin licencia y lo detienen, pues lo deportan… y, entonces,
un puertorriqueño, que me conecta con otro gringo, que me pidió doscientos dólares
por dármela y también hasta un permiso de que podía trabajar allí, pero ilegal,
¿no?, pero sí me hicieron el paro, pues, cuando me detenían los polis, pues ya
les enseñaba mi licencia y mi permiso y me decían que me podía ir… ah, y él
también me sacó las plates – se refiere
a las placas del auto – porque si no las trae, también lo detienen… pero, como
le digo, también allá hay mucha corrupción”. Es algo que no sorprende, en vista
de que EU es un país que cuenta en su historia con muy obscuros, colonialistas
y hasta delincuenciales orígenes (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2015/06/en-torno-los-obscuros-origenes-de.html).
No recuerda la cantidad exacta en dólares, pero dice que ganaba muy bien, lo suficiente como para pagar
sus gastos allí y mandarle a su familia ¡catorce mil pesos semanales!. “Sí,
cada domingo les mandaba por Western
Union catorce mil pesos”, enfatiza, orgulloso.
Y así fue, durante casi tres años, los que se estuvo Roberto allí en
Filadelfia.
Así, no sólo pagó la deuda a la que se sentía obligado con su familia,
sino que sirvió para ahorrar, ampliar la casa en la que viven, comprar una
nueva camioneta de carga y adquirir los otros cinco puestos que ahora tienen en
el mercado.
A pesar de ello, Roberto sigue trabajando “un chingo”, digamos que no baja
la guardia, a sus cuarenta y ocho años. “Yo les digo a mis hijos que
aprovechen ahora que estoy, que ya hubiera querido yo que así me apoyaran mis
jefes, pero, ya ve, tiene uno que andarlos arreando… en serio que ahora a los jóvenes
se les da fácil todo, ni aprecian las cosas que tienen, ¿no?, no saben lo que
es chingarse… como mi hijo, que le digo que de qué le sirve haber estudiado
ingeniería, si está con su puesto de jugos”. Pues sí, es un desperdicio, vuelvo a reflexionar.
También su enojo es que por más que les pide que abran temprano su
puesto de frutas y verduras, cuando él se va a la central a comprar lo que hace
falta, no lo hacen. “Así, se van los clientes… porque me dicen que por qué no
abro temprano y que por eso, buscan otro lugar en dónde comprar, y tienen razón,
¿no?”, con lo cual concuerdo.
En fin, es interesante todo lo que me ha platicado Roberto.
Pienso, sobre todo, en lo que me dijo, que no sabe leer, ni escribir. Le
pregunto que si no le gustaría aprender. Se queda meditando unos segundos. “No…
pues ya pa’ qué… no… ni tiempo tengo y, luego pienso, que si a pesar de no
saber leer, ni escribir, he hecho todo lo que he hecho, pues… pa’ qué aprendo,
¿no?”, dice, finalmente, muy sonriente.
Sí, razono, muestra de que, muchas veces, no hay mejor escuela que las
experiencias que pueda dejar la vida, por muy duras que éstas puedan ser.
“Pues sí, si así ha hecho todo esto… a lo mejor si hubiera sabido leer
y escribir, no lo hubiera logrado, ¿no?”, le digo.
“¡Ándele!”, me replica, risueño.