Revolución industrial: imposición del “prestigio
social”, del consumo
compulsivo, de empleos peligrosos y la práctica
de la precariedad médica
por Adán Salgado Andrade
La historia oficial presenta a la llamada “revolución
industrial” como un periodo caracterizado por grandes logros y avances en las
ciencias físicas y químicas, durante la cual se generaron invenciones que
fueron hitos para el “progreso” humano. Así, invenciones tales como la máquina
de vapor, el ferrocarril, derivado de aquélla, la energía electromagnética, la
electricidad, la máquina de combustión interna, la electricidad doméstica e
industrial, la lámpara incandescente, el telégrafo, el teléfono… y decenas más
de objetos o principios derivados de los avances científicos, en efecto,
produjeron cambios en todos los aspectos de la vida diaria, presentándose todos
como “positivos”.
Sin embargo, basta leer algunas singulares obras,
para caer en la cuenta de que no todo fue “progreso y avance civilizatorio”,
sino que hubo varios aspectos en los que tales avances, más bien, fueron retrocesos o veladas formas que el capitalismo
salvaje de entonces empleó para imponer el estilo de vida que se adecuaba a sus
necesidades de reproducción y de acumulación, como veremos.
Al respecto, recién leí un libro titulado “Inventions that didn’t change the world” (Thames &
Hudson, 2014), de la autora Judie Halls. Este libro es una curiosa compilación
de diseños de objetos que fueron registrados en Inglaterra entre los años 1800
a 1900 y que sólo quedaron en eso, en simples diseños. Fue una época, explica
la autora, en que mucha gente tenía ocurrencias sobre algo que pudiera ser útil
en su labor, incluso, hasta simples amas de casa podían hacerlo. El
procedimiento era relativamente sencillo, pues lo único que se requería era
llevar a la Oficina de Diseños dos copias del dibujo del prototipo propuesto,
explicar para qué servía y pagar diez libras esterlinas para que quedara
“protegido” durante tres años.
Eso era preferible para muchos de tales “inventores”,
pues el proceso para patentar lo que la Oficina de Patentes declaraba “diseños
útiles”, es decir, prototipos físicos de máquinas o aparatos, era muy tardado y
burocrático, tres años a veces, además de que el costo podía llegar a las 400
libras esterlinas, prohibitivo para la mayoría de los proponentes, a lo que se
sumaba el costo del prototipo mismo. Además, en el proceso, por la falta de
protección oficial, se daba mucho la piratería de los prototipos y a veces,
cuando un “diseño útil” era finalmente patentado, resultaba que ya había un diseño
similar “registrado” antes.
Por eso es que muchos preferían los diseños, no sólo
por lo barato que resultaba registrarlos, sino porque el gobierno garantizaba
cierta protección durante tres años.
Sin embargo, como dije, la mayoría sólo quedaron
en el papel, puesto que al ir avanzando ciencia y tecnología, muy probablemente
se incorporaban los diseños que originalmente se proponían por algunos de tales
improvisados “inventores” o éstos, simplemente, se olvidaban de su chispazo de
ingenio y hasta allí quedaba el asunto. Por lo mismo, se iban acumulando
cientos y hasta miles de bocetos con diseños que quedaron archivados en legajos
que fueron consumidos, muchos, por el tiempo, la humedad y la polilla.
Más allá de esos preliminares apuntes, al analizar
la obra, es interesante hallar elementos que muestran que no todo fue maravilloso en el planeta, sobre todo
durante el siglo 19.
Halls precisa, correctamente, que por ese
entonces, Inglaterra era el país que aventajaba a casi todo el resto del mundo
en avances tecnológicos, país que pronto sería alcanzado y superado por los
Estados Unidos (EU), sobre todo a partir del último tercio de los 1800’s. Por
ello es que puede entenderse que mucho de lo que sucedía en Inglaterra, era
tomado como modelo a seguir, no sólo
en la cuestión de los avances industriales, sino todo lo que tales avances
conllevaban. Además, era la llamada época Victoriana,
marcada por un atroz conservadurismo en cuanto a costumbres y formas de
“comportamiento social”, con fuertes restricciones en situaciones tales como
preferencia sexual (era criminal ser
homosexual o lesbiana, por ejemplo), pero no así en cuanto a la permisividad
que se dio al desarrollo industrial, al que, incluso, se colocó por encima de
los derechos humanos y la protección del medio ambiente.
Acorde con esa mentalidad procapitalista, fue que
entre los victorianos se impuso la
idea de la industriosidad como algo
que denotaba no sólo una especie de talento
especial, sino que todos los que concebían avances tecnológicos eran parte
de esa nueva “generación” de personas que los nuevos tiempos requerían, así,
inteligentes, capaces y sobre todo, inventivos.
Era, pues, hasta una especie de necesidad social ser industrioso. Y
eso sólo se lograba con una férrea disciplina, acompañada de un individualismo que llevaba a sus
practicantes a formarse de una forma autodidacta.
Sí el self-made, el auto-hecho, no era visto, de ninguna forma, como una
actitud egoísta, sino que era una necesaria premisa dentro del capitalismo.
Mucho del tal concepto del self-made
es muy proclamado y defendido, décadas más tarde, por la escritora Ayn Rand,
muy dada a escribir panfletos “literarios” que presentaban al capitalismo
salvaje como al mejor sistema económico, jamás habido antes. Una de sus obras
“cumbres” es la novela “Atlas Shrugged”,
lectura obligada, hoy día, para muchos conservadores políticos republicanos y
empresarios de EU (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2015/01/cero-tolerancia-o-de-represivas-leyes.html).
Señala Halls al respecto que “Los Victorianos
tendían a imbuir cualquier aspecto de la vida con un sentido de moralidad, el
cual incluía una poderosa creencia en el individualismo, auto-respeto y
auto-confianza. Había un sentimiento de que la gente debía de hacerse su propio camino en el mundo. Cada número de la
Revista de Mecánica, por ejemplo, desplegaba en su portada una cita destinada a
mejorar la moralidad, diseñada para inspirar a sus lectores” (subrayado
mío). Más adelante, con respecto a la importancia de ser inventivo, señala Halls que “El esfuerzo individual podía dar la
capacidad a los inventores de subir desde los rangos sociales más bajos. En este ambiente – donde la
tecnología era una fuente de admiración y fascinación – los inventores eran
vistos como individuos heroicos y
moralmente superiores, en tanto que los hombres comunes eran exhortados a trabajar duro con el fin de que se hicieran triunfadores” (subrayado mío).
Se entiende, entonces, por qué tanta gente llevaba
sus bocetos a la Oficina de diseños, con tal de que su, muchas veces, remedo de
invención, triunfara y ellos se
hicieran ricos y famosos.
El libro se divide en secciones, con el objeto de
que sea más fácil comprender por qué se proponían determinados, extravagantes
y, algunos, poco prácticos diseños. Una de tales secciones, titulada “Casa y
jardín”, es quizá una de las que mejor muestran la importancia de que, justo en
esa época victoriana, se impuso poseer determinado estatus, asociado tanto al
tipo de actividad que se desarrollaba, así como al nivel económico con que se
contaba. No se limitaba ya la categoría social solamente a los grupos en el
poder, los privilegiados, como la familia real o la aristocracia, sino que era
una especie de deber social reflejar,
a partir del consumo pertinente a cada nivel, justo tal estatus. He aquí la eficaz fórmula que, desde entonces, se acentuó
y se generalizó como norma en la sociedad, justamente lo que el capitalismo
salvaje de ese tiempo requería para acumularse y reproducirse. Por tanto,
consumo compulsivo y “prestigio social” van de la mano desde dicha época.
Señala Halls que “La gente estaba ansiosa de que
sus hogares reflejaran su estatus social, lo cual significaba consumo
compulsivo y mostrar ostentación, o sea, la adquisición de ‘objetos’. La
riqueza comenzó a ser medida a partir de la posesión de bienes materiales,
puesto que la máquina había abaratado
las mercancías, haciéndolas más asequibles. Las siempre cambiantes modas y la demanda por lo novedoso, contribuyeron a incrementar la
oferta de los innumerables objetos que se hacían expresamente para los hogares”
(subrayado mío). En efecto, Halls se refiere con la máquina, precisamente a lo que la tan aclamada “revolución
industrial” había logrado en cuanto al aumento de la producción, justo como
condición primordial para que el consumo masivo, la base de sustentación
capitalista, despegara. Y había que crear las condiciones sociales del tan
proclamado “estatus y prestigio social”, para que dicho consumo masivo se
implementara desde entonces.
En nuestros días es ya la norma que la categoría social sea representada no por lo que se sepa, sino por lo que se posea. Tener un auto de
lujo, un penthouse, joyas, yates…
materializan el “prestigio personal”. Claro que habrá niveles, pues no toda la gente, la mayoría, podrá poseer, ya no
digamos yate o avión privado, sino un auto de lujo. Pero sí habrá productos
para cada nivel social, en lo que se logra, pregona el capitalismo salvaje, llegar a la cima del éxito.
Al respecto, Halls refiere que era una época en
que los jardines eran notoriamente
importantes, símbolo de “prestigio social”. Ya fuera que se poseyera un jardín
exterior o que la casa contara con un pasillo de entrada que se adornara con
determinadas plantas, era muy importante
y vital. Quien no poseyera plantas o jardines era una especie de descastado
social.
Por eso es que se proponían muchos diseños de artilugios
que sirvieran para tal efecto, ya fuera para cuidar de las plantas o para
cultivarlas. Por ejemplo, para las épocas frías un diseño sugiere un calentador
de agua, como especie de macetero. Uno más, muestra una especie de irrigador.
Otro propone unas pinzas que servían
para cortar frutos y podar árboles, y cosas por el estilo. Así que, de entrada,
la gente debía de reflejar su nivel
social mostrando a los invitados a sus hogares su “amor” por las plantas,
ya fuera con maceteros a la entrada o con un jardín, que, dependiendo de la
capacidad económica, podía llegar a ser incluso muy lujoso, con plantas de todo
tipo, incluyendo las que se consideraran muy exóticas. Los jardines, por tanto,
ya no sólo fueron privilegio de aristócratas y familias reales.
También refiere que la propia construcción de la
casa era muy importante. Una elegante mansión era símbolo de prestigio, como lo
ha seguido siendo desde entonces. Hoy día una residencia de lujo (tipo la “Casa
Blanca” del mafioso EPN), es sinónimo de la riqueza de su propietario, de su éxito en la vida. A mayor lujo, mayor
será tal éxito.
Era una época, por ejemplo, en que al dar una
fiesta o una cena, se definía si la gente tenía buen o mal gusto, como en la
vajilla, que había que poseer las piezas adecuadas a los victorianos prejuicios
de todo tipo que así lo exigían. Apunta Halls que “Esta plétora de utensilios y
accesorios para la mesa ayudaban siempre a hacer de una fiesta una oportunidad
para mostrar buen y apropiado gusto, mucho más que un escudo de armas. Eran los
eventos más populares de la clase media, con las consabidas consecuencias para
la reputación del anfitrión”. Y, por supuesto, esto sigue siendo así, pues hay
que imaginar cuan importante hoy día es para una familia “echar la casa por la
ventana” al celebrar, por ejemplo, una boda, unos “quince años” o cualquier
otra celebración. El salón en el que se haga tal fiesta, el vestuario, la cena
que se sirva, que si se empleó un auto de lujo para transportar a los
celebrados… todo es “prestigio” y cuenta para que la gente diga “¡Qué fiestón
se dio, sí que le metieron dinero!” o “¡Qué fiesta tan rascuacha, mejor no
hubieran hecho nada!”. A fin de cuentas, lo que en cualquiera de las
situaciones sale beneficiado es el consumismo asociado a ellas y el que, de
todos modos, toma lugar en las diarias actividades de los habitantes de este
depredado planeta.
Así que en ese tiempo era muy importante, además
de la apariencia externa de una casa, que a la entrada de ésta, se contara con
una estancia que mostrara el buen gusto de sus habitantes, pues de ello
dependía que hablaran muy bien o muy mal de ellos. Iba eso ligado, como señalé,
con la obligada incorporación de invenciones, tales como la iluminación, la que
evolucionó desde las simples velas, siguiendo con lámpara de aceite o la de gas,
hasta llegar a la electricidad y la lámpara incandescente.
Es interesante señalar que también iban aparejados
con tales invenciones particulares riesgos. Por ejemplo, las lámparas de gas
deprimían el oxigeno de las habitaciones en donde se colocaban, más, si estaban
cerradas, como en épocas de frío, lo que ocasionaba mareos y dolores de cabeza
o hasta desmayos, además de que como eran poco estables, estallaban en
cualquier momento, causando muchos incendios. Quizá por eso es que Halls ejemplifica
con algunos diseños que se proponían para evitar conflagraciones, tales como
cosas a prueba de fuego o artificios para escapar de éste, que hoy se antojan,
lo menos, “curiosos”, por no decir absurdos y hasta peligrosos. De todos modos
fue una época en que, no sólo en Inglaterra, sino en infinidad de países se
registraban terribles y destructivos incendios, que podían durar hasta días,
pues tampoco había cuerpos de bomberos, propiamente dichos, que los combatieran
(fue casi a finales del siglo 19 cuando se comenzaron a implementar equipos de
bomberos profesionales, pagados por los municipios).
Todo ese impuesto consumismo, consecuencia del
inherente materialismo, se posibilitó en parte en que al mejorar un poco los
salarios, algunos, por supuesto, los empleados comenzaron a tener un poco más
de dinero para mejorar, como ya vimos, sus casas, que éstas reflejaran su estatus.
Pero, igualmente, fue impuesto que se vistiera el
empleado de acuerdo con el lugar que ocupara en la empresa. Ya se comenzaba a
categorizar a tal empleado y a diferenciar los empleos fabriles (blue collar jobs) de los empleos
administrativos y gerenciales (white
collar jobs). Fue otra “prestigiosa” imposición.
Por ejemplo, el empleado de oficina (clerk como comenzó a generalizarse el
apelativo en el idioma inglés para referirse a éste) estaba por encima de un
obrero, (worker), y aunque aquél
ganara poco, pues debía de vestir de
acuerdo con su categoría. Nada más absurdo, ya que muchos clerks recortaban en gastos necesarios
con tal de vestir a su nivel. Halls refiere
una anécdota sobre una mujer que recordaba su niñez, contando que a veces no
comían, pues el padre, por ser un empleado de cierto rango en la empresa donde
trabajaba, aunque ganara poco, debía de ir muy bien vestido, adquiriendo caras
levitas, sombrero de copa, botas y cosas por el estilo. Se aprecia, por el
ejemplo, que no en todos los casos los salarios eran “buenos” y, más bien, la
mayoría eran de sobrevivencia, como es la actual tendencia. De hecho, hoy día,
el mantenimiento de un salario de hambre es, en muchas ramas y niveles
industriales, la condición para obtener una pírrica ganancia. Y eso se logra al
establecer maquiladoras en zonas salariales bajas (países como México, por
ejemplo) o que, por ley, se mantenga
deprimido el salario. En todo esto es fundamental, por supuesto, el contubernio
que existe entre las mafias empresariales y las mafias en el poder, ejerciendo
sus poderes fácticos (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2014/08/la-estructura-mafiosa-de-los-poderes.html).
Regresando al siglo 19, fue una época en que
debido al incremento de las cuestiones administrativas, los clerks comenzaron también a incrementar
su número al ser más demandados. Actividades como la contabilidad o la
planeación que trajo aparejadas el ímpetu que tuvieron los bancos, piezas fundamentales
del capitalismo salvaje, junto con el resto de las empresas al crecer la
producción, demandaban mucho a contadores, abogados, administradores,
ingenieros y profesiones similares. Por ejemplo, señala Halls, los empleados de
las tiendas de autoservicio, que comenzaron a surgir y a generalizarse en los
1860’s, debían de vestir impecables, observar rigurosas reglas de etiqueta y
conducta y, sobre todo, hacer muy bien
su labor, que era vender y vender, lo más posible, so pena de que si no lo
hacían, podían ser despedidos. Eran tan estrictas las normas de “conducta” que
debían de guardar esos empleados, que estaba prohibido, por ejemplo, ¡que se
casaran!, pues el hacerlo, decían los dueños de las tiendas, bajaba la eficiencia, por lo que
ameritaban ser despedidos, aunque tuvieran mucho tiempo laborando en el
establecimiento. También, de acuerdo a los estándares victorianos, muy
conservadores y prejuiciosos, debían de guardar absoluto recato. Menciona Halls
el caso de un vendedor que fue despedido por tener como novia a una actriz,
profesión que en esos años se consideraba denigrante, quizá porque se les
relacionara con las coristas (como cambian la cosas, que ahora casi todo mundo
quiere ver de cerca a tal o cual actor y pedirle, al menos, su autógrafo).
Y aunque eran tan rígidas las condiciones para
laborar, muchos las aceptaban, pues era una manera de subir en la escalera
social. Eran mucho más importantes los intereses de la compañía en donde se
trabajara, que los intereses de los empleados. Ello denota cómo se fue
estableciendo muy claramente el predominio de los intereses de los empresarios,
quienes no dudaban en tratar como simples prescindibles
insumos a sus empleados. Y si se
atrevían a protestar, pues bastaba con despedirlos y contratar alguno de los cientos
que demandaban un empleo.
Esa condición sigue siendo la norma actualmente.
Los empleados de cualquier tipo deben de someterse sin protestar a los
designios empresariales. Las “conquistas obreras” logradas entre los años 1940’s
y 1970’s, han sufrido serios retrocesos, debido a las contrarreformas aplicadas
a nivel mundial a partir de la imposición del capitalismo salvaje a ultranza
(eufemísticamente llamado “neoliberalismo”) a mediados de los 1980’s, en que el
objetivo primordial es la maximización de
la ganancia, aun a costa de destruir los derechos laborales y que obreros y
administrativos padezcan condiciones similares a las que existían durante la
“revolución industrial”, como estamos revisando, cuando el empleado era lo de
menos, sus condiciones laborales, su salud, su salario… nada de eso importaba,
sólo que cumpliera fiel y eficientemente su labor. Así estamos actualmente y se
han impuesto condiciones para abaratar y dejar en la indefensión a trabajadores
de todo tipo, tales como los contratos por semana, el pago por hora, el outsourcing (la asignación de
determinadas actividades de una empresa a compañías “especializadas”, con tal
de ahorrar costos. Éstas, contratan a personas, pagándoles muy bajos salarios y
sin prestación alguna), supresión de “contratos colectivos” y de sindicatos o
imponiendo “sindicatos charros” (los que están amañados con las empresas para
cumplirles sus imposiciones), supresión de las leyes que consagraron las
conquistas obreras y represión policial y hasta militar, cuando así lo amerite
(ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2013/09/decadencia-neoliberal-automatas.html).
Incluso, los empleados de gobierno, como maestros
o los de las pocas empresas estatales o paraestatales que aun queden, ya no
tienen seguridad laboral y son despedidos en masa, al liquidar, por ejemplo, la
empresa pública que los requería, como fue el caso aquí, en México, cuando se cerró
ilegalmente, durante el calderonato, a la empresa Luz y Fuerza del Centro, que
proveía de energía eléctrica al centro del país. La empresa fue suprimida y
todos sus trabajadores fueron despedidos, sin excepción y sin reconocer, en
absoluto, sus derechos laborales, aun cuando muchos llevaban varios años
trabajando o estaban por jubilarse.
Así pues, durante la “revolución industrial”, se
perfiló la relación que desde entonces, casi siempre, ha imperado entre las
fuerzas productivas y el capitalismo salvaje. Y es que, a principios del siglo
19, la mayor parte de los empleos eran del campo, pero a mediados de tal siglo,
80% de la actividad laboral ya se concentraba en las ciudades, al menos en los
países industrializados, como Inglaterra o Estados Unidos. Esto significa que la
exigida urbanización, como condición para que el “moderno capitalismo”
despegara, se había dado. No puede concebirse al capitalismo fuera de la órbita
urbana, la que le proporciona toda la infraestructura requerida para la
producción, tal como energía eléctrica, parques industriales, agua entubada,
drenaje, vías de comunicación y transporte, tanto para el traslado de insumos y
mercancías, así como de empleados (no puede concebirse una fábrica de autos en
medio de una selva, pro ejemplo).
También en la mencionada época, comenzaron a darse
actividades suplementarias, tales como las ya mencionadas tiendas de
autoservicio, así como la imprescindible publicidad que las acompañaba, ya que
la masificación de productos requería que fueran conocidos por los potenciales
consumidores. Ha sido siempre la publicidad el brazo derecho del capitalismo
salvaje, tanto para inducir al consumo, así como para acondicionar a la
sociedad, implantar que sólo se es
por los bienes materiales y riqueza que se posean. Es la ideología materialista
imperante.
Halls habla de ello y muestra algunos bocetos que
se proponían para las actividades publicitarias. Cuestiones tales como aparatos
para anunciar, tinteros más eficientes, organizadores, sillas para estar más
cómodo, dibujadores de elipses… y muchos más, abundaban.
Con la urbanización, muchas cosas que antes se
obtenían sin erogar un pago, comenzaron a mercantilizarse, como el agua que se
empleaba en los hogares, la que comenzó a entubarse y a venderse. Esto
significa que el “progreso” tiene su costo, no se ha dado sólo por el bienestar
social, sino que, antes, debe demostrar que es lucrativo. De lo contrario, no
se impulsa. Muchas invenciones no se generalizaron porque no hallaron su nicho,
digamos. Y quedaron en el papel o, como se menciona en el libro, apolillándose
en un legajo guardado en una húmeda, obscura oficina.
Por ejemplo, la electricidad sufrió un fuerte
impulso porque su empleo se generalizó muy rápidamente en hogares e industrias,
lo que acabó con los intentos de aplicar máquinas de vapor a cuestiones
domésticas o a la producción. Incluso, cuando se inventó la máquina de
combustión interna, fue el tiro de gracia para los automóviles de vapor que
trataron de competir, infructuosamente, con los movidos por motores de gasolina.
Éstos, a su vez, impulsaron a la refinación petrolera, la siderurgia, la
industria del caucho y así, ya que el desarrollo de un nuevo producto impulsaba
nuevas industrias y nuevos productos (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2014/05/decadencia-y-desindustrializacion-de.html).
Y una cosa lleva a la otra. Al disponer de agua
entubada casi continuamente, se desarrollaron los servicios sanitarios, sobre
todo con la invención del WC, debida a Alexander Cummings, en 1775. También se
generalizó el empleo de la regadera, lo que posibilitó el baño diario, todo lo
cual aumentó el agua residual. Pero como el drenaje en su forma actual no se
dio a la par, la descarga de aguas negras se hacía por medio de canales
abiertos y de allí iban directamente a los ríos. Eran tan fétidos canales y
ríos que, por ejemplo, políticos de entonces que tenían su centro de trabajo
cerca de un afluente, comenta Halls, de plano tenían que moverse, debido a tales
pestilentes efluvios. No sólo eso, sino que por la gran insalubridad que tales
descargas representaban (las heces de enfermos, por ejemplo, iban allí y
contaminaban las fuentes de agua “limpia” con que se contara) eran frecuentes
incontrolables epidemias que dejaban cientos de muertos, no muy diferentes de
las que se daban durante medioevales tiempos. Y es que la “medicina” existente
era precaria, muy poco evolucionada, como veremos más adelante.
Es necesario enfatizar que en ese frenesí
industrializador, y su implicado consumismo, tampoco se respetaba al medio
ambiente, que muy poco importaba, con tal de que el arrollador “progreso”
siguiera su marcha. El Londres de entonces, además de tener ríos contaminados,
se caracterizaba por presentar frecuentemente una densa capa de hollín y otros
gases nocivos, productos de la irracional industrialización.
Y esa
destructiva tendencia del capitalismo salvaje continúa, incluso en mayor escala
que en ese entonces. La depredación y contaminación ambiental han llegado a
niveles que llevan al planeta a un irreversible y terminal daño en pocos años.
El calentamiento global ya está ocasionando serios estragos. Aun así, varias
inmorales empresas se benefician de aquél (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2014/03/el-muy-lucrativo-calentamiento-global.html).
En la sección “His and Hers” del libro, Halls se
refiere a la imposición de la “moda”, que también se convirtió en una exigencia social y que, igualmente,
inducía al consumo compulsivo. “Estar a la moda”, desde entonces, es un
estándar, parte de la ideología
materialista para “destacar”, contar con una gran “personalidad”, lo del
mencionado “prestigio social”, que no sólo se reflejaba en el hogar, sino que
también en la persona misma, con su ropaje, se debía de proyectar tal prestigio.
No era sólo vestir elegante, sino estar a
la moda. Y tal “moda” se imponía desde las cúspides, como desde entonces ha
sido. Los más ricos y refinados
dictaban cómo había que vestir, si usar o no barba, pelo largo o corto, vestido
largo o corsé (éste, era una deformante
prenda femenina que ejercía una presión tan brutal, que, se ha calculado,
equivalía a entre 11 y 44 kilogramos de aplastamiento sobre los intestinos de
las mujeres de entonces, a las que, irremediablemente, deformaba tal absurda
“moda” de acinturarse, además de los graves problemas de salud que ocasionaba,
como oclusión intestinal o peritonitis).
Había, por tanto, que andar muy bien vestido y
acorde con el lugar y la posición social, pues alguien que no lo hiciera así,
se arriesgaba al ridículo. Señala Halls, por ejemplo, que dado que las camisas
eran muy caras para los trabajadores de más bajos niveles, pues las telas
hechas de algodón, lana o lino eran igualmente costosas, para que esos
empleados pudieran cambiárselas a diario, algunas pequeños establecimientos confeccionaban
frentes o puños de tales prendas en papel, cartón y otros materiales baratos
que dieran la apariencia de ser parte de tales camisas y que la gente podía
comprar por unos cuantos chelines, con tal de simular que tenían muchas. A esos
extremos se llegaba.
Eso sigue siendo así actualmente. A los empleados,
dependiendo de su posición, se les exige “buena” o “excelente presentación”,
aunque sólo sea para recepcionista de un restaurante, por ejemplo, y perciba un
salario de hambre. Si no le alcanza para adquirir “buena” ropa, pues a
comprarla, no de papel, como en ese entonces, pero, sí, de segunda mano, como
trajes, abrigos o vestidos usados y cosas así. Repito, esas imposiciones no
sólo persisten, sino que se han reforzado hasta llegar a chocantes niveles,
como el hecho de que se trate de vestir como el ícono de moda, sea un o una
cantante, un actor o actriz, un miembro de la familia real… y simbolismos por
el estilo. Eso se ha incrementado actualmente debido a la facilidad con que puede
divulgarse tanta frivolidad consumista a través del Internet y de las así
llamadas “redes sociales”.
Ya me referí arriba a que en esa época, como
ahora, la salud de los trabajadores era lo menos importante. El diseño de la
producción se hacía de acuerdo con las etapas del proceso de fabricación, sin
importar si era o no peligroso para la salud de los obreros. Halls menciona,
precisamente, que la mayoría de los trabajos en las fábricas eran peligrosos,
tanto por los frecuentes accidentes provocados por inseguras máquinas, así como
por las sustancias tóxicas con que tenían contacto los obreros. Tales tóxicos
provocaban, en el mejor de los casos, terribles deformaciones o hasta la
muerte. Uno de esos tóxicos era el fósforo blanco, empleado en la elaboración
de cerillos, que en aquel entonces, podían encenderse al rasparlos sobre
cualquier superficie rugosa. Ese químico, al ser manipulado directamente por
obreros, quienes desconocían sus perniciosos efectos, provocaba un mal en la
quijada, el que en la jerga inglesa se conocía como “phossy jaw” (quijada deformada por fósforo), que producía horribles
deformaciones, ya que asimilaba el calcio de los huesos cartilaginosos de la
mandíbula, lo que la destruía (ver: http://en.wikipedia.org/wiki/Phossy_jaw).
Era tan frecuente ese mal que hasta hubo importantes movimientos de obreros y
obreras que lo sufrían, exigiendo que los dueños de las empresas cerilleras
emplearan otra alternativa.
Eso fue lo que hizo el llamado Ejército de Salvación,
el cual fundó una cerillera en donde comenzó a emplear el más caro, pero más
seguro fósforo rojo. Mas fue iniciativa de esa organización filantrópica, no de
los empresarios. Ya luego se hizo obligatorio suprimir el empleo del fósforo
blanco.
Así pues, tóxicos y muchos otros peligrosos
procesos, eran un constante riesgo a la salud y vida de los trabajadores. Carlos
Marx menciona en su obra “El Capital” que muchas irresponsables empresas
empleaban a niños, pues eran los únicos que cabían en los apretados espacios
con que contaban ciertas máquinas, diseñadas para producir, no para ser
manipuladas por personas.
En la actualidad, no han cambiado mucho las cosas,
pues son frecuentes los accidentes laborales, muchos de los cuales provocan la
muerte del trabajador. Nada más hay que pensar, por ejemplo, en los “accidentes”
mineros, que terminan de tajo con la vida de decenas de pobres, necesitados
trabajadores que laboraban en tales minas, en condiciones sumamente peligrosas,
percibiendo miserables salarios. Esos “accidentes” no lo son, pues por falta de
adecuadas instalaciones es que se producen acumulaciones de gases y las
consecuentes explosiones o derrumbes por deterioradas estructuras de contención
de pisos y paredes. Es un acto criminal por parte de los irresponsables dueños.
O los percances que se dan en instalaciones petroleras, tales como plataformas
marinas, refinerías o ductos. Las mutilaciones por fatiga extrema al realizar
una repetitiva labor en procesos fordistas o tayloristas, también son
frecuentes. Los “accidentes” en siderúrgicas, trabajando con metal fundido y
ácidos, suceden con frecuencia.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT)
estima que cada 15 segundos, un trabajador perece por un accidente o enfermedad
relacionada con su labor y que cada 15 segundos, 153 obreros sufren un
“accidente” provocado por la actividad fabril que realizan. Anualmente, la OIT
calcula que mueren 2.3 millones de personas a consecuencia de accidentes o
enfermedades ocasionadas por su actividad. Y es que, en efecto, aunque muchos
procesos, sobre todo los más avanzados, sean aparentemente “seguros”, como
apretar botones o jalar palancas, por ejemplo, son inherentemente desgastantes,
pues el trabajador está todo el tiempo con la tensión de apretar los botones o
jalar las palancas al ritmo exigido. Eso provoca estrés, el que se manifiesta,
en hipertensión, males cardiacos, infartos, úlceras, gastritis… incluso hasta
cánceres de todo tipo, pues también se ha demostrado que el mencionado estrés
puede generarlo. El cálculo de la OIT es que anualmente alrededor de 160
millones de personas sufren males de ese tipo y que ocurren unos 313 millones
de “accidentes no fatales” también cada año (ver: http://www.ilo.org/global/topics/safety-and-health-at-work/lang--en/index.htm).
Así que no nos espantemos de lo que los
trabajadores sufrían durante la “revolución industrial”, pues siguen igual o
peor.
Ya me referí antes a que el estado en que se encontraba la
medicina era deplorable, pues increíblemente no iba a la par de los avances
logrados en otros campos, como lo ya mencionado o como los transportes, que
cuestiones como la locomotora o los barcos de vapor agilizaron muchísimo,
acortando las distancias, con lo que el traslado de mercancías y personas se
aceleró. Poco a poco se fueron acabando las carretas jaladas por animales de
tiro y con los problemas que ocasionaban, sobre todo con las enormes cantidades
de estiércol que dejaban los caballos y mulas que las remolcaban por las
calles. También la invención del auto de motor de gasolina fue un hito
tecnológico. Un anuncio de la época indicaba que, a diferencia de tantos
cuidados requeridos por los caballos, como alimentarlos y asearlos, el
“automóvil casi no requiere mantenimiento”.
Con la medicina no sucedía así y era alarmante el atraso en
que se hallaba. Lo peor era que al crearse las ciudades, por tanto hacinamiento
de personas, eran frecuentes las epidemias. Londres, por ejemplo, atestado de
gente, sufría frecuentes epidemias, como las de cólera, tifoidea, tifus, viruela
y fiebre escarlatina, entre otras, las que se esparcían muy rápidamente,
ocasionando cientos y hasta miles de muertos en pocos días o semanas. Y sólo
eran controladas naturalmente, o sea, cuando el virus o bacteria que las
provocaba culminaba con su ciclo epidémico, tal como sucedía siglos atrás,
durante la Edad Media, que la población europea fue diezmada en varias
ocasiones por pandemias, tales como la de la peste o la viruela. Por ello era
más que natural que la gente temiera a las infecciones, a contagiarse de un
mal, pues realmente era fácil adquirirlo. Menciona Halls, por ejemplo, que una
de tales epidemias de cólera dejó 500 muertos en una sola calle en tan solo una
semana.
Como menciono arriba, no sólo el hacinamiento, sino la
insalubridad existente, como la falta de drenaje subterráneo, contribuían a la
fácil propagación de enfermedades infecto-contagiosas.
Había algunos pioneros de la ciencia médica, que advertían
ya que las epidemias se debían al mal manejo de los desechos humanos
contagiosos, como el doctor James Snow, mencionado por Halls. Snow pudo
determinar el origen de una epidemia de cólera, en un pozo de agua, dado que
cerca de allí, una mujer, cuyo hijo había enfermado de esa enfermedad, había
arrojado sus heces al drenaje abierto y los escurrimientos de éste fueron a dar
al mencionado pozo y a contagiarlo. Pero sus observaciones eran poco atendidas.
La medicina estaba tan atrasada, que se seguían empleando
“remedios” medioevales, como las sangrías provocadas con sanguijuelas, incluso,
para aliviar el mismo cólera, pues se pensaba que al sangrar, se salía la enfermedad.
Por lo mismo los “inventores” sugerían diseños de “sanguijuelas mecánicas” o
escariadores, para abrir la piel y provocar el sangrado. Incluso alguien proponía
una especie de calzoncillos para “mantener caliente el abdomen”, pues se
consideraba que el frío provocaba la infección. ¡Vaya retrógrada ingenuidad!
Las sobadas con ungüentos “milagrosos” también se aplicaban,
así como los baños fríos o calientes. Como señalé, no había congruencia entre
lo que era la “ciencia médica” de entonces, si así se le podía llamar, con
respecto a otros notables avances. Pareciera, en mi opinión, que la salud, en
todos los niveles sociales, era lo de menos. Dice Halls que una persona
aristócrata que enfermara, se preciaba de que, justo por su enfermedad, se
presentaba como un personaje sui generis,
distinto a los demás por la apariencia que adquiría al estar enfermo.
Literariamente tenemos el caso de “La dama de las camelias”, obra escrita por
Alejandro Dumas, acerca de una mujer, Margarita Gautier, y su relación amorosa
con Armando Duval. Margarita padecía tuberculosis, enfermedad que la hacía aun
más atractiva y deseable a Duval. Es a esa “enfermiza distinción” a la que se
refiere Halls.
Igual sucedía con el cuidado de los dientes, que ¡los
herreros! eran quienes se ocupaban de “curarlos” y, de hecho, no había mucho
por hacer, más que limpiar o, de plano, sacar el diente, cuando dolía por una
profunda caries.
Tampoco existía la anestesia. Lo que se empleaba como “anestésico”
era el éter, que dormía a la gente, pero como todo era sin base firme, pues si
era poco, era posible que el enfermo, durante una amputación, por ejemplo,
despertara o, si era mucho, que, de plano, muriera por sobredosis.
No se practicaban, por lo mismo, operaciones, y sólo se realizaban
para salvar a una persona, como en el caso de una necesaria amputación, cuando
un brazo o una pierna se gangrenaban. De hecho, la mencionada “phossy jaw”, se producía porque se le
extirpaba al enfermo el maxilar inferior, con tal de que la destrucción del
hueso se interrumpiera y se salvara de morir, pero, como se menciona, quedaban
horriblemente deformados.
Y es que la “profesión médica” no era algo realmente formal
y cualquiera que tuviera medianos conocimientos de drogas o amputaciones podía
ejercerla. Por lo mismo, ningún avance real o nuevo descubrimiento médico
podían proponer personas improvisadas, que sólo se dedicaban a eso con tal de
ganar algo de dinero.
Ni había verdaderos medicamentos. Se empleaba, por ejemplo,
el láudano, que era extraído del opio. Era uno de los “remedios” más socorridos
de la época, claro, pues era una droga y quitaba el dolor, sólo por sus efectos
narcotizantes. Incluso, era empleado por poetas, pintores y otros, a quienes
“inspiraba” su uso. Sin embargo, los efectos secundarios eran peores, pues les
destruía neuronas y afectaba a todo su organismo. Por eso fue que a inicios del
siglo 20, se le prohibió, tanto al opio, como a muchas otras drogas.
En eso, sí, en la ciencia médica, ha habido avances
abismales, pues hoy está muy evolucionada. Pero, por desgracia, tanta
“civilización” ha creado nuevos males, como el VIH, que ni tanto avance ha
logrado combatir. Hoy nuestra “civilización” se enferma más y más debido a
tanto contaminante de todo tipo que nos envenena poco a poco, además de la
depredación medioambiental, la que también ocasiona una creciente insalubridad
mundial. En México, por ejemplo, cada año mueren 120 mil personas por causa de
algún tipo de cáncer (ver: http://www.almomento.mx/conmemoran-dia-mundial-contra-el-cancer/).
A nivel mundial, la Organización Mundial de la Salud señala
que cada año enferman de cáncer alrededor de 14 millones de personas, y se
espera que esa cifra aumente a 22 millones anuales en dos décadas. Las muertes
producidas por cáncer anualmente son de 8.2 millones (ver: http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs297/en/).
Así que, como señalé, de nada sirve tanto avance en la
medicina, si han aumentado los males de todo tipo, sobre todo los
crónico-degenerativos, que nos enferman y matan en mayor proporción que en el
pasado.
Halls analiza en la última sección del libro algo que vale
también la pena revisar. Se refiere a la protección y a la seguridad. Fue una
época en la que la creación y crecimiento de la llamada “clase media” (casi
inexistente en la actualidad), propició que una mayor proporción de gente
gozara de ciertas “comodidades”, debidas a los mencionados salarios un poco más
elevados para tal sector, los que inducían el consumo compulsivo.
Pero igualmente fue una época en que también la pobreza creció
(los have nots, así designados en la
jerga inglesa). Como más gente tenía lo que los desposeídos no, pero, a
diferencia de épocas anteriores, no contaba con protección (como la nobleza,
por ejemplo, que tenía sus guardias personales), los ladrones se hacían muy
fácilmente de sus cosas, ya fuera asaltando sus casas, aún cuando los
habitantes estuvieran dentro, o robándolos en las calles. Una forma muy
empleada entonces para robar en las calles era la sofocación con una cuerda. El
ladrón la apretaba alrededor del cuello de la víctima, hasta que quedaba
inconsciente por la falta de aire y así la robaba a su gusto. Una “ingenua”
respuesta a esa acción fue el anillo antiasfixia, que consistía en un aro de
acero, con puntiagudos picos, que se colocaba en el cuello y se simulaba mediante
una mascada o pañuelo. Así, el potencial ladrón se clavaba en las manos tan
filosos picos. Señala Halls que “uno se pregunta cuántas vidas salvó ese
providencial artefacto”.
Curiosamente aun no se implementaba la policía, como una
fuerza pública dedicada a “combatir” al crimen, dado que la gente desconfiaba
de un cuerpo así, pues muchas veces tales “policías” estaban en contubernio con
los delincuentes y hasta los protegían. Eso sucedía en ciudades como Nueva
Orleans, en donde la “policía” era tan corrupta y criminal, que mejor la gente
del lugar organizaba sus propios comités de defensa y de justicia y no tenían
empacho en sacar de la cárcel a convictos y fusilarlos en las calles (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2015/06/en-torno-los-obscuros-origenes-de.html).
Así que tanta pobreza, la formación y crecimiento de la
“clase media”, falta de policía o policías corruptos, propiciaron el
crecimiento de la criminalidad.
Podría decirse que la generalización del crimen en todas sus
formas parte de la “revolución industrial”, como estamos revisando, y es el que
impera en nuestros días, ya que para millones de personas es la única forma de
subsistir, desempeñando alguna actividad delincuencial. Ha crecido globalmente
la masa de personas en pobreza extrema, a pesar de que, se dice, el capitalismo
salvaje ha generado más “riqueza”, pero tal riqueza está concentrada en unos
cuantos.
Actualmente, sólo el 1% de la población mundial detenta casi
el 80% de la riqueza global, en tanto que el 99% debemos conformarnos con el
resto. De hecho, 2000 millones de personas deben de sobrevivir con un dólar o
menos al día.
Las altas tasas de desempleo, así como los precarios
salarios que perciben la mayoría de los ocupados, sobre todo en los países más
atrasados y dominados, como México, por ejemplo, elevan alarmantemente el
número de pobres (aquí, 80% de la población está en algún nivel de pobreza). Al
no haber alternativas reales de empleo, muchos, sobre todo jóvenes, los más
desempleados, se dedican a robar, a vender drogas, a secuestrar, a ser sicarios…
sin que les importe cuánto vivirán o si morirán violentamente. No, lo único que
les interesa es ganar mucho dinero, tener buen auto, buena ropa, buenos relojes
y joyas, un buen departamento... y así, aunque lo disfruten por poco tiempo. Todo
eso va aumentando los índices delictivos y acelerando la descomposición social,
en donde el único “valor” que predomina es la cantidad de dinero y de
posesiones que se tengan. Hoy día, vivimos en una muy violenta sociedad, cuyo
único fin es la acumulación material, fin que el capitalismo salvaje
retroalimenta a la perfección y no importa que nos destruyamos entre nosotros y
destruyamos al planeta con tal de conseguirlo. Y para ejercer la violencia,
pues nada mejor que las armas, ya sea en una guerra, para los delincuentes o
para la represión social por parte de las mafias en el poder, siempre habrá el
arma adecuada a tales necesidades. La venta de armas es otro muy lucrativo
negocio (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2011/12/ferias-de-armas-exhibicion-de-fuerza-de.html).
Algo imprescindible, desde entonces, eran los distractores, parte
también muy necesaria para el capitalismo salvaje, la distracción, que la gente
no se dé cuenta de cómo el sistema la maneja y se sirve de ella para sus
mezquinos y lucradores intereses.
La amarillista prensa, como desde esa época comenzó a
operar, aprovechaba al mencionado crimen, sobre todo asesinatos, para
incrementar sus ventas, distrayendo a la gente.
Señala Halls, al respecto, que una buena parte de los
distractores (ella no los llama así), consistió también en la generalización de
las actividades recreativas y deportivas. Con la invención de la locomotora,
fue posible para más y más clasemedieros viajar, por ejemplo, a lugares
lejanos, como a las playas. De hecho, como muy pocos sabían nadar, se convirtió
en epidémico el número de personas que se ahogaban al meterse al mar los fines
de semana o durante las vacaciones. Tan alarmante era esa situación, que se
crearon muchas organizaciones independientes, destinadas a enseñar cómo salvar
a gente ahogándose y, sobre todo, a nadar, dado el creciente gusto por
divertirse en el mar. También se crearon e impulsaron los juegos de mesa, con
tal de que la gente, sobre todo los hijos y las esposas se la pasaran “muy a
gusto en casa”.
Igualmente los deportes, tales como el criquet o el fútbol
tuvieron mucho auge. Y es que se impuso como símbolo de “masculinidad” entre
los hombres el practicar un deporte. Un hombre de prestigio que no practicara
críquet, fútbol o golf, por ejemplo, era considerado un debilucho y se le
marginaba de su entorno social.
Actualmente la industria del esparcimiento, del ocio, es vital para el capitalismo salvaje,
tanto porque, por sí misma, es muy lucrativa en todas sus formas, así como por
el modelo difusión-inducción que impone, que acondiciona y moldea a la sociedad
toda: el valor más importante es ser una
persona de éxito, o sea, ganar y
tener mucho dinero, para vivir muy
confortablemente, es decir, consumir compulsivamente cuanto objeto se le
publicite, y que, además, se divierta “sanamente”, sí, en algún parque temático,
relajándose en un yate, presenciando una taquillera cinta y así (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2015/04/la-acondicionante-y-muy-lucrativa.html).
Por tanto, como hemos revisado, se ha sobrevalorado a la revolución industrial, destacando
solamente la parte de los “grandiosos avances tecnológicos”, que aceleraron el
proceso de producción y acumulación del capitalismo salvaje. Pero se ha dejado
de lado el hecho de que, desde entonces, se crearon y perfeccionaron los
elementos de control, imposición y acondicionamiento social que dicho sistema
ha requerido, desde sus inicios, para seguirse reproduciendo, los que
actualmente, en su decadente, agonizante etapa, le son más necesarios que
nunca.