lunes, 15 de junio de 2015

Revolución industrial: imposición del “prestigio social”, del consumo compulsivo, de empleos peligrosos y la práctica de la precariedad médica



Revolución industrial: imposición del “prestigio social”, del consumo
compulsivo, de empleos peligrosos y la práctica de la precariedad médica
por Adán Salgado Andrade

La historia oficial presenta a la llamada “revolución industrial” como un periodo caracterizado por grandes logros y avances en las ciencias físicas y químicas, durante la cual se generaron invenciones que fueron hitos para el “progreso” humano. Así, invenciones tales como la máquina de vapor, el ferrocarril, derivado de aquélla, la energía electromagnética, la electricidad, la máquina de combustión interna, la electricidad doméstica e industrial, la lámpara incandescente, el telégrafo, el teléfono… y decenas más de objetos o principios derivados de los avances científicos, en efecto, produjeron cambios en todos los aspectos de la vida diaria, presentándose todos como “positivos”.
Sin embargo, basta leer algunas singulares obras, para caer en la cuenta de que no todo fue “progreso y avance civilizatorio”, sino que hubo varios aspectos en los que tales avances, más bien, fueron retrocesos o veladas formas que el capitalismo salvaje de entonces empleó para imponer el estilo de vida que se adecuaba a sus necesidades de reproducción y de acumulación, como veremos.
Al respecto, recién leí un libro titulado “Inventions that didn’t change the world” (Thames & Hudson, 2014), de la autora Judie Halls. Este libro es una curiosa compilación de diseños de objetos que fueron registrados en Inglaterra entre los años 1800 a 1900 y que sólo quedaron en eso, en simples diseños. Fue una época, explica la autora, en que mucha gente tenía ocurrencias sobre algo que pudiera ser útil en su labor, incluso, hasta simples amas de casa podían hacerlo. El procedimiento era relativamente sencillo, pues lo único que se requería era llevar a la Oficina de Diseños dos copias del dibujo del prototipo propuesto, explicar para qué servía y pagar diez libras esterlinas para que quedara “protegido” durante tres años.
Eso era preferible para muchos de tales “inventores”, pues el proceso para patentar lo que la Oficina de Patentes declaraba “diseños útiles”, es decir, prototipos físicos de máquinas o aparatos, era muy tardado y burocrático, tres años a veces, además de que el costo podía llegar a las 400 libras esterlinas, prohibitivo para la mayoría de los proponentes, a lo que se sumaba el costo del prototipo mismo. Además, en el proceso, por la falta de protección oficial, se daba mucho la piratería de los prototipos y a veces, cuando un “diseño útil” era finalmente patentado, resultaba que ya había un diseño similar “registrado” antes.
Por eso es que muchos preferían los diseños, no sólo por lo barato que resultaba registrarlos, sino porque el gobierno garantizaba cierta protección durante tres años.
Sin embargo, como dije, la mayoría sólo quedaron en el papel, puesto que al ir avanzando ciencia y tecnología, muy probablemente se incorporaban los diseños que originalmente se proponían por algunos de tales improvisados “inventores” o éstos, simplemente, se olvidaban de su chispazo de ingenio y hasta allí quedaba el asunto. Por lo mismo, se iban acumulando cientos y hasta miles de bocetos con diseños que quedaron archivados en legajos que fueron consumidos, muchos, por el tiempo, la humedad y la polilla.
Más allá de esos preliminares apuntes, al analizar la obra, es interesante hallar elementos que muestran que no todo fue maravilloso en el planeta, sobre todo durante el siglo 19.
Halls precisa, correctamente, que por ese entonces, Inglaterra era el país que aventajaba a casi todo el resto del mundo en avances tecnológicos, país que pronto sería alcanzado y superado por los Estados Unidos (EU), sobre todo a partir del último tercio de los 1800’s. Por ello es que puede entenderse que mucho de lo que sucedía en Inglaterra, era tomado como modelo a seguir, no sólo en la cuestión de los avances industriales, sino todo lo que tales avances conllevaban. Además, era la llamada época Victoriana, marcada por un atroz conservadurismo en cuanto a costumbres y formas de “comportamiento social”, con fuertes restricciones en situaciones tales como preferencia sexual (era criminal ser homosexual o lesbiana, por ejemplo), pero no así en cuanto a la permisividad que se dio al desarrollo industrial, al que, incluso, se colocó por encima de los derechos humanos y la protección del medio ambiente.
Acorde con esa mentalidad procapitalista, fue que entre los victorianos se impuso la idea de la industriosidad como algo que denotaba no sólo una especie de talento especial, sino que todos los que concebían avances tecnológicos eran parte de esa nueva “generación” de personas que los nuevos tiempos requerían, así, inteligentes, capaces y sobre todo, inventivos. Era, pues, hasta una especie de necesidad social ser industrioso. Y eso sólo se lograba con una férrea disciplina, acompañada de un individualismo que llevaba a sus practicantes a formarse de una forma autodidacta. Sí  el self-made, el auto-hecho, no era visto, de ninguna forma, como una actitud egoísta, sino que era una necesaria premisa dentro del capitalismo. Mucho del tal concepto del self-made es muy proclamado y defendido, décadas más tarde, por la escritora Ayn Rand, muy dada a escribir panfletos “literarios” que presentaban al capitalismo salvaje como al mejor sistema económico, jamás habido antes. Una de sus obras “cumbres” es la novela “Atlas Shrugged”, lectura obligada, hoy día, para muchos conservadores políticos republicanos y empresarios de EU (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2015/01/cero-tolerancia-o-de-represivas-leyes.html).
Señala Halls al respecto que “Los Victorianos tendían a imbuir cualquier aspecto de la vida con un sentido de moralidad, el cual incluía una poderosa creencia en el individualismo, auto-respeto y auto-confianza. Había un sentimiento de que la gente debía de hacerse su propio camino en el mundo. Cada número de la Revista de Mecánica, por ejemplo, desplegaba en su portada una cita destinada a mejorar la moralidad, diseñada para inspirar a sus lectores” (subrayado mío). Más adelante, con respecto a la importancia de ser inventivo, señala Halls que “El esfuerzo individual podía dar la capacidad a los inventores de subir desde los rangos sociales más bajos. En este ambiente – donde la tecnología era una fuente de admiración y fascinación – los inventores eran vistos como individuos heroicos y moralmente superiores, en tanto que los hombres comunes eran exhortados a trabajar duro con el fin de que se hicieran triunfadores” (subrayado mío).
Se entiende, entonces, por qué tanta gente llevaba sus bocetos a la Oficina de diseños, con tal de que su, muchas veces, remedo de invención, triunfara y ellos se hicieran ricos y famosos.      
El libro se divide en secciones, con el objeto de que sea más fácil comprender por qué se proponían determinados, extravagantes y, algunos, poco prácticos diseños. Una de tales secciones, titulada “Casa y jardín”, es quizá una de las que mejor muestran la importancia de que, justo en esa época victoriana, se impuso poseer determinado estatus, asociado tanto al tipo de actividad que se desarrollaba, así como al nivel económico con que se contaba. No se limitaba ya la categoría social solamente a los grupos en el poder, los privilegiados, como la familia real o la aristocracia, sino que era una especie de deber social reflejar, a partir del consumo pertinente a cada nivel, justo tal estatus. He aquí la eficaz fórmula que, desde entonces, se acentuó y se generalizó como norma en la sociedad, justamente lo que el capitalismo salvaje de ese tiempo requería para acumularse y reproducirse. Por tanto, consumo compulsivo y “prestigio social” van de la mano desde dicha época.
Señala Halls que “La gente estaba ansiosa de que sus hogares reflejaran su estatus social, lo cual significaba consumo compulsivo y mostrar ostentación, o sea, la adquisición de ‘objetos’. La riqueza comenzó a ser medida a partir de la posesión de bienes materiales, puesto que la máquina había abaratado las mercancías, haciéndolas más asequibles. Las siempre cambiantes modas y la demanda por lo novedoso, contribuyeron a incrementar la oferta de los innumerables objetos que se hacían expresamente para los hogares” (subrayado mío). En efecto, Halls se refiere con la máquina, precisamente a lo que la tan aclamada “revolución industrial” había logrado en cuanto al aumento de la producción, justo como condición primordial para que el consumo masivo, la base de sustentación capitalista, despegara. Y había que crear las condiciones sociales del tan proclamado “estatus y prestigio social”, para que dicho consumo masivo se implementara desde entonces.
En nuestros días es ya la norma que la categoría social sea representada no por lo que se sepa, sino por lo que se posea. Tener un auto de lujo, un penthouse, joyas, yates… materializan el “prestigio personal”. Claro que habrá niveles, pues no toda la gente, la mayoría, podrá poseer, ya no digamos yate o avión privado, sino un auto de lujo. Pero sí habrá productos para cada nivel social, en lo que se logra, pregona el capitalismo salvaje, llegar a la cima del éxito.
Al respecto, Halls refiere que era una época en que los jardines eran notoriamente importantes, símbolo de “prestigio social”. Ya fuera que se poseyera un jardín exterior o que la casa contara con un pasillo de entrada que se adornara con determinadas plantas, era muy importante y vital. Quien no poseyera plantas o jardines era una especie de descastado social.
Por eso es que se proponían muchos diseños de artilugios que sirvieran para tal efecto, ya fuera para cuidar de las plantas o para cultivarlas. Por ejemplo, para las épocas frías un diseño sugiere un calentador de agua, como especie de macetero. Uno más, muestra una especie de irrigador. Otro propone unas pinzas que servían para cortar frutos y podar árboles, y cosas por el estilo. Así que, de entrada, la gente debía de reflejar su nivel social mostrando a los invitados a sus hogares su “amor” por las plantas, ya fuera con maceteros a la entrada o con un jardín, que, dependiendo de la capacidad económica, podía llegar a ser incluso muy lujoso, con plantas de todo tipo, incluyendo las que se consideraran muy exóticas. Los jardines, por tanto, ya no sólo fueron privilegio de aristócratas y familias reales.
También refiere que la propia construcción de la casa era muy importante. Una elegante mansión era símbolo de prestigio, como lo ha seguido siendo desde entonces. Hoy día una residencia de lujo (tipo la “Casa Blanca” del mafioso EPN), es sinónimo de la riqueza de su propietario, de su éxito en la vida. A mayor lujo, mayor será tal éxito.
Era una época, por ejemplo, en que al dar una fiesta o una cena, se definía si la gente tenía buen o mal gusto, como en la vajilla, que había que poseer las piezas adecuadas a los victorianos prejuicios de todo tipo que así lo exigían. Apunta Halls que “Esta plétora de utensilios y accesorios para la mesa ayudaban siempre a hacer de una fiesta una oportunidad para mostrar buen y apropiado gusto, mucho más que un escudo de armas. Eran los eventos más populares de la clase media, con las consabidas consecuencias para la reputación del anfitrión”. Y, por supuesto, esto sigue siendo así, pues hay que imaginar cuan importante hoy día es para una familia “echar la casa por la ventana” al celebrar, por ejemplo, una boda, unos “quince años” o cualquier otra celebración. El salón en el que se haga tal fiesta, el vestuario, la cena que se sirva, que si se empleó un auto de lujo para transportar a los celebrados… todo es “prestigio” y cuenta para que la gente diga “¡Qué fiestón se dio, sí que le metieron dinero!” o “¡Qué fiesta tan rascuacha, mejor no hubieran hecho nada!”. A fin de cuentas, lo que en cualquiera de las situaciones sale beneficiado es el consumismo asociado a ellas y el que, de todos modos, toma lugar en las diarias actividades de los habitantes de este depredado planeta.
Así que en ese tiempo era muy importante, además de la apariencia externa de una casa, que a la entrada de ésta, se contara con una estancia que mostrara el buen gusto de sus habitantes, pues de ello dependía que hablaran muy bien o muy mal de ellos. Iba eso ligado, como señalé, con la obligada incorporación de invenciones, tales como la iluminación, la que evolucionó desde las simples velas, siguiendo con lámpara de aceite o la de gas, hasta llegar a la electricidad y la lámpara incandescente.
Es interesante señalar que también iban aparejados con tales invenciones particulares riesgos. Por ejemplo, las lámparas de gas deprimían el oxigeno de las habitaciones en donde se colocaban, más, si estaban cerradas, como en épocas de frío, lo que ocasionaba mareos y dolores de cabeza o hasta desmayos, además de que como eran poco estables, estallaban en cualquier momento, causando muchos incendios. Quizá por eso es que Halls ejemplifica con algunos diseños que se proponían para evitar conflagraciones, tales como cosas a prueba de fuego o artificios para escapar de éste, que hoy se antojan, lo menos, “curiosos”, por no decir absurdos y hasta peligrosos. De todos modos fue una época en que, no sólo en Inglaterra, sino en infinidad de países se registraban terribles y destructivos incendios, que podían durar hasta días, pues tampoco había cuerpos de bomberos, propiamente dichos, que los combatieran (fue casi a finales del siglo 19 cuando se comenzaron a implementar equipos de bomberos profesionales, pagados por los municipios).
Todo ese impuesto consumismo, consecuencia del inherente materialismo, se posibilitó en parte en que al mejorar un poco los salarios, algunos, por supuesto, los empleados comenzaron a tener un poco más de dinero para mejorar, como ya vimos, sus casas, que éstas reflejaran su estatus.
Pero, igualmente, fue impuesto que se vistiera el empleado de acuerdo con el lugar que ocupara en la empresa. Ya se comenzaba a categorizar a tal empleado y a diferenciar los empleos fabriles (blue collar jobs) de los empleos administrativos y gerenciales (white collar jobs). Fue otra “prestigiosa” imposición.
Por ejemplo, el empleado de oficina (clerk como comenzó a generalizarse el apelativo en el idioma inglés para referirse a éste) estaba por encima de un obrero, (worker), y aunque aquél ganara poco, pues debía de vestir de acuerdo con su categoría. Nada más absurdo, ya que muchos clerks recortaban en gastos necesarios con tal de vestir a su nivel. Halls refiere una anécdota sobre una mujer que recordaba su niñez, contando que a veces no comían, pues el padre, por ser un empleado de cierto rango en la empresa donde trabajaba, aunque ganara poco, debía de ir muy bien vestido, adquiriendo caras levitas, sombrero de copa, botas y cosas por el estilo. Se aprecia, por el ejemplo, que no en todos los casos los salarios eran “buenos” y, más bien, la mayoría eran de sobrevivencia, como es la actual tendencia. De hecho, hoy día, el mantenimiento de un salario de hambre es, en muchas ramas y niveles industriales, la condición para obtener una pírrica ganancia. Y eso se logra al establecer maquiladoras en zonas salariales bajas (países como México, por ejemplo) o que, por ley, se mantenga deprimido el salario. En todo esto es fundamental, por supuesto, el contubernio que existe entre las mafias empresariales y las mafias en el poder, ejerciendo sus poderes fácticos (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2014/08/la-estructura-mafiosa-de-los-poderes.html).
Regresando al siglo 19, fue una época en que debido al incremento de las cuestiones administrativas, los clerks comenzaron también a incrementar su número al ser más demandados. Actividades como la contabilidad o la planeación que trajo aparejadas el ímpetu que tuvieron los bancos, piezas fundamentales del capitalismo salvaje, junto con el resto de las empresas al crecer la producción, demandaban mucho a contadores, abogados, administradores, ingenieros y profesiones similares. Por ejemplo, señala Halls, los empleados de las tiendas de autoservicio, que comenzaron a surgir y a generalizarse en los 1860’s, debían de vestir impecables, observar rigurosas reglas de etiqueta y conducta y, sobre todo, hacer muy bien su labor, que era vender y vender, lo más posible, so pena de que si no lo hacían, podían ser despedidos. Eran tan estrictas las normas de “conducta” que debían de guardar esos empleados, que estaba prohibido, por ejemplo, ¡que se casaran!, pues el hacerlo, decían los dueños de las tiendas, bajaba la eficiencia, por lo que ameritaban ser despedidos, aunque tuvieran mucho tiempo laborando en el establecimiento. También, de acuerdo a los estándares victorianos, muy conservadores y prejuiciosos, debían de guardar absoluto recato. Menciona Halls el caso de un vendedor que fue despedido por tener como novia a una actriz, profesión que en esos años se consideraba denigrante, quizá porque se les relacionara con las coristas (como cambian la cosas, que ahora casi todo mundo quiere ver de cerca a tal o cual actor y pedirle, al menos, su autógrafo).
Y aunque eran tan rígidas las condiciones para laborar, muchos las aceptaban, pues era una manera de subir en la escalera social. Eran mucho más importantes los intereses de la compañía en donde se trabajara, que los intereses de los empleados. Ello denota cómo se fue estableciendo muy claramente el predominio de los intereses de los empresarios, quienes no dudaban en tratar como simples prescindibles insumos a sus empleados. Y si se atrevían a protestar, pues bastaba con despedirlos y contratar alguno de los cientos que demandaban un empleo.
Esa condición sigue siendo la norma actualmente. Los empleados de cualquier tipo deben de someterse sin protestar a los designios empresariales. Las “conquistas obreras” logradas entre los años 1940’s y 1970’s, han sufrido serios retrocesos, debido a las contrarreformas aplicadas a nivel mundial a partir de la imposición del capitalismo salvaje a ultranza (eufemísticamente llamado “neoliberalismo”) a mediados de los 1980’s, en que el objetivo primordial es la maximización de la ganancia, aun a costa de destruir los derechos laborales y que obreros y administrativos padezcan condiciones similares a las que existían durante la “revolución industrial”, como estamos revisando, cuando el empleado era lo de menos, sus condiciones laborales, su salud, su salario… nada de eso importaba, sólo que cumpliera fiel y eficientemente su labor. Así estamos actualmente y se han impuesto condiciones para abaratar y dejar en la indefensión a trabajadores de todo tipo, tales como los contratos por semana, el pago por hora, el outsourcing (la asignación de determinadas actividades de una empresa a compañías “especializadas”, con tal de ahorrar costos. Éstas, contratan a personas, pagándoles muy bajos salarios y sin prestación alguna), supresión de “contratos colectivos” y de sindicatos o imponiendo “sindicatos charros” (los que están amañados con las empresas para cumplirles sus imposiciones), supresión de las leyes que consagraron las conquistas obreras y represión policial y hasta militar, cuando así lo amerite (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2013/09/decadencia-neoliberal-automatas.html).
Incluso, los empleados de gobierno, como maestros o los de las pocas empresas estatales o paraestatales que aun queden, ya no tienen seguridad laboral y son despedidos en masa, al liquidar, por ejemplo, la empresa pública que los requería, como fue el caso aquí, en México, cuando se cerró ilegalmente, durante el calderonato, a la empresa Luz y Fuerza del Centro, que proveía de energía eléctrica al centro del país. La empresa fue suprimida y todos sus trabajadores fueron despedidos, sin excepción y sin reconocer, en absoluto, sus derechos laborales, aun cuando muchos llevaban varios años trabajando o estaban por jubilarse.
Así pues, durante la “revolución industrial”, se perfiló la relación que desde entonces, casi siempre, ha imperado entre las fuerzas productivas y el capitalismo salvaje. Y es que, a principios del siglo 19, la mayor parte de los empleos eran del campo, pero a mediados de tal siglo, 80% de la actividad laboral ya se concentraba en las ciudades, al menos en los países industrializados, como Inglaterra o Estados Unidos. Esto significa que la exigida urbanización, como condición para que el “moderno capitalismo” despegara, se había dado. No puede concebirse al capitalismo fuera de la órbita urbana, la que le proporciona toda la infraestructura requerida para la producción, tal como energía eléctrica, parques industriales, agua entubada, drenaje, vías de comunicación y transporte, tanto para el traslado de insumos y mercancías, así como de empleados (no puede concebirse una fábrica de autos en medio de una selva, pro ejemplo).
También en la mencionada época, comenzaron a darse actividades suplementarias, tales como las ya mencionadas tiendas de autoservicio, así como la imprescindible publicidad que las acompañaba, ya que la masificación de productos requería que fueran conocidos por los potenciales consumidores. Ha sido siempre la publicidad el brazo derecho del capitalismo salvaje, tanto para inducir al consumo, así como para acondicionar a la sociedad, implantar que sólo se es por los bienes materiales y riqueza que se posean. Es la ideología materialista imperante. 
Halls habla de ello y muestra algunos bocetos que se proponían para las actividades publicitarias. Cuestiones tales como aparatos para anunciar, tinteros más eficientes, organizadores, sillas para estar más cómodo, dibujadores de elipses… y muchos más, abundaban.
Con la urbanización, muchas cosas que antes se obtenían sin erogar un pago, comenzaron a mercantilizarse, como el agua que se empleaba en los hogares, la que comenzó a entubarse y a venderse. Esto significa que el “progreso” tiene su costo, no se ha dado sólo por el bienestar social, sino que, antes, debe demostrar que es lucrativo. De lo contrario, no se impulsa. Muchas invenciones no se generalizaron porque no hallaron su nicho, digamos. Y quedaron en el papel o, como se menciona en el libro, apolillándose en un legajo guardado en una húmeda, obscura oficina.
Por ejemplo, la electricidad sufrió un fuerte impulso porque su empleo se generalizó muy rápidamente en hogares e industrias, lo que acabó con los intentos de aplicar máquinas de vapor a cuestiones domésticas o a la producción. Incluso, cuando se inventó la máquina de combustión interna, fue el tiro de gracia para los automóviles de vapor que trataron de competir, infructuosamente, con los movidos por motores de gasolina. Éstos, a su vez, impulsaron a la refinación petrolera, la siderurgia, la industria del caucho y así, ya que el desarrollo de un nuevo producto impulsaba nuevas industrias y nuevos productos (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2014/05/decadencia-y-desindustrializacion-de.html).
Y una cosa lleva a la otra. Al disponer de agua entubada casi continuamente, se desarrollaron los servicios sanitarios, sobre todo con la invención del WC, debida a Alexander Cummings, en 1775. También se generalizó el empleo de la regadera, lo que posibilitó el baño diario, todo lo cual aumentó el agua residual. Pero como el drenaje en su forma actual no se dio a la par, la descarga de aguas negras se hacía por medio de canales abiertos y de allí iban directamente a los ríos. Eran tan fétidos canales y ríos que, por ejemplo, políticos de entonces que tenían su centro de trabajo cerca de un afluente, comenta Halls, de plano tenían que moverse, debido a tales pestilentes efluvios. No sólo eso, sino que por la gran insalubridad que tales descargas representaban (las heces de enfermos, por ejemplo, iban allí y contaminaban las fuentes de agua “limpia” con que se contara) eran frecuentes incontrolables epidemias que dejaban cientos de muertos, no muy diferentes de las que se daban durante medioevales tiempos. Y es que la “medicina” existente era precaria, muy poco evolucionada, como veremos más adelante.
Es necesario enfatizar que en ese frenesí industrializador, y su implicado consumismo, tampoco se respetaba al medio ambiente, que muy poco importaba, con tal de que el arrollador “progreso” siguiera su marcha. El Londres de entonces, además de tener ríos contaminados, se caracterizaba por presentar frecuentemente una densa capa de hollín y otros gases nocivos, productos de la irracional industrialización.
 Y esa destructiva tendencia del capitalismo salvaje continúa, incluso en mayor escala que en ese entonces. La depredación y contaminación ambiental han llegado a niveles que llevan al planeta a un irreversible y terminal daño en pocos años. El calentamiento global ya está ocasionando serios estragos. Aun así, varias inmorales empresas se benefician de aquél (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2014/03/el-muy-lucrativo-calentamiento-global.html).  
En la sección “His and Hers” del libro, Halls se refiere a la imposición de la “moda”, que también se convirtió en una exigencia social y que, igualmente, inducía al consumo compulsivo. “Estar a la moda”, desde entonces, es un estándar,  parte de la ideología materialista para “destacar”, contar con una gran “personalidad”, lo del mencionado “prestigio social”, que no sólo se reflejaba en el hogar, sino que también en la persona misma, con su ropaje, se debía de proyectar tal prestigio. No era sólo vestir elegante, sino estar a la moda. Y tal “moda” se imponía desde las cúspides, como desde entonces ha sido. Los más ricos y refinados dictaban cómo había que vestir, si usar o no barba, pelo largo o corto, vestido largo o corsé  (éste, era una deformante prenda femenina que ejercía una presión tan brutal, que, se ha calculado, equivalía a entre 11 y 44 kilogramos de aplastamiento sobre los intestinos de las mujeres de entonces, a las que, irremediablemente, deformaba tal absurda “moda” de acinturarse, además de los graves problemas de salud que ocasionaba, como oclusión intestinal o peritonitis).
Había, por tanto, que andar muy bien vestido y acorde con el lugar y la posición social, pues alguien que no lo hiciera así, se arriesgaba al ridículo. Señala Halls, por ejemplo, que dado que las camisas eran muy caras para los trabajadores de más bajos niveles, pues las telas hechas de algodón, lana o lino eran igualmente costosas, para que esos empleados pudieran cambiárselas a diario, algunas pequeños establecimientos confeccionaban frentes o puños de tales prendas en papel, cartón y otros materiales baratos que dieran la apariencia de ser parte de tales camisas y que la gente podía comprar por unos cuantos chelines, con tal de simular que tenían muchas. A esos extremos se llegaba.
Eso sigue siendo así actualmente. A los empleados, dependiendo de su posición, se les exige “buena” o “excelente presentación”, aunque sólo sea para recepcionista de un restaurante, por ejemplo, y perciba un salario de hambre. Si no le alcanza para adquirir “buena” ropa, pues a comprarla, no de papel, como en ese entonces, pero, sí, de segunda mano, como trajes, abrigos o vestidos usados y cosas así. Repito, esas imposiciones no sólo persisten, sino que se han reforzado hasta llegar a chocantes niveles, como el hecho de que se trate de vestir como el ícono de moda, sea un o una cantante, un actor o actriz, un miembro de la familia real… y simbolismos por el estilo. Eso se ha incrementado actualmente debido a la facilidad con que puede divulgarse tanta frivolidad consumista a través del Internet y de las así llamadas “redes sociales”.  
Ya me referí arriba a que en esa época, como ahora, la salud de los trabajadores era lo menos importante. El diseño de la producción se hacía de acuerdo con las etapas del proceso de fabricación, sin importar si era o no peligroso para la salud de los obreros. Halls menciona, precisamente, que la mayoría de los trabajos en las fábricas eran peligrosos, tanto por los frecuentes accidentes provocados por inseguras máquinas, así como por las sustancias tóxicas con que tenían contacto los obreros. Tales tóxicos provocaban, en el mejor de los casos, terribles deformaciones o hasta la muerte. Uno de esos tóxicos era el fósforo blanco, empleado en la elaboración de cerillos, que en aquel entonces, podían encenderse al rasparlos sobre cualquier superficie rugosa. Ese químico, al ser manipulado directamente por obreros, quienes desconocían sus perniciosos efectos, provocaba un mal en la quijada, el que en la jerga inglesa se conocía como “phossy jaw” (quijada deformada por fósforo), que producía horribles deformaciones, ya que asimilaba el calcio de los huesos cartilaginosos de la mandíbula, lo que la destruía (ver: http://en.wikipedia.org/wiki/Phossy_jaw). Era tan frecuente ese mal que hasta hubo importantes movimientos de obreros y obreras que lo sufrían, exigiendo que los dueños de las empresas cerilleras emplearan otra alternativa.
Eso fue lo que hizo el llamado Ejército de Salvación, el cual fundó una cerillera en donde comenzó a emplear el más caro, pero más seguro fósforo rojo. Mas fue iniciativa de esa organización filantrópica, no de los empresarios. Ya luego se hizo obligatorio suprimir el empleo del fósforo blanco.
Así pues, tóxicos y muchos otros peligrosos procesos, eran un constante riesgo a la salud y vida de los trabajadores. Carlos Marx menciona en su obra “El Capital” que muchas irresponsables empresas empleaban a niños, pues eran los únicos que cabían en los apretados espacios con que contaban ciertas máquinas, diseñadas para producir, no para ser manipuladas por personas.
En la actualidad, no han cambiado mucho las cosas, pues son frecuentes los accidentes laborales, muchos de los cuales provocan la muerte del trabajador. Nada más hay que pensar, por ejemplo, en los “accidentes” mineros, que terminan de tajo con la vida de decenas de pobres, necesitados trabajadores que laboraban en tales minas, en condiciones sumamente peligrosas, percibiendo miserables salarios. Esos “accidentes” no lo son, pues por falta de adecuadas instalaciones es que se producen acumulaciones de gases y las consecuentes explosiones o derrumbes por deterioradas estructuras de contención de pisos y paredes. Es un acto criminal por parte de los irresponsables dueños. O los percances que se dan en instalaciones petroleras, tales como plataformas marinas, refinerías o ductos. Las mutilaciones por fatiga extrema al realizar una repetitiva labor en procesos fordistas o tayloristas, también son frecuentes. Los “accidentes” en siderúrgicas, trabajando con metal fundido y ácidos, suceden con frecuencia.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que cada 15 segundos, un trabajador perece por un accidente o enfermedad relacionada con su labor y que cada 15 segundos, 153 obreros sufren un “accidente” provocado por la actividad fabril que realizan. Anualmente, la OIT calcula que mueren 2.3 millones de personas a consecuencia de accidentes o enfermedades ocasionadas por su actividad. Y es que, en efecto, aunque muchos procesos, sobre todo los más avanzados, sean aparentemente “seguros”, como apretar botones o jalar palancas, por ejemplo, son inherentemente desgastantes, pues el trabajador está todo el tiempo con la tensión de apretar los botones o jalar las palancas al ritmo exigido. Eso provoca estrés, el que se manifiesta, en hipertensión, males cardiacos, infartos, úlceras, gastritis… incluso hasta cánceres de todo tipo, pues también se ha demostrado que el mencionado estrés puede generarlo. El cálculo de la OIT es que anualmente alrededor de 160 millones de personas sufren males de ese tipo y que ocurren unos 313 millones de “accidentes no fatales” también cada año (ver:  http://www.ilo.org/global/topics/safety-and-health-at-work/lang--en/index.htm).
Así que no nos espantemos de lo que los trabajadores sufrían durante la “revolución industrial”, pues siguen igual o peor.
Ya me referí antes a que el estado en que se encontraba la medicina era deplorable, pues increíblemente no iba a la par de los avances logrados en otros campos, como lo ya mencionado o como los transportes, que cuestiones como la locomotora o los barcos de vapor agilizaron muchísimo, acortando las distancias, con lo que el traslado de mercancías y personas se aceleró. Poco a poco se fueron acabando las carretas jaladas por animales de tiro y con los problemas que ocasionaban, sobre todo con las enormes cantidades de estiércol que dejaban los caballos y mulas que las remolcaban por las calles. También la invención del auto de motor de gasolina fue un hito tecnológico. Un anuncio de la época indicaba que, a diferencia de tantos cuidados requeridos por los caballos, como alimentarlos y asearlos, el “automóvil casi no requiere mantenimiento”.
Con la medicina no sucedía así y era alarmante el atraso en que se hallaba. Lo peor era que al crearse las ciudades, por tanto hacinamiento de personas, eran frecuentes las epidemias. Londres, por ejemplo, atestado de gente, sufría frecuentes epidemias, como las de cólera, tifoidea, tifus, viruela y fiebre escarlatina, entre otras, las que se esparcían muy rápidamente, ocasionando cientos y hasta miles de muertos en pocos días o semanas. Y sólo eran controladas naturalmente, o sea, cuando el virus o bacteria que las provocaba culminaba con su ciclo epidémico, tal como sucedía siglos atrás, durante la Edad Media, que la población europea fue diezmada en varias ocasiones por pandemias, tales como la de la peste o la viruela. Por ello era más que natural que la gente temiera a las infecciones, a contagiarse de un mal, pues realmente era fácil adquirirlo. Menciona Halls, por ejemplo, que una de tales epidemias de cólera dejó 500 muertos en una sola calle en tan solo una semana.
Como menciono arriba, no sólo el hacinamiento, sino la insalubridad existente, como la falta de drenaje subterráneo, contribuían a la fácil propagación de enfermedades infecto-contagiosas.
Había algunos pioneros de la ciencia médica, que advertían ya que las epidemias se debían al mal manejo de los desechos humanos contagiosos, como el doctor James Snow, mencionado por Halls. Snow pudo determinar el origen de una epidemia de cólera, en un pozo de agua, dado que cerca de allí, una mujer, cuyo hijo había enfermado de esa enfermedad, había arrojado sus heces al drenaje abierto y los escurrimientos de éste fueron a dar al mencionado pozo y a contagiarlo. Pero sus observaciones eran poco atendidas.
La medicina estaba tan atrasada, que se seguían empleando “remedios” medioevales, como las sangrías provocadas con sanguijuelas, incluso, para aliviar el mismo cólera, pues se pensaba que al sangrar, se salía la enfermedad. Por lo mismo los “inventores” sugerían diseños de “sanguijuelas mecánicas” o escariadores, para abrir la piel y provocar el sangrado. Incluso alguien proponía una especie de calzoncillos para “mantener caliente el abdomen”, pues se consideraba que el frío provocaba la infección. ¡Vaya retrógrada ingenuidad!
Las sobadas con ungüentos “milagrosos” también se aplicaban, así como los baños fríos o calientes. Como señalé, no había congruencia entre lo que era la “ciencia médica” de entonces, si así se le podía llamar, con respecto a otros notables avances. Pareciera, en mi opinión, que la salud, en todos los niveles sociales, era lo de menos. Dice Halls que una persona aristócrata que enfermara, se preciaba de que, justo por su enfermedad, se presentaba como un personaje sui generis, distinto a los demás por la apariencia que adquiría al estar enfermo. Literariamente tenemos el caso de “La dama de las camelias”, obra escrita por Alejandro Dumas, acerca de una mujer, Margarita Gautier, y su relación amorosa con Armando Duval. Margarita padecía tuberculosis, enfermedad que la hacía aun más atractiva y deseable a Duval. Es a esa “enfermiza distinción” a la que se refiere Halls.     
Igual sucedía con el cuidado de los dientes, que ¡los herreros! eran quienes se ocupaban de “curarlos” y, de hecho, no había mucho por hacer, más que limpiar o, de plano, sacar el diente, cuando dolía por una profunda caries.
Tampoco existía la anestesia. Lo que se empleaba como “anestésico” era el éter, que dormía a la gente, pero como todo era sin base firme, pues si era poco, era posible que el enfermo, durante una amputación, por ejemplo, despertara o, si era mucho, que, de plano, muriera por sobredosis.
No se practicaban, por lo mismo, operaciones, y sólo se realizaban para salvar a una persona, como en el caso de una necesaria amputación, cuando un brazo o una pierna se gangrenaban. De hecho, la mencionada “phossy jaw”, se producía porque se le extirpaba al enfermo el maxilar inferior, con tal de que la destrucción del hueso se interrumpiera y se salvara de morir, pero, como se menciona, quedaban horriblemente deformados.
Y es que la “profesión médica” no era algo realmente formal y cualquiera que tuviera medianos conocimientos de drogas o amputaciones podía ejercerla. Por lo mismo, ningún avance real o nuevo descubrimiento médico podían proponer personas improvisadas, que sólo se dedicaban a eso con tal de ganar algo de dinero.
Ni había verdaderos medicamentos. Se empleaba, por ejemplo, el láudano, que era extraído del opio. Era uno de los “remedios” más socorridos de la época, claro, pues era una droga y quitaba el dolor, sólo por sus efectos narcotizantes. Incluso, era empleado por poetas, pintores y otros, a quienes “inspiraba” su uso. Sin embargo, los efectos secundarios eran peores, pues les destruía neuronas y afectaba a todo su organismo. Por eso fue que a inicios del siglo 20, se le prohibió, tanto al opio, como a muchas otras drogas.
En eso, sí, en la ciencia médica, ha habido avances abismales, pues hoy está muy evolucionada. Pero, por desgracia, tanta “civilización” ha creado nuevos males, como el VIH, que ni tanto avance ha logrado combatir. Hoy nuestra “civilización” se enferma más y más debido a tanto contaminante de todo tipo que nos envenena poco a poco, además de la depredación medioambiental, la que también ocasiona una creciente insalubridad mundial. En México, por ejemplo, cada año mueren 120 mil personas por causa de algún tipo de cáncer (ver:  http://www.almomento.mx/conmemoran-dia-mundial-contra-el-cancer/).
A nivel mundial, la Organización Mundial de la Salud señala que cada año enferman de cáncer alrededor de 14 millones de personas, y se espera que esa cifra aumente a 22 millones anuales en dos décadas. Las muertes producidas por cáncer anualmente son de 8.2 millones (ver: http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs297/en/).
Así que, como señalé, de nada sirve tanto avance en la medicina, si han aumentado los males de todo tipo, sobre todo los crónico-degenerativos, que nos enferman y matan en mayor proporción que en el pasado.  
Halls analiza en la última sección del libro algo que vale también la pena revisar. Se refiere a la protección y a la seguridad. Fue una época en la que la creación y crecimiento de la llamada “clase media” (casi inexistente en la actualidad), propició que una mayor proporción de gente gozara de ciertas “comodidades”, debidas a los mencionados salarios un poco más elevados para tal sector, los que inducían el consumo compulsivo.
Pero igualmente fue una época en que también la pobreza creció (los have nots, así designados en la jerga inglesa). Como más gente tenía lo que los desposeídos no, pero, a diferencia de épocas anteriores, no contaba con protección (como la nobleza, por ejemplo, que tenía sus guardias personales), los ladrones se hacían muy fácilmente de sus cosas, ya fuera asaltando sus casas, aún cuando los habitantes estuvieran dentro, o robándolos en las calles. Una forma muy empleada entonces para robar en las calles era la sofocación con una cuerda. El ladrón la apretaba alrededor del cuello de la víctima, hasta que quedaba inconsciente por la falta de aire y así la robaba a su gusto. Una “ingenua” respuesta a esa acción fue el anillo antiasfixia, que consistía en un aro de acero, con puntiagudos picos, que se colocaba en el cuello y se simulaba mediante una mascada o pañuelo. Así, el potencial ladrón se clavaba en las manos tan filosos picos. Señala Halls que “uno se pregunta cuántas vidas salvó ese providencial artefacto”.
Curiosamente aun no se implementaba la policía, como una fuerza pública dedicada a “combatir” al crimen, dado que la gente desconfiaba de un cuerpo así, pues muchas veces tales “policías” estaban en contubernio con los delincuentes y hasta los protegían. Eso sucedía en ciudades como Nueva Orleans, en donde la “policía” era tan corrupta y criminal, que mejor la gente del lugar organizaba sus propios comités de defensa y de justicia y no tenían empacho en sacar de la cárcel a convictos y fusilarlos en las calles (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2015/06/en-torno-los-obscuros-origenes-de.html).
Así que tanta pobreza, la formación y crecimiento de la “clase media”, falta de policía o policías corruptos, propiciaron el crecimiento de la criminalidad.
Podría decirse que la generalización del crimen en todas sus formas parte de la “revolución industrial”, como estamos revisando, y es el que impera en nuestros días, ya que para millones de personas es la única forma de subsistir, desempeñando alguna actividad delincuencial. Ha crecido globalmente la masa de personas en pobreza extrema, a pesar de que, se dice, el capitalismo salvaje ha generado más “riqueza”, pero tal riqueza está concentrada en unos cuantos.
Actualmente, sólo el 1% de la población mundial detenta casi el 80% de la riqueza global, en tanto que el 99% debemos conformarnos con el resto. De hecho, 2000 millones de personas deben de sobrevivir con un dólar o menos al día.
Las altas tasas de desempleo, así como los precarios salarios que perciben la mayoría de los ocupados, sobre todo en los países más atrasados y dominados, como México, por ejemplo, elevan alarmantemente el número de pobres (aquí, 80% de la población está en algún nivel de pobreza). Al no haber alternativas reales de empleo, muchos, sobre todo jóvenes, los más desempleados, se dedican a robar, a vender drogas, a secuestrar, a ser sicarios… sin que les importe cuánto vivirán o si morirán violentamente. No, lo único que les interesa es ganar mucho dinero, tener buen auto, buena ropa, buenos relojes y joyas, un buen departamento... y así, aunque lo disfruten por poco tiempo. Todo eso va aumentando los índices delictivos y acelerando la descomposición social, en donde el único “valor” que predomina es la cantidad de dinero y de posesiones que se tengan. Hoy día, vivimos en una muy violenta sociedad, cuyo único fin es la acumulación material, fin que el capitalismo salvaje retroalimenta a la perfección y no importa que nos destruyamos entre nosotros y destruyamos al planeta con tal de conseguirlo. Y para ejercer la violencia, pues nada mejor que las armas, ya sea en una guerra, para los delincuentes o para la represión social por parte de las mafias en el poder, siempre habrá el arma adecuada a tales necesidades. La venta de armas es otro muy lucrativo negocio (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2011/12/ferias-de-armas-exhibicion-de-fuerza-de.html).
Algo imprescindible, desde entonces, eran los distractores, parte también muy necesaria para el capitalismo salvaje, la distracción, que la gente no se dé cuenta de cómo el sistema la maneja y se sirve de ella para sus mezquinos y lucradores intereses.
La amarillista prensa, como desde esa época comenzó a operar, aprovechaba al mencionado crimen, sobre todo asesinatos, para incrementar sus ventas, distrayendo a la gente.
Señala Halls, al respecto, que una buena parte de los distractores (ella no los llama así), consistió también en la generalización de las actividades recreativas y deportivas. Con la invención de la locomotora, fue posible para más y más clasemedieros viajar, por ejemplo, a lugares lejanos, como a las playas. De hecho, como muy pocos sabían nadar, se convirtió en epidémico el número de personas que se ahogaban al meterse al mar los fines de semana o durante las vacaciones. Tan alarmante era esa situación, que se crearon muchas organizaciones independientes, destinadas a enseñar cómo salvar a gente ahogándose y, sobre todo, a nadar, dado el creciente gusto por divertirse en el mar. También se crearon e impulsaron los juegos de mesa, con tal de que la gente, sobre todo los hijos y las esposas se la pasaran “muy a gusto en casa”.
Igualmente los deportes, tales como el criquet o el fútbol tuvieron mucho auge. Y es que se impuso como símbolo de “masculinidad” entre los hombres el practicar un deporte. Un hombre de prestigio que no practicara críquet, fútbol o golf, por ejemplo, era considerado un debilucho y se le marginaba de su entorno social.
Actualmente la industria del esparcimiento, del ocio, es vital para el capitalismo salvaje, tanto porque, por sí misma, es muy lucrativa en todas sus formas, así como por el modelo difusión-inducción que impone, que acondiciona y moldea a la sociedad toda: el valor más importante es ser una persona de éxito, o sea, ganar y tener mucho dinero, para vivir muy confortablemente, es decir, consumir compulsivamente cuanto objeto se le publicite, y que, además, se divierta “sanamente”, sí, en algún parque temático, relajándose en un yate, presenciando una taquillera cinta y así (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.mx/2015/04/la-acondicionante-y-muy-lucrativa.html).
Por tanto, como hemos revisado, se ha sobrevalorado a la revolución industrial, destacando solamente la parte de los “grandiosos avances tecnológicos”, que aceleraron el proceso de producción y acumulación del capitalismo salvaje. Pero se ha dejado de lado el hecho de que, desde entonces, se crearon y perfeccionaron los elementos de control, imposición y acondicionamiento social que dicho sistema ha requerido, desde sus inicios, para seguirse reproduciendo, los que actualmente, en su decadente, agonizante etapa, le son más necesarios que nunca.

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