domingo, 23 de septiembre de 2018

Conversando con una septuagenaria trabajadora doméstica


Conversando con una septuagenaria trabajadora doméstica
por Adán Salgado Andrade

Doña Inocencia tiene 77 años. Es baja de estatura, pero seguramente los años la han empequeñecido más, sobre todo porque camina inclinada y eso le ha deformado la espalda, como a toda la gente que acostumbra andar así. El encuentro con ella es en una fiesta familiar. La hija de la señora con quien ella trabaja, festeja su cumpleaños.
Platicamos un rato y me dice que ella empezó como trabajadora doméstica a los cinco años. “Sí, es que, mire, antes, los papás de uno, tenían muchos hijos, y mis papás tuvieron catorce hijos, pero, así, como las gallinas, nada más los dejaban ir, porque no tenían para mantenernos. Entonces, pues yo me vine con una hermana más grande, que ya trabajaba aquí, en la colonia del Valle. Sí, tenía cinco años y a’i andaba, lavando trastes subida en una silla, porque no alcanzaba el fregadero, pero así los lavaba”, dice doña Inocencia, entre risillas.
Su historia me recuerda muchas otras, de personas de provincia que se venían “pa’ la capital”, mujeres, sobre todo, a colonias clasemedieras, como la Roma, la del Valle o la Condesa, a trabajar de trabajadoras domésticas – por fortuna, ya está muy erradicada la muy despectiva palabra sirvienta, que denotaba hasta una condición de esclavitud, que, por desgracia, en muchas ocasiones, sí lo era –, pues era la única manera de seguir adelante, no sólo para ellas, sino hasta para su familia.
Le pregunto que de dónde es. “Mire, yo soy de Toluca, de más allá, de un pueblo que se llama San Felipe del Progreso… bueno, soy de San Juan Jalpa, pero pertenece al municipio de San Felipe. En ese entonces, no había luz, ni agua, ni nada. Para bañarnos, era cada ocho días, sí, íbamos caminando como media hora hasta unos manantiales… el agua era cristalina, muy limpia, y allí nos estábamos bañando… y ya nos regresábamos, todas limpias, pero nos empolvábamos por el regreso”, dice, también entre risillas. “Sólo así se podía uno bañar, porque, como le digo, no había agua, ni luz… de noche todo se ponía bien obscuro, sí, no se podía ni caminar, de tan obscuro que estaba”, agrega. Hago un cálculo mental, y eso que me cuenta debe de haber sido por allí de los 1940’s, cuando gran parte del país se componía de zonas rurales que carecían de todos esos servicios, en donde la gente, a duras penas sobrevivía. Y por eso tenían que emigrar al Distrito Federal o a los Estados Unidos.
Dice que en esos tiempos, ni carretera había. “Para venir, caminábamos hasta la estación del tren, más de dos horas, y ya lo tomábamos. Dicen que venía de Pátzcuaro y nos subíamos y era bien bonito viajar en tren, pero era rete tardado, sí, ya le digo, y llegábamos a Buena Vista. Ya, después, cuando hubo autobús, llegábamos a Canal del Norte, y de allí, nos íbamos a donde estuviéramos trabajando”. Sí, en esos tiempos aún no se habían agrupado las centrales camioneras, porque no era necesario, pues la ciudad era más vivible, razono.
Así que, desde los cinco años, doña Inocencia se la ha pasado trabajando, limpiando casas, cocinando, zurciendo ropa (dice que llevó un curso de corte y confección), haciendo compañía a sus moradores, viendo como esta ciudad ha crecido y crecido.
Le pregunto cuál es el recuerdo más feliz que tiene de todo lo que ha vivido. Se toma un momento para pensarlo y me dice “Pues… yo creo que es que en todos lados en donde he estado, me han ayudado mucho, sí, siempre me trataron muy bien y, gracias a toda esa ayuda, fue que mis hijos y yo salimos adelante. Yo le he pedido mucho a Dios, siempre, que me ayude y fíjese que sí. Es como con la señora Marina, con la que trabajo ahorita, gracias a ella fue que mi hija estudió para enfermería y es enfermera, trabaja en el Hospital Infantil. Mi hijo, no estudió, nunca fue bueno para el estudio, pero él trabaja con un arquitecto y no le va mal”, responde, con una expresión de serenidad en su apacible rostro.
Le pregunto sobre su esposo y me dice que él falleció hace 18 años. “Se llamaba Lucio, él trabajaba para Teléfonos de México, metiendo los cables para las líneas. Nos conocimos cuando yo tenía 32 años. Me llevaba 14 años y luego me decía que cuando me veía pasar, decía ‘Esta chaparrita, no se me escapa’, y yo le decía ‘Ay, con este señor tan feo, ni a la esquina’, pero, pues allí estuvo, terco. Yo trabajaba con un matrimonio y luego, como tenían una casa en el Popo, me iba con ellos. ¡Y hasta allá me seguía! Y yo le decía que iba a entrar a misa, ¡pues entraba a misa conmigo! Entonces, le dije ‘¿Usted me va llevar al altar?’, y que me dice que sí, que se casaría conmigo… y pues nos casamos. Que vienen mis papás y de él, nada más su mamá vivía, y nos casamos”, dice doña Inocencia, su rostro iluminado, quizá por los revividos recuerdos.
Tuvieron dos hijos, una hija, la mayor y un hijo. Y dice que, afortunadamente, los dos están bien.
Y estuvieron juntos hasta que la muerte los separó. “Mi esposo se murió por un cáncer de próstata, que ya se le había regado. Lo llevé al hospital, él tenía IMSS, pero ya, cuando lo interné, me dijeron que no había nada qué hacer. Me lo entregaron un viernes y el sábado se murió. Fíjese que cuando estaba en la cama, se quedaba viendo a la pared y me decía que allí había unas personas, y yo le decía que no había nadie, que se calmara. Y ya, que le pongo la mano en la frente y cerró los ojos y… se murió. Así fue”, dice, suspirando.
Al parecer, ella fue su única esposa, a pesar de que él ya tenía 46 años cuando se casó con ella. Raro, pues en esos tiempos, la mayoría de los hombres, a esa edad, ya habían tenido, al menos una relación anterior y, claro, hijos.
Le pregunto si tiene nietos y me dice que dos, uno de cada hijo. Le pregunto si no quisieron tener más y me dice que no pudieron. “Mi hija, es muy obesa y por eso sólo pudo tener uno. Y mi nuera, cuando la revisaron a los ocho meses, le vieron que el bebé venía con miomas de la matriz, así que tenían que sacarlo antes, porque lo estaban apretando. Pero nació bien sanito, sí, no le pasó nada. Es que, fíjese, que yo le recé mucho a la Virgen de la Encarnación y, gracias a Dios, mis dos nietos salieron bien. El de mi hija, tiene once años, y el de mi hijo, quince, pero están muy bien”, responde.
Le pregunto sobre sus hermanos y me dice que ya sólo quedan nueve de los catorce que fueron. “Mi hermana más grande, bueno, no es la mayor, es la que queda, porque, la mayor, ahorita tendría como noventa años, vive en el pueblo y tiene 83 años. Ella tuvo catorce hijos, como mi mamá, y todavía, cuando voy a verla, para dejarle unos centavos, echa tortillas en el comal, no le gustan las tortillas de tortillería, por eso lo hace y le da mucho gusto verme”. De sus otros hermanos, dice que viven en distintas partes de la ciudad. Ella vive en Coacalco, en una casa de interés social que compró su esposo. Su hija vive cerca de donde doña Inocencia tiene su casa, así que la frecuenta mucho. Y su hijo vive en Nicolás Romero, muy lejos de Coacalco. Cuando va a verlo, dice que se hace como tres horas. A pesar de su edad, doña Inocencia se traslada en Metro, peseros, camiones, además de que camina mucho. “Sí, camino mucho, pero es porque mis rodillas todavía me sirven, gracias a Dios. Es que, como mi casa está de bajada, pues se me fueron desgastando, por el esfuerzo de bajar. Y hace doce años, ya ni podía caminar, pero fui con un médico militar, que me inyectó un lubricante y, gracias a Dios, me funcionó, porque, si no, ya estuviera en silla de ruedas”, exclama. Y agrega que, de repente, va a ver al doctor, para que le inyecte ese “milagroso lubricante”. Qué bueno que no haya sido un charlatán ese médico militar, como muchos otros que sólo estafan a la gente, con tratamientos costosos, que, al final, ni sirven.
Como señalé antes, la mujer con quien doña Inocencia, digamos, “trabaja” actualmente, la señora Marina, no es precisamente un trabajo, sino hace más como de dama de compañía para que doña Marina no esté sola. “Yo llego con ella los viernes y me estoy allí hasta el domingo. Y el lunes, me voy para mi casa. Ya llevo con ella ¡cuarenta años!, sí, vi chiquitos a sus hijos. Y, también, cuando su hijo el menor, ya grande, que estaba casado con su primera esposa y se divorció, se fue a vivir con su mamá, yo le cuidé a su hijo, el  nieto de doña Marina… ¡así que yo los he visto crecer!”.
Doña Marina misma es un dechado de energía, pues a sus 85 años, la señora, que fue enfermera de profesión, sigue estando muy activa. Viaja constantemente a Estados Unidos y a España (en este país, trabajó mucho tiempo su hijo) y a muchas partes del país. Acaba de estudiar un doctorado y acude a la Universidad de la Tercera Edad a tomar varios cursos.
Quizá esa energía es la que ha contagiado a doña Inocencia, quien fue al examen profesional del Doctorado de doña Marina. “Mire, yo, aunque leo muy poco y escribo muy poco… vaya, no tengo mucha educación, me gustó como doña Marina se expresó tan bien y cuando acabó, no dejaban de aplaudirle… sí, muy bonito su examen”.
Dice que, más que trabajadora doméstica, ahora ya es más dama de compañía. “Sí, nos hacemos compañía. Le hago el quehacer cada quince días, es muy chica la casa, le dicen que parece casa de muñecas. Y nos vamos a comer a un restaurante que queda cerca o, si no, yo le hago de comer, que un caldo, que pescado, que una ensalada… cosas sanas, porque ya no podemos comer cualquier cosa a nuestra edad”, concluye.
Sí, cuando vemos a personas como doña Inocencia, que a sus 77 años todavía cruza la ciudad para seguir trabajando, es un gran ejemplo que motiva a seguir desafiando a todo lo que venga. Y a esperar que, a su edad, también estemos aún de buen ver.