Dos muy hollywoodescos crímenes de la vida real
Por Adán Salgado Andrade
Vivimos una época en que tanto bombardeo mediático, hecho por parte de distintas, masivas formas de difusión, cada vez en mayor número y de tendencia creciente, va influyendo los comportamientos sociales. Así, se ha vuelto muy común, por ejemplo, el repetir un gastado chiste televisivo, comentar hasta el cansancio sobre tal encuentro deportivo, copiar lo más posible el look del o la artista de moda, ser fan de una estrella al seguirlo en su Facebook o Twitter, estar al pendiente del nuevo estreno de la cinta de tal o cual saga (por ejemplo, de Crepúsculo o Harry Potter), tratar de ser como un superhéroe (entre los niños y adolescentes este es un muy común comportamiento), y cuestiones por el estilo.
Esto no es nuevo, por supuesto, ya que nace cuando la mediatización se hace cada vez más intensa y extensa. Muy probablemente la masificación de ciertos patrones de conducta y comportamiento sociales comienzan con la invención de la Radio, seguida de la Televisión, justo con la cual, la manipulación y enajenación que hoy vivimos tomaron su actual forma. Ninguna invención previa ha influido tanto como la televisión para, digamos, estandarizar tanto a una buena proporción de la población, así como a sus respectivos comportamientos sociales. Y en buena medida, aún lo sigue haciendo, a pesar de los nuevos medios de difusión, como las así llamadas redes sociales, las que ya también están contribuyendo con su dosis de normalización y estandarización de los millones de personas que se sirven de ellas para “comunicarse” entre sí, cosa que la mayoría de las veces, más bien, lleva a un aislacionismo de dichos redesocialeros, muchos de los cuales van perdiendo su capacidad para relacionarse con alguien de verdad, cara a cara (ver en este mismo blog mi artículo: “Las banales, adictivas y riesgosas redes sociales”).
Y por supuesto que para que medios como la televisión o el cine sean lo más efectivos que se pueda, los contenidos son igualmente importantes. Así, la cinematografía estadounidense, con el paso del tiempo, ha ido imponiendo estándares que tienden a copiarse por la industria cinematográfica mundial, además de los efectos sociales que dichos estándares han ocasionado, como señalé antes. Claro que también tienen que ver en esos anómalos comportamientos, los efectos especiales cinematográficos que Hollywood ha ido mejorando tanto con el tiempo, que han ido convirtiendo lo irreal en una asombrosa realidad que, sobre todo las mentes infantiles, las más influenciables, desearían a toda costa poseer. Porque ¿cuántos niños desearían tener los poderes mágicos de Harry Potter o las habilidades del temible pirata Jack Sparrow o los arácnidos poderes de Spider Man? (ver en este mismo blog mi artículo “El efectismo cinematográfico, la manera de llenar las butacas”, en donde analizo cómo las cintas Hollywood, han hecho hincapié en tontas historias, las que se enriquecen, digamos, gracias a los efectos cinematográficos, cada vez más desarrollados).
Pero no sólo niños, sino que los modelos sociales elaborados por Hollywood, incluso, han servido de inspiración hasta a grupos criminales. Por ejemplo, la cinta “El padrino” fue inspiradora fuente para Paul Gotti, uno de los últimos gánsteres contemporáneos. Sus biógrafos afirman que Gotti empleaba aquella película para “enseñar y entrenar” a sus mafiosos con tal que supieran cómo debía de ser un “buen, refinado gánster”. Aunque el desenlace de su vida no fue tan glamuroso, pues Gotti murió en una prisión de Illinois, en el 2002, por complicaciones de cáncer de garganta.
Y así, muchas cintas de acción, sobre todo de peligrosos criminales, han sido fuente de inspiración para que se den los llamados copy cats, delincuentes que tratan de seguir las técnicas empleadas de tal o cual famoso robo cinematográfico, por muy absurdo que en la realidad parezca (y que, al final, ha sido la causa de que el plan llevado a cabo haya finalmente fallado, pues la realidad no es como se plantea en el mundo Hollywood). Y me parece que justo es en EU, la meca hollywoodense, en donde un buen número de ciudadanos pretende encarnarse como algún personaje cinematográfico.
Una vez comentado lo anterior, voy a exponer dos ejemplos de crímenes de la vida real que, ustedes verán, parecen extraídos más de una cinta de acción, que de casos verdaderos. El primero de ellos, tiene que ver con un hombre que, de repente, se convirtió en agente especial, en busca de defraudadores financieros.
Hay que señalar, también, que EU es uno de los países en que la especulación financiera es una suerte de deporte nacional, pues todo mundo quisiera hacerse rico de la noche a la mañana invirtiendo sus ahorros y pequeñas fortunas en esquemas financieros que les permitan tener altas utilidades, mucho más en estos tiempos de hecatombe económica (Ver en este mismo blog mi artículo “Oportunista capitalismo salvaje o de cómo enriquecerse con guerras, desastres y enfermedades”). Por eso mismo, pueden caer en esquemas en los que sus creadores lo único que buscan es su provecho personal, no el de los incautos que ingenuamente les entregan su dinero con la esperanza de verlo multiplicado en pocas semanas. Y, en el primer ejemplo, la estafa fue la razón que detonó un hollywoodesco y, a la vez, curioso crimen.
David Sanders, por azares del destino, de repente se vio envuelto en una situación así. Sanders era vicepresidente de una compañía que se dedica a vender fibra óptica y cable de cobre. Hace unos años enviudó. Cathy, su esposa, murió víctima de cáncer cervical lo cual lo dejó bastante afectado, además de que quedó al cuidado de sus tres hijos, una niña de once años, un pequeño de siete y un bebé de casi dos años. A Sanders no le iba mal en su empleo, ganando unos cuarenta mil dólares al mes. En su juventud, tomó un curso sobre seguridad en el Instituto de Seguridad Avanzada, ubicado en Sacramento, California. Allí le enseñaron a usar armas, bastones, así como gas lacrimógeno. Al terminar el curso, fue distinguido como “Agente de Protección Ejecutiva”. Le fue otorgada una placa que contenía ese pomposo título, del cual, Sanders estaba bastante orgulloso. Incluso, por un tiempo, se dedicó a trabajar como guardaespaldas, mientras, por otro lado, se iniciaba en la industria del cableado. Luego, se casó, se hizo vicepresidente y la vida, digamos, que le era bella, ganando bien, teniendo su buena casa, su abnegada esposa, estrenando auto cada año… en fin, viviendo al clásico American way of life.
Pero las cosas cambiaron cuando falleció su mujer, pues se sintió triste, vulnerable, pensando que después de todo, la vida no era ya tan bella.
Sin embargo, su triste existir pareció recobrar la luz perdida cuando Will Sassman, el corredor financiero que le había manejado bastante bien, con buenos rendimientos, el dinero del seguro que cobró por la muerte de Cathy, le habló un día de diciembre del 2008 para pedirle su ayuda, dado que como sabía que Sanders se había dedicado alguna vez a prestar seguridad como guardaespaldas, pensaba que podría auxiliarlo en un grave problema que implicaba nada menos que un fraude financiero (lo que dije antes, estos crímenes fiscales se han vuelto muy comunes en ese materialista país). Sassman tenía en su oficina a varias personas que habían sido defraudadas no por él, sino por otro hombre al que Sassman le había confiado la totalidad de los fondos y ahorros de dichas personas. El hombre en cuestión se llamaba Anthony Vassallo, un joven de 26 años que había alardeado de ser todo un experto financiero y que si Sassman le entregaba todo el dinero de sus clientes, le podría garantizar rendimientos del triple o cuádruple en pocas semanas. Y, claro, la ambición se apoderó de Sassman y sus representados y… pues le entraron, con un capital total de 40 millones de dólares.
Pero, como suele suceder con esos absurdos esquemas de superenriquecimiento repentino y rápido, todo fue un engaño… o, más bien, a Vassallo las cosas no le salieron como había prometido y había huido con todo… o lo que había quedado. Como ya también comenté arriba, el que Sassman haya acudido a Sanders para ayudarlo a sus representados y a él, se asemejaría a un plot cinematográfico, pues, en todo, caso, Sassman debió de acudir a la policía o al IRS (la dependencia estadounidense recaudadora de los impuestos), la cual incluso cuenta con agentes especiales para esos casos de fraude. Al mismo Sanders le pareció rara la petición. Sí, porque es el clásico planteamiento de buscar a un justiciero que se encargue de los malos de la cinta, en este caso, Vassallo. Y como Sanders se había dedicado a eso, a proporcionar seguridad, pues parecía el personaje idóneo para la tarea.
Y así fue. Sanders, muy probablemente influenciado por héroes cinematográficos como Punisher o Mad Max, de repente sintió que sí, que él era una especie de elegido para atrapar al miserable ladrón y devolver a los defraudados inversionistas hasta el último dólar que hubieran perdido. Además, tenía en su favor su imponente físico, al menos por su estatura, 1.88 metros, y el ser fornido, pesando 110 kg, lo que podía intimidar a cualquiera (pero, en el fondo, Sanders era un “bombón”, como se expresan de él sus amigos y conocidos, que, incluso, era muy agradable en su trato. Eso también le ayudó, a la hora de recibir la sentencia del estupefacto juez que se encargó de su caso).
Y lo que sigue, en verdad, es como de película, ya que Sanders se armó de un equipo de hombres y de mujeres, con los que montó escenas que incluso eran hasta ensayadas con guiones escritos, con tal de darles más realismo.
Él y sus compañeros se hacían pasar por agentes especiales del gobierno, encargados de recolectar el dinero que defraudadores hubieran esquilmado. Para que se den una idea de los extremos (¡cinematográficos!) a los que llegó, Sanders les compró a todos uniformes negros, muy parecidos a los usados por los equipos policiacos antimotines conocidos como SWAT, chalecos antibalas, botas, lentes obscuros y, por supuesto, armas, las que, incluso, tenían permiso para portarse. Por si fuera poco, el remedo de agente especial, alquiló un par de camionetas negras, blindadas, Cadillac Escalade, así, como las que manejan los agentes especiales cinematográficos (en cualquier cinta que muestre agentes gubernamentales especiales verán que ese tipo de vehículos, los denominados SUV’s, son los de rigor).
Sí, realmente Sanders se apoderó de su papel como el recuperador de las fortunas perdidas.
Tuvieron su equipo y él suerte de principiantes, pues Vassallo – a quien uno de los defraudados inversionistas de Sassman había logrado capturar – les contó de un tipo que recién había invertido $1.2 millones de dólares en su fracasado esquema para que aquél, Vassallo, los especulara y que dado que nadie debía de merecer “trato especial”, pues era justo tomar su dinero para recuperar algo y regresárselo a los defraudados inversionistas. Así fue. Urata era el tipo al que se refería Vassallo, un hombre alto, calvo, intimidatorio, pero que al enfrentar al corpulento Sanders, mejor decidió negociar, y aunque no cedió todo su dinero, acordó entregarles 600 mil dólares.
Sanders se sintió todo un héroe y así siguió, seguramente creyéndose un Punisher. Luego, Vassallo les contó a los agentes especiales de otro corredor con el que había también invertido 850 mil dólares, un tal Buckhannon, el cual igualmente resultó intimidado por esos hombres “armados hasta los dientes”, que, en efecto, con sus uniformes, realmente parecían un equipo especial del gobierno. No sólo les entregó el dinero en el acto, sino que hasta les pidió que trabajaran para él, también para recuperar fallidas inversiones con otros estafadores, como Vassallo (el mismo Buckhannon, luego se supo, había cometido igualmente fraudes finacieros).
Y así siguieron los “casos especiales” en los que Sanders-Punisher siguió luchando por los derechos de defraudados inversionistas los que, incluso, le escribían conmovedoras cartas diciéndole que “mi vida se me fue con el dinero que me estafaron. Por favor, señor Sanders, devuélvame esa vida, atrape a los ladrones y que me regresen los ahorros de toda mi vida”. La explicación que dio Sanders al juez y en las entrevistas que concedió a la prensa, fue que de alguna manera él se apoderaba del dolor de las víctimas (lo comparaba con su propio dolor, de cuando murió su esposa) y por eso no dudaba en personificarse como un duro agente especial, con tal de recuperar el dinero.
Sin embargo, en cierto momento, nuestro Punisher, se convirtió más bien en el despistado Super Agente 86, ya que comenzó a cometer una serie de errores, como en la que fuera su, digamos, última misión, en la cual, los inculpados, otro par de fraudulentos corredores de bolsa, no se la creyeron y de inmediato llamaron a sus abogados y al FBI. Por ejemplo, Sanders, en esa ocasión, hasta a una supermodelo reclutó, la que debía de hacer el papel de amante del tipo que supuestamente era dueño del dinero defraudado, pero en la parte en que, simplemente ella debía de exclamar “¡Ni saben con el dinero de quién se están metiendo!”, se le olvidó entrar, pues estaba muy entretenida mandando un mensaje de texto desde su celular. Tampoco los otros temibles agentes reaccionaron adecuadamente, una vez que la supermodelo “olvidó” su sencillo diálogo. Por esa razón, como dije, los intimidados no se tragaron la torpe escena.
Así, cuando a Sanders, reales agentes del FBI le pidieron que se presentara ante ellos para cuestionarlo sobre sus ilegales acciones, aquél se sorprendió de que, en lugar de entablar un diálogo con él, como así pensaba, de inmediato lo amagaron, lo esposaron, le leyeron sus “derechos” y lo llevaron a la cárcel, en donde los cargos fueron los de suplantación de funciones oficiales, al hacerse pasar por agente especial, y extorsión. “¡Estoy aquí para ayudarles!”, gritó, mientras lo amagaban (vean que la pistolización en EU es tan normal, que por eso, por cargar armas, no tuvo Sanders cargos). Hasta unos bocadillos llevaba, pues ingenuamente Sanders creía que iba a ser una plática, así, de camaradas.
Sin embargo, como ya antes señalé, el juez que revisó su caso, Jim Morales, realmente no sabía si Sanders era un héroe o un simple delincuente, pues en realidad no había extorsionado a nadie, sino sólo había tratado de recuperar el dinero perdido de defraudados inversionistas. Además, Sanders había costeado con su propio dinero todas las operaciones. Por tanto, así, como de final feliz cinematográfico, Sanders sólo fue sentenciado a pagar una multa de insignificantes cien dólares y dos años de libertad condicional, de los cuales tendría que pasar 180 días de arresto domiciliario. Seguramente el juez determinó que Sanders era un simple hombre, que de repente se quiso sentir héroe, así, como los íconos manejados por Hollywood.
Si el caso referido concluyó bien, ahora les expondré otro que resulta mucho más extraño y, ese sí, no tuvo un final digamos que feliz.
Este comienza con un hombre, Brian Wells, de 46 años, que un 28 de agosto del 2003 entró a una oficina del banco PNC, en Erie, Pensilvania, con una bomba asegurada a su cuello, mediante una especie como de esposas grandes, advirtiendo que si no le daban $250,000 dólares, el artefacto explotaría. Aunque sucedió hace casi nueve años, el problema es que ese caso ha sido tan intrincado que apenas hace poco, en el 2010, supuestamente se “resolvió”, aunque no del todo, pues en realidad, la versión que narro a continuación es puesta en duda por Jim Fisher, criminólogo retirado del FBI, como más adelante señalo.
Wells fue directo a uno de los empleados del banco, un cajero, y le expuso la demanda y la amenaza de que la bomba estallaría si no le entregaban el dinero exigido, así que era mejor que se diera prisa. Sin embargo, el empleado le dijo que no tenían esa cantidad disponible y que sólo en la bóveda habría tanto dinero, pero que no había manera de abrirla. Wells, desesperado, le exigió que le diera lo que tuvieran y sólo le reunieron $8702 dólares. Con esa muy reducida cantidad, Wells salió, aparentando calma, subió a su auto y huyó.
Sin embargo, 15 minutos más tarde, fue alcanzado por la policía, junto a su auto, que había estacionado cerca de un bote de basura en donde se suponía que estarían las instrucciones que Wells seguiría para entregar el dinero y, finalmente, así lo esperaba él, conseguir la combinación de la cerradura electrónica que abriría el seguro de la bomba. Sin embargo, Wells fue de inmediato sometido por los policías, los que lo esposaron a la espalda. Wells les refirió que, horas antes, un grupo de hombres vestidos de negro y encapuchados, lo habían sometido, le habían colocado la bomba en el cuello, lo habían obligado a que asaltara el banco y le aseguraron que si seguía todas las instrucciones al pie de la letra, en unas horas más, hallaría la clave para deshacerse de la bomba y sería libre. Pero Wells no dejó de advertirles que la bomba estallaría si no seguía al pie de la letra las instrucciones, que era cierto, que no mentía. Lo dejaron esposado, tirado boca abajo, en lo que llegaba el equipo antibombas. Por desgracia para Wells, de repente, comenzó a escucharse un zumbido, que cada vez pulsaba más frecuentemente, hasta que en cierto momento, el artefacto explosivo, en efecto, ¡estalló!, dejando muerto a Wells, con un agujero a la altura de su tórax. El equipo antibombas llegó 25 minutos más tarde.
Los investigadores, muerto el principal implicado en el robo, y no viendo otra cosa más que hacer, pensaron que siguiendo las instrucciones que tenía anotadas en un papel, hallarían al o a los responsables del crimen. Sin embargo, cuando llegaron a un lugar del bosque en donde supuestamente Wells recibiría el resto de la información que debía de seguir, no hallaron nada. Pensaron que probablemente, quien fuera que hubiera ideado el plan, se habría dado cuenta de que habían atrapado a Wells y había huido.
Al comenzar a atar cabos, indagaron que Wells, unas horas antes de ir al banco, había recibido un encargo de la pizzería en donde trabajaba como repartidor, de llevar un pedido de pizzas a un lugar que resultó ser una torre de transmisión de una estación de TV. Pero nada más hallaron que les diera alguna pista de quién o quiénes habían planeado tan deleznable crimen, sobre todo porque, pensaban en ese momento, habían de alguna forma secuestrado a Wells, un inocente, leal empleado de una pizzería, que por más de diez años no había faltado, ni sus jefes habían tenido queja alguna de su trabajo.
Pero, como dije antes, resultó el asunto más complejo de lo que parecía. Poco menos de un mes después de la muerte de Wells, el 20 de septiembre, los investigadores recibieron una llamada de un tal Bill Rothstein, un solitario hombre de 59 años que vivía cerca de la torre de transmisión de TV. El hombre les dijo que había en su congelador el cadáver de un hombre, un tal Jim Roden, que una ex novia de Rothstein, Marjorie Diehl-Armstrong, había asesinado, supuestamente por una disputa de dinero, pero que le había pedido como muy especial favor que él lo guardara. También le había pedido la mujer que se deshiciera del arma homicida, lo cual Rothstein, declaró, había hecho lo mejor posible, fundiendo el arma y tirando los restos en varios lugares. E igualmente le había rogado aquélla que se deshiciera del cadáver, moliéndolo y luego enterrándolo. Como eso, hacer pulpa al cadáver, era demasiado para Rothstein, decidió dar aviso a la policía, temeroso, les dijo, de lo que pudiera hacer su ex novia, incluso inculparlo de la muerte de Roden. Los investigadores revisaron el congelador de Rothstein, hallando, en efecto, el cadáver de Roden, pero además también encontraron una curiosa nota, escrita a mano, que decía “Esto no tiene que ver nada con el caso Wells”, o sea, con el hombre que había muerto por la bomba asegurada a su cuello. Al siguiente día, Diehl-Armstrong fue detenida y condenada a 20 años, acusada de haber asesinado a Roden.
Pero la nota que hallaron los investigadores fue una complicación adicional al caso aún sin resolver de Wells, ya que parecía extraño que hubiera aparecido aparentemente sin relación alguna con el caso del cadáver en el congelador.
Sin embargo, varios meses después de esa cuestión, en enero del 2005, Diehl-Armstrong, la ex de Rothstein, supuestamente la asesina de Roden, el hombre en el congelador, habló con un fiscal, diciéndole que si la cambiaban de prisión, les diría todo lo que sabía sobre el incidente del hombre con la bomba al cuello. Diehl-Armstrong, de 56 años en ese entonces, era una mujer con bastantes problemas mentales. Aunque sus conocidos la recordaban como una persona muy brillante en sus años de escuela, casi una enciclopedia, luego se volvió una persona muy agria y violenta. Había asesinado a uno de sus novios en 1984, cuando tenía ella 35 años, supuestamente en defensa propia, asestándole seis tiros. Sin embargo, porque, aseguró, sólo se había defendido, fue absuelta. Luego, cuatro años después, en 1988, cuando ya estaba casada con un tal Robert Armstrong, un día éste llegó al hospital muriéndose a causa de un supuesto derrame cerebral, que, al revisarlo, los doctores notaron que había sufrido un fuerte golpe. Pero en ese caso, tampoco Diehl-Armstrong fue inculpada. Así que, como se ve, era bastante sospechosa, dado su pasado violento y poseedora de una mente brillante, de que fuera la autora intelectual del complot del hombre con la bomba al cuello. Sin embargo, sucedió otra cosa que contribuyó a agravar aún más el caso. Rothstein, el ex de Diehl-Armstrong, había muerto de linfoma en el 2004. Fue algo muy lamentable para Diehl-Armstrong, pues en sus declaraciones aseguró que justamente Rothstein había planeado todo. Que, entre otras cosas, era un tipo muy hábil para fabricar objetos diversos y complicados de diversas partes, como la bomba que había estado sujeta al cuello de Wells. Y, por si no bastaran ya tantas complicaciones, aseguró que Wells no era una víctima, sino que también era parte del plan de Rothstein. Ella sí sabía de dicho plan, incluso declaró que le había facilitado a Rothstein los cronómetros para que equipara la bomba, pero nada más. Y, sobre todo, aseguró que su ex había realmente asesinado a Roden, y que lo había hecho como una forma de despistar a la policía en sus investigaciones.
Pero hubo otros testimonios, como el de Kenneth Barnes, un ex adicto, ex vendedor de droga y viejo amigo de Diehl-Armstrong, quien aseguraba que sabía exactamente lo que había sucedido. En sus declaraciones, afirmó que la autora intelectual de lo sucedido era Diehl-Armstrong, que ella lo había planeado todo, nadie más, y que incluso Wells se había prestado al plan porque tenía una novia, una prostituta, que le exigía mucha droga, a cambio de concederle sus favores sexuales y que como Wells estaba ya muy endrogado con los vendedores de droga, pues necesitaba dinero. Barnes además agregó a sus declaraciones que Diehl-Armstrong había planeado el asalto del banco porque necesitaba dinero para pagarle a algún asesino a sueldo, con tal de deshacerse ella de su padre, quien, según la mujer, estaba dilapidando su fortuna, de la cual ella era heredera directa y para evitar que la siguiera malgastando, requería que alguien lo matara (¡miren nada más hasta qué nivel de falta de valores hemos llegado, pues independientemente de si eso era o no cierto, el caso es que hasta entre “familiares”, como hermanos, primos, hijos… son muy frecuentes los asesinatos por meras cuestiones de dinero!)
Sin embargo, cuando se confrontaron sus declaraciones con las de Diehl-Armstrong, ésta perdió varias veces la compostura, diciendo que todas eran mentiras, que Barnes había recibido dinero de Rothstein para declarar toda esa sarta de falsedades para inculparla. Aun así, al final se le declaró culpable y cumple actualmente una sentencia carcelaria (les urgía, además, al juez y a los fiscales, llegar a un veredicto, pues a Diehl-Armstrong se le diagnosticó cáncer mamario en el 2010, y se le dieron de tres a siete años de vida). El que también se encuentra purgando una condena es Barnes, quien, aseguró Diehl-Armstrong, igualmente había participado en el plot.
Y esa fue la historia oficial. Pero, como señalé al principio de la narración, el ex investigador del FBI Jim Fisher, no está de acuerdo con esa versión y sostiene la teoría de que todo fue obra del ya desaparecido Rothstein, quien planeó todo tan sólo como una forma de satisfacción, así, como un juego para retar a la policía y los investigadores, realizar una especie de crimen perfecto, muy al estilo Hollywood, tal cual plantean algunas cintas, como Saw o Swordfish, en la que los villanos se salen con la suya y nadie logra descubrir su plan. Conjetura Fisher que Rothstein, en efecto, era un tipo muy listo e ingenioso, capaz de diseñar sofisticados mecanismos de partes diversas, como la bomba de collar que portaba Wells, además de que sí debe de haber asesinado a Roden, para así inculpar a Diehl-Armstrong, quien de seguro conocía todo el plan, con tal de evitar que la mujer lo denunciara antes de tiempo. Y muy probablemente logró que Diehl-Armstrong se adjudicara ella el plan y lo revelara a Barnes, con tal de que ella se sintiera también importante, sobre todo, dada la condición de incapacidad mental que muchos psiquiatras le achacaban (en una ocasión, al realizar un cateo en su casa por un incidente anterior al señalado, se le hallaron 200 kilos de mantequilla y más de 350 kilos de queso, todos echados a perder, desparramados por toda su casa, llena de trastes sucios por doquier)
Muy probablemente Rothstein estaría enfermo cuando lo planeó todo o quizá su muerte agregó un tono más de enigma al caso, pero, de cualquier forma, el señor ganó, afirma Fisher, “pues el hijo de perra se llevó su secreto a la tumba y no habrá nunca modo de saber la verdad”.
Como ven, en efecto, en la vida real, la influencia Hollywood se vuelve muy presente en infinidad de delitos, y los que he expuesto son sólo dos (ya ha habido, por ejemplo, crímenes provocados por suplantación de personalidad en las así llamadas redes sociales, que también rayan en lo hollywoodesco. Ver en este mismo blog mi artículo “Las banales, adictivas y riesgosas redes sociales”).
Así que cabría preguntarse ¿cuántos delitos más surgirán, inspirados por esa cinematográfica, deleznable influencia?
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